DIEGO EGARA, DETECTIVE (PÁGINAS 11 Y 12) ACTUALIDAD

Confieso, sin quedarme la menor duda de ello, que esta mujer me cautivó plena y rápidamente. Pasión era mujer nacida para seducir. Me mantenía todo el tiempo fascinado con el brillo de sus ojos indescifrables, el parpadeo de sus largas y curvas pestañas, los sensuales movimientos de toda su voluptuosa arquitectura y las sonrisas de sus labios carnosos, paradisiacos.

Demostramos nuestro excelente apetito dando buena cuenta de todas las exquisiteces que nos habían servido.

—Perdona. Debo ir un momento al baño —decidió soltando en el plato la servilleta con que terminaba de limpiar su pulposa boca.

—Esperaré impaciente tu regreso, Pasión.

Me envolvió un momento con su penetrante mirada y amenazó su voz algo ahogada por el regocijo:

Lechúo, como te vayas, te mato. Ten cuidado.

La seguí con mirada lasciva el poco trecho que me permitió la abigarrada clientela. Disfruté con la cadencia sinuosa de sus nalgas supremas, excitantes, provocadoras. Tardó varios minutos en regresar. Acostumbrado a las maldades de muchas personas encontradas a lo largo de mi existencia, cruzó mi mente la posibilidad de que se hubiese largado dejando pagase yo la cuenta. No me importó. Soy un economista aficionado de los que sostiene que, si en vez de almacenar tanto dinero unos pocos, lo hiciésemos rodar todos, el bienestar mundial se habría establecido ya. Llamé al camarero y le aboné lo que habíamos consumido ambos.

Minutos más tarde apareció ella de nuevo junto a mí. Me regaló de inicio una de sus mareantes sonrisas. Le brillaban los labios con un toque de carmín nuevo y su perfume embriagador me llegó con mayor intensidad. El bolso que había mantenido todo el tiempo cogido entre el hombro y la axila, lo llevaba ahora colgado de la mano. Por la forma de sujetarlo me dio la impresión de que dentro llevaba algo pesado. Sentí curiosidad por saber qué podía ser, pero ella no me lo habría dicho de habérselo preguntado.

Realizó un gesto con su mano libre para llamar la atención del camarero que nos había atendido. Éste acudió enseguida junto a ella. La había mirado anteriormente varias veces con gusto bobalicón, y debía desear repetir el placer visual. Yo me mantuve a la espera de su reacción.

—¿Qué le debemos, joven, por el daño que hicimos aquí? —quiso saber.

El empleado me señaló con un dedo estirado y le informó:

—El caballero ya ha pagado.

—Gracias, caballero —ella con reconocimiento y, a continuación, añadió lo que yo más deseaba oír en aquel momento—: ¿Dónde podríamos ir ahora a pasarlo bien?

—¿Te gusta el jazz? —presuroso.

—¡Me enamora! —con entusiasmo.

—Tan cerca de aquí, que podemos ir andando, tenemos Jamboree, el mejor club de jazz del mundo entero. En sus sótanos han actuado estrellas tan importantes como Bill Colleman, Chet Baker, Dexter Gordon y muchísimos más.

—¿Cómo es ese nombre tan raro que has dicho?

Se lo repetí y quiso saber si tenía algún significado en catalán.

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