DEJÓ A DEBER EL CAFÉ (RELATO NEGRO)
El camarero que atendía la barra, todos los días le servía al cliente de la sucia gabardina gris, un café muy concentrado. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años de aspecto desaliñado, y carácter taciturno y silencioso. Todos los intentos iniciales del camarero por entablar una conversación con él fracasaron, por lo tanto, el empleado se limitaba a darle las buenas noches y servirle el café que, invariablemente, tomaba siempre igual: solo. A pesar de su nada boyante aspecto, al abonar su consumición, aquel hosco individuo solía dejarle una pequeña propina.
Aquella noche llovía a mares. El hombre de la gabardina sucia de color gris apareció con su aire sombrío habitual. Traía con él un paraguas negro, antiguo, que tras cerrarlo metió dentro del gran paragüero de plástico marrón situado a un lado de la puerta de entrada del establecimiento.
Con pasos cansinos, el recién llegado se acercó a la barra y pidió lo acostumbrado. Después fijó su mirada en la niquelada cafetera y quedó totalmente ensimismado.
—Servido, señor —dijo el camarero pretendiendo sacarle de su abstracción.
El hombre de la sucia gabardina gris se tomó su café, con lentitud, mostrando su enteco rostro una lúgubre expresión
Cuando se terminó la consumición dijo al camarero, que se hallaba muy atareado en aquel momento atendiendo una mesa ocupada por cuatro personas:
—Mañana te pago el café.
—De acuerdo, caballero —dijo el interpelado sin mirarle siquiera.
Un par de minutos más tarde de haber abandonado este hombre el local, se escucharon fuera en la calle varios disparos seguidos de gritos de mujer.
Dos de los clientes que había dentro del local se acercaron a mirar a través de la puerta acristalada. Tuvieron tiempo de ver como un individuo vestido de oscuro registraba rápidamente el cuerpo del hombre de la sucia gabardina gris tendido de bruces en el suelo y, segundos más tarde, subía a un coche negro que escapó a todo gas.
Alrededor del sujeto muerto a tiros se formó inmediatamente un círculo de curiosos. Uno de ellos llamó a la policía.
Antes de preparar el servicio de los cuatro clientes nuevos, el camarero salió a la calle dio unos pasos, miró por encima del hombro de uno de los curiosos y descubrió que a quien acababan de matar era el cliente que, por primera vez, en semanas, no le había pagado el café.
Lamentó su muerte y se quedó con la duda de si aquel extraño cliente no le había pagado el café porque sospechaba que iban a asesinarlo y, por igual motivo no se había llevado el paraguas dejándolo para él.
Por motivos supersticiosos, el camarero no lo tocó esa noche dejándolo dentro del paragüero.
El próximo día llovió también, y alguien sin escrúpulos, que había entrado en el bar sin paraguas se llevó aquel paraguas que él no sabía había pertenecido a un hombre asesinado el día anterior.
Al abrirlo, este desaprensivo notó que algo que estaba en su interior caía al suelo. Lo recogió. Era una bolsita de gamuza. La abrió y en su interior encontró cuatro diamantes grandes como avellanas.
Los guardó en el bolsillo. El corazón le estallaba de gozo. Inclinó el paraguas unos centímetros hacia atrás para poder ver bien el cielo cubierto de negros nubarrones y dijo con una devoción que jamás había sentido antes:
—Infinitas gracias, Señor, por acordarte de vez en cuando de los pobres.
Y siguió su camino lamentando no saber bailar ni cantar y, por lo tanto, no poder imitar a Gene Kelly “Cantando bajo la lluvia”.
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