DELINCUENTES JUVENILES (RELATO NEGRO AMERICANO)
Dos jubilados que ocupaban uno de los bancos de madera situados dentro de un céntrico parque de la ciudad, dejaron de hablar intimidados por la amenazadora presencia de tres jovenzuelos que acababan de pararse delante de ellos. Los recién llegados iban vestidos con ajustados vaqueros, chaquetas de cuero claveteadas, botas paramilitares, lucían en sus manos ostentosos anillos y gruesas cadenas de oro alrededor del cuello.
—¡Largo de aquí, abuelos! ¡Queremos este banco para nosotros!
El que acababa de darles esta orden, con muy malos modos, llevaba el pelo formando mechones terminados en punta consiguiendo cierto parecido con el lomo de puerco un espín. Sus ojos, muy negros, mostraban un brillo fiero y peligroso.
Uno de los hombres mayores escrutó su rostro y dijo reconociéndolo:
—Tú eres Fredy Kaminshky. ¿No te acuerdas de mí?
El muchacho le miró con mayor atención ahora, una sonrisa burlona curvó sus labios, y dijo tuteándole, sin demostración alguna de respeto:
—Claro que me acuerdo. Tú eres profesor del instituto al que yo iba. ¡Je, je, je! Señor Simmons me enseñaste la gran importancia que tiene el dominio de las matemáticas—. El tono marcadamente irónico conque dijo esto les arrancó carcajadas ofensivas a sus chulescos colegas. ¿Sigues en activo, con lo viejo que eres?
—Me jubilaron. Vivimos en una sociedad selectiva que te retira de la circulación en cuanto te considera improductivo.
A pesar de haber sido dicho lo anterior con cierta jocosidad, su actitud mostraba profunda amargura.
—¡Je, je, je! El mundo pertenece a los jóvenes. Los viejos estáis de sobra, ¿Largo de aquí! —despótico, apremiante.
Intimidados, los dos ancianos abandonaron su asiento.
—¿Sigues estudiando, Fredy? —se interesó el exeducador—. Fuiste uno de mis mejores alumnos. Rápido, inteligente, sobresaliente.
—No. De nada vale estudiar —despreció el joven agitando en actitud despectiva las manos en el aire—. Hay por todas partes montones de tíos con varios títulos universitarios conseguidos muriéndose de hambre. Yo me dedicó a los negocios. ¿Ve este pedrusco de mi anillo? —señaló con el índice un zafiro que coronaba el anillo que rodeaba el dedo corazón de su mano derecha—. Pues es auténtico y vale un montón de dólares.
El sol dio en la piedra preciosa y le sacó destellos. Los compañeros de Fredy daban muestras de impaciencia y también las daba el atemorizado compañero del profesor Simmons.
—Me alegro de que te vaya bien, muchacho —dijo el pedagogo.
—El dinero hay que ganarlo pronto para poder disfrutarlo cuando uno es joven. ¿De qué le sirve el dinero a un viejo? Pues para gastarlo en médicos y medicinas. ¿Sabe qué me voy a comprar si me sale bien el negocio que tengo entre manos? Un Porsche plateado.
Fredy disfrutaba fanfarroneando delante de su exprofesor.
—Pero tú no tienes todavía edad para sacarte el carné de conducir —le recordó su interlocutor.
—No importa. Me haré con los servicios de un chofer. Para eso está el dinero, ¿no? Para gastarlo.
—Debes tener negocios muy rentables —entre la curiosidad y la ironía el hombre que tiempo atrás le enseñó la utilidad de los números.
—Tengo el mejor de todos los negocios que existen: trafico en drogas. ¡Y largo ya de aquí! —extremadamente amenazador.
—Corres el peligro de que te cojan y te encierren en la cárcel durante un montón de años.
—No me cogerán —jactancioso de nuevo—. Tengo un magnífico abogado que me saca de todos los líos. Lo malo es que pronto cumpliré los dieciséis, y la mayoría de edad lo complica todo.
—Son las doce y cuarto —le avisó el más malcarado de sus dos compañeros, ambos sentados en el banco desalojado, tras consultar su “Rolex” de oro—. Y ésos no aparecen.
—Vendrán —convencido Fredy Kaminshky—. Tu mantén la pipa en tu mano bien escondida en el bolsillo de tu chaquetilla. Adiós, profesor
—Suerte, muchacho —alejándose el profesor Simmons y reuniéndose con su amigo que le llevaba ya algunos metros de distancia.
Fredy, sentándose en mitad de sus dos amigos, les siguió con mirada burlona.
—Presiento que no vendrán —especuló el otro adolescente que no había abierto su boca hasta entonces.
—¡Cállate, Pelos! ¡Eres un bocazas! ¡Mira! Ahí vienen —señalando con un movimiento de cabeza a dos individuos de unos treinta años que les habían localizado a su vez y que acompañados de una niña pequeña, venían hacia donde se encontraban ellos tres, que inmediatamente se pusieron de pie —Alerta por si nos la quieren jugar —avisó Fredy adelantándose para ir al encuentro de los que, detenidos, les estaban aguardando.
Alrededor de todos ellos la gente paseaba disfrutando de aquel día festivo, soleado, de primavera.
—¿Todo bien? —quiso saber el que tomó la voz cantante de los recién llegados, al quedar los seis detenidos a corta distancia los unos de los otros.
—Perfecto. ¿Habéis traído el género?
—La niña lo tiene. ¿Y vosotros la pasta?
—Aquí está —el exalumno del profesor Simmons, entregándole una bolsa de papel que llevaba en su parte exterior el nombre de una muy conocida boutique de la Quinta Avenida.
El que había recibido esta bolsa comprobó su contenido calculando por la grosor de los cuatro paquetes y la cifra marcada en los billetes que había la cantidad acordada.
—Dale la bolsa a este hombre, nena. Y luego te compro el helado que te he prometido.
La pequeña le entregó la bolsa que llevaba en su exterior el nombre de la afamada tienda de ropa femenina.
—Voy un segundo al servicio y regreso de inmediato —repitiendo la escena de otras veces los de un lado.
—También yo voy al servicio y regreso en un momento —expuso uno del otro lado.
Los cuatro hombres que se quedaron se mantuvieron alerta todo el tiempo. Todos ellos empuñadas sus armas dentro de los bolsillos. En esta transacción estaba en juego una pequeña fortuna. La niña, que no tendría más de seis o siete años, se puso a dar saltitos como si estuviera jugando a la rayuela.
Los dos sujetos que habían marchado a los urinarios, transcurridos un par de minutos regresaron juntos, con expresiones de tranquilidad y satisfacción en sus rostros. Se unieron a los que aguardaban de pie en mitad del parque y a continuación, los dos grupos se separaron tomando direcciones diferentes.
Como a unos cien metros de distancia, oculto detrás de un seto alto el profesor jubilado fue testigo del intercambio realizado. Esperó un par de minutos y emprendió el regreso a su casa. Al pasar por delante de la heladería tuvo a muy corta distancia a los dos individuos que llevaban a una niña, abonando el helado que acababan de comprarle. La inocente criatura ignoraba la ilegalidad en la que ella acababa de participar.
Cuando el profesor Simmons llegó a su casa no quiso alarmar a su mujer que era muy asustona, contándole lo que minutos antes le había ocurrido en el parque. Pero llevaban ambos 35 años casados y a ella no le pasó desapercibido que a él algo le había disgustado.
—¿Qué has visto en el parque que te ha ensombrecido el ánimo? —le preguntó.
—He visto gente sin escrúpulos y palomas cargándose en la estatua de uno de nuestros grandes héroes.
Ella esbozó una sonrisa benevola, resignada. No le forzaría a que terminase contándole lo que resultaba evidente él no quería contarle. <<Debe ser algo que tiene la certeza de que me disgustaría también a mí conocerlo>>.
Diez días más tarde las noticias de la noche contaron que dos bandas juveniles se habían enfrentado a tiros. Tres de ellos habían muerto. Uno de los nombres de los tres fallecidos era Fredy Kaminshky.
El viejo profesor se santiguó y con amargura y pesar lamentó estar viviendo en un mundo lleno de seres humanos que abandonados los mejores valores que poseían, podían morir asesinados antes de llegar a la mayoría de edad.
(Copyright Andrés Fornells)