DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO II PÁGINAS 23 Y 24) -ACTUALIDAD-
Llevaba varios minutos intentando, con la ayuda de un lápiz, dibujar en mi bloc de notas el rostro de Pasión, sufriendo la frustrante realidad de que no poseo, ni de lejos, las dotes de genial dibujante que atesora mi buen amigo Gori.
Habían transcurrido cinco días desde mi último traba-jo, un caso de adulterio. Mi cliente, un pobre tipo dengoso, tan poco agraciado, que lo realmente extraordinario habría sido que no le metiese cuernos su consorte.
Gracias a las pruebas que le aporté —fotográficas y conversaciones grabadas—, los dos desavenidos cónyuges habían iniciado los trámites del divorcio. Ella, que en mate-ria de encantos físicos también podía ahorrarse el esfuerzo de darle gracias al Señor, deseaba su libertad para irse a vivir con una prima a la que le unía un amor lésbico desde la pubertad, y él, para emprender una nueva vida con un repartidor de gas butano que le descubrió lo equivocado que, en lo concerniente al gozo sexual, había estado hasta conocerle a él.
Rompió mi intento artístico el sonido anticuado de mi teléfono fijo de los años sesenta. La voz que me llegó a través del hilo telefónico fue la del comisario Alvarado, amigo de toda la vida de mi padre y, de rebote amigo mío, al que debo tantos favores que ni siquiera con una gran voluntad de pagárselos, podría hacerlo.
—Diego, ¿te has enterado de que esta mañana, a las nueve han asesinado al juez Norberto Torres? —me soltó de sopetón.
—¡Joder! ¡La primera noticia que tengo! —exclamé sorprendido, pues este magistrado era muy famoso a nivel nacional—. He estado corriendo por el Paseo Marítimo y todavía no he puesto la radio hoy.
—No te llamo principalmente para darte esta trágica noticia, sino porque en un bolsillo del asesinado hemos encontrado una de tus tarjetas. ¿Estuvo consultándote algo?
—En absoluto —sorprendido por la muerte del personaje y por la circunstancia de que tuviera una tarjeta mía en su poder—. Nunca he visto en persona a ese juez. Si le han encontrado una tarjeta mía habrá sido porque se la daría alguien o la cogería él de alguna parte. Sabe, señor Juan, que reparto algunas por restaurantes y recepciones de hoteles que tienen la amabilidad de ponerlas al alcance de sus clientes. En los tiempos que corremos lo que no se promociona, no se vende. ¿Cómo le mataron? —curioso.
—Le pegaron dos tiros en la nuca. Los de la científica han identificado ya el arma: una parabellum 8 mm. Ahora mismo están los grafólogos liados con lo que lleva escrito esa tarjeta tuya.
—¿Y qué lleva escrito, señor Juan?
Me lo dijo de memoria:
—Lleva escrito: “Gracias por una noche inolvidable, mi Conde”. Y encima de una línea, como si fuera la rúbrica: Pasión.
Tuve suerte de que al veterano policía no le tenía cerca pues le habría asombrado e intrigado extraordinaria-mente el gran salto que di en mi asiento. Él interpretó mi silencio como estado de reflexión, pues se despidió de mí:
—Te dejo, Diego. Mi teléfono está que echa humo. Entre unos y otros me están amargando la vida. Mis jefes me reclaman detenciones inmediatas y, de momento, no tenemos sospechoso alguno.
—Lo siento… —logré balbucir.
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