DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO III PÁGINAS 34 Y 35) -ACTUALIDAD-

CAPÍTULO III

Llamé por teléfono a mi amigo Gori y le dije que precisaba me hiciera un favor. Se prestó inmediatamente. Quedamos para media hora más tarde en cierta parte de la espectacular Plaza de Cataluña donde yo le recogería con mi utilitario, bajo el sol y la contaminación presentes a aquella hora cercana al mediodía.
Gori es una persona alucinante. Posee una belleza casi femenina y una riqueza de ademanes que no lo son menos; sin embargo, en cuestión de hembras, es varonil como quien más. Y bien que lo reconoce su tía con la que vive en plan pareja después de haber escandalizado muchísimo, y seguir escandalizando, a la familia de ambos por partida doble. Ella ejerce la jurisprudencia, profesión en la que tiene con-solidado y merecido prestigio. Tendría que preguntarle a mí amigo si a ella le había afectado mucho la muerte de su notable compañero de profesión.
A través de la radio del coche, que había puesto, un continuado bombardeo de los locutores con la noticia del asesinato del juez Norberto Torres. Tertulias, hipótesis, especulaciones, historia profesional del notable magistrado. Ninguno, aparte de yo, poseía la menor sospecha de quién podía haberle asesinado. Cerré la radio y ojalá hubiese sido igual de fácil silenciar la zozobra que gritaba dentro de mí.
Gori se hallaba donde habíamos acordado, llamando con su físico y vestimenta la atención de transeúntes entre los que se contaban numerosos extranjeros. Algunos le estaban sacando fotos creyendo quizás que se trataba de un famoso actor en descanso de un rodaje. Detuve mi coche junto al bordillo y él se montó, risueño, encantador, bellísimo, desprendiendo toda su elegante persona una fragancia exótica, cautivadora.
Vestía ajustadísimos pantalones de pana azul cobalto anchísimos de perneras, una chaqueta también diseñada por él, de un llamativo rosa fucsia, atuendo que para ellos habrían querido el aristócrata lord Byron y otros elegantes de su tiempo. De su abundante y larga cabellera, rizada en peluquería de señoras, se derramaban cascadas de rizos por su frente y por sus hombros. Llevaba en la mano derecha su carpeta de dibujo y estuche con lápices, y en su mano izquierda una caja de bombones —en esta ocasión franceses, aunque sus favoritos son los suizos.
—Hola, desaseado —me llamaba siempre así porque a su lado, yo no parezco otra cosa diferente a un adán.
—Estás guapísimo —saludé dirigiéndole una rápida y afectuosa mirada, pues Gori y yo nos conocemos desde la infancia y nunca hemos dejado de ser muy buenos amigos.
—Como siempre lo estoy —asumió con absoluta convicción—. ¿Quieres un bombón? —ofreció nada más sentarse a mi lado.
—No. Les tengo miedo a las caries porque conducen irremediablemente a las consultas de los sádicos dentistas —rechacé

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