DEBÍA MATARLA (RELATO NEGRO)
La mujer era joven y bonita. Asustada, porque sabía demasiado, había huido convencida de que su vida corría inminente peligro. Un tren la había llevado a novecientos kilómetros de distancia, y ahora se hallaba en una ciudad donde no conocía a nadie, ni nadie la conocía a ella. Tal vez tuviera suerte y no la encontraran nunca. Acababa de registrarse, con nombre falso, en una pensión de mala muerte.
Jadeaba todavía por el esfuerzo que le había representado llevar la enorme, pesada maleta, desde el sucio y pequeño vestíbulo hasta el cuartucho alquilado. No hizo intención de abrirla. No le corría prisa deshacerla y colocar sus ropas en el armario y la pequeña cómoda, ambos muebles muy baqueteados. Se acercó a la cama individual y se desplomó de espaldas encima de ella. Unos crujidos desagradables acompañaron su abandono corporal.
La tensión de todo el día la había dejado agotada, sin fuerzas. Realizó un esfuerzo mental pretendiendo tener pensamientos positivos, agarrarse a lo que tan desesperadamente necesitaba: la esperanza de que no dieran con ella.
No había podido ver a Berto. Él quizás la hubiese ayudado. Creía que él estaba sinceramente enamorado de ella. Llevaban dos semanas acostándose juntos todas las noches, amándose como nunca habían amado antes a nadie. Por lo menos así se lo había confesado él, y por parte de ella era totalmente cierto. No volvería a verlo nunca más y esto le dolía. Le dolía hasta lo más hondo. Todo dolía mucho. Especialmente la posibilidad de morir a los veintidós años, la edad que ella contaba ahora. Una cría diría su madre si todavía viviese.
Cuando murió su padre, ella contaba sólo ocho años. Una vez superado el pesar de esta pérdida, vivió una niñez y adolescencia despreocupada y feliz gracias a que su madre se ganaba bien la vida como directora de uno de los mejores hoteles de la ciudad. Golosinas, juguetes y bonitos vestidos no le faltaron nunca. Ni tampoco el enorme cariño de su idolatrada madre, una mujer culta y tierna que le dedicaba todo el tiempo libre del que disponía.
Luego perdió también a su madre y se sintió muy desdichada y sola. Pero no por mucho tiempo. Entró de dependienta en una tienda que vendía bolsos y complementos de gran lujo. Y una tarde conoció a Richard y creyó que sus sueños más ilusionantes iban a convertirse en realidad. Richard entró en el establecimiento donde ella estaba empleada, acompañado de una conocida, bellísima actriz.
Él le dirigió una mirada profunda, en la que ella pudo leer ostensible admiración. Tenía unos ojos penetrantes, negrísimos. Le dedicó una extraña sonrisa. Consiguió ponerla nerviosa su actitud. Él era joven, guapo y por la indiferencia con que pagó el caro bolso escogido por su acompañante, era rico también.
Se encaminaron los dos hacia la salida. La actriz contenta con el regalo. Él sonriendo burlonamente. Y a ella, que anhelante los siguió con la vista, no volvió a mirarla. Se llamó estúpida por haber esperado que lo hiciera. Él era un hombre pudiente y ella solo una empleada.
Media hora más tarde él regresó solo y, mientras la observaba fija, seductoramente, le preguntó dos cosas: a qué hora terminaba su trabajo y si aquella noche quería cenar con él. Ella, fascinada por su seguridad y su atractivo físico, aceptó sin pensárselo un instante.
Y a ella, el sueño de hadas se le consolidó al ver que él la recogía delante de la pensión donde ella se hospedaba entonces, con su flamante Porsche plateado.
Se dijeron los nombres cundo él le abrió la puerta y la tuvo sentada a su lado.
—Encantada de conocerte, Robert —dijo tímida, impresionada, titubeante la voz, sintiéndose como si estuviera viviendo el sueño más increíble y bello de toda su vida.
La cena en un restaurante de lujo, el trato amable y adulador de él, la subyugaron. Quedó indefensa ante su extraordinario atractivo y galantería. Aquella misma noche se acostó con él. Se le entregó en cuerpo y alma con esa fuerza ciega característica de la inexperiencia, la candidez y el apasionamiento.
Richard, convencido de que ella estaba tan ciega con él que le perdonaría hasta lo imperdonable, poco a poco, cuando bebía más de la cuenta, le iba revelando en qué consistían los importantes negocios de su padre, en los cuales él tomaba parte muy activa.
Y ella reaccionaba asustándose y temiendo que, debido al tráfico ilegal estupefacientes que realizaban, él terminara en la cárcel. Censura, condena por el daño que causan las drogas, ella nunca se la demostró, aunque sí la atormentaban. Tenía mala conciencia, pero su debilidad, su amor ciego, incondicional por Richard, no la permitía condenarlo.
Un día, inesperadamente, apareció en escena un grupo de narcotraficantes venidos del Este, dispuesto a quitarles el mercado al padre de Richard y sus hombres. Y no tardó en producirse un enfrentamiento armado entre el bando de Richard y su padre, y el bando de sus duros competidores. Enfrentamiento que se saldó con la muerte de cuatro hombres del grupo contrario y dos del grupo de ellos: Richard, el alegre y generoso joven que la trataba como a una reina, y un primo suyo aún más joven que él.
Fue tristísima la ceremonia del entierro. En él conoció al padre y a la madre de Richard. El padre ni le dirigió la palabra. La madre le mostró simpatía. Su hijo le había contado que estaba enamorado de ella y la quería mucho. No hubo más entre ellos.
Justamente en el sepelio Patricia conoció a Berto, amigo de Richard y compañero de negocios. Él la acompañó hasta el apartamentito al que ella se había ido a vivir. Fue encantador. La consoló. Se quedó haciéndole compañía. Ella necesitaba desesperadamente afecto en aquellos momentos tan tristes y él supo dárselo.
Se vieron durante varios días. Comieron juntos. Tenían muchas cosas en común. Las principales: la lectura y el cine. Mantenían largas conversaciones sobre un libro o un filme que les había gustado especialmente, coincidían en sus juicios sobre determinados personajes, profundizaban en los motivos psicológicos que los llevaban a actuar de un modo o de otro.
Surgió entre ellos una poderosa atracción y terminaron convirtiéndose en amantes. Y ella descubrió que Richard había sido para ella una especie de deslumbramiento, de fascinación, mientras que Berto era el hombre de su vida. El verdadero amor de su vida. Serio, inteligente, cariñoso y un amante extraordinario. Con él se derritió de placer, y le aumentó la autoestima, algo que nunca había experimentado con ningún otro hombre incluido Richard.
Habían transcurrido tres semanas desde la desaparición de Richard, cuando una mañana, muy temprano, Silvia, la madre suya la citó en un bar cercano a su casa avisándola de que le urgía hablar con ella. Fueron puntuales las dos. No llegaron ni a tomar café. Nada más sentarse, Silvia mostrando abiertamente su angustia le advirtió:
—Patricia, por el cariño que mi hijo te profesaba, voy a darte un aviso que podría costarme muy caro si supieran que lo has recibido de mí. Escucha, coge inmediatamente tus cosas y márchate lo más lejos que puedas, antes de que te maten. Vete ya, y no pierdas un segundo.
—Pero ¿por qué han de matarme? —incrédula y asustada.
—Porque sabes demasiado, muchacha. Mi desdichado hijo te tenía una gran confianza y no guardaba ningún secreto para ti. Y ellos saben que si hablaras con la policía podrías perjudicarles muchísimo. Y han decidido callarte del modo más rápido que existe: matándote.
—Pero, señora, yo nunca haré una cosa así —afirmó temblando toda, los ojos anegados en llanto.
—Pueden forzarte a hablar con torturas, niña inocente. No te repetiré el consejo: Vete enseguida si quieres seguir viva. ¡Inmediatamente!
Patricia la creyó. La mujer no pudo decírselo más seria y apurada. Y ella, aterrada, había marchado directamente a su apartamento, hecho la maleta y huido dejando atrás, con mucho dolor de su corazón, a Berto, al hombre que se había ganado su corazón, sin comunicarse con él. Cualquier sacrificio antes que morir. Conservar la vida era para ella lo más importante del mundo, por encima del amor y la felicidad.
Con la puerta del cuartucho alquilado cerrada, Patricia estuvo llorando en silencio durante un tiempo largo. Por todo lo malo que llevaba sufrido, pues cuando una persona se siente desdichada, lo bueno deja de tenerlo en cuenta.
Cuando se sintió con ánimo para ello, Patricia colocó su maleta en un rincón, la abrió, sacó de ella el estuche con los artículos de aseo, un pijama y ropa interior. El pijama lo dejó encima de la cama, y lo demás se lo llevó al cuarto de baño. Permaneció debajo de la ducha durante más de un cuarto de hora. Sentía como si el agua deslizándose por su cuerpo la librara de parte del miedo que sentía. De las mafias se decía eran tan largos sus tentáculos que no había rincón en el mundo donde ellos no llegasen.
Había visto no existía un secador eléctrico, así que se secó el pelo todo lo que pudo con la toalla. Se puso la ropa interior y el pijama; era de seda y de un bonito color rosado. Se lo había regalado Berto. Sentía en cada movimiento acariciarle el cuerpo. Libró un suspiro de añoranza y sufrimiento. Últimamente, se había acostumbrado a dormir rodeada por los amorosos, fuertes y protectores brazos de su amante. ¡Cuánto lo iba a echar de menos!
Negro destino el suyo: cada vez que el amor y la felicidad la colmaban, ocurría algo que la dejaba sin ambas cosas. Se esforzó en no llorar. No podía pasarse la vida llorando. Su voluntad no fue lo suficientemente fuerte para evitarlo. Cuando decidiese dormir, tendría que darle la vuelta a la almohada, parte de ella mojada por su copioso llanto.
Por el pequeño resquicio dejado en la cortina podía apreciar que se había hecho de noche. No sentía hambre alguna. Había comido un sándwich de pollo y bebido un botellín de agua en el tren.
Colocó entre su espalda y el cabezal de la cama la almohada doblado y con el mando a distancia conectó el pequeño televisor. En el canal que estaba puesto había una película norteamericana antigua. No la había visto. Al actor principal lo había visto un par de veces antes en películas románticas. No le gustaban ni su cara ni su forma de moverse. La trama y la vestimenta pertenecían al siglo XIX. No le interesaban sus costumbres, ni sus principios, ni sus problemas porque nada tenían que ver con los actuales.
Apagó el aparato. Empleó el inodoro. Se cepilló de nuevo los dientes. Dejó encendida la luz del cuarto de baño, la puerta ligeramente entreabierta y apagó las demás luces. Se cubrió con la manta y la sábana hasta el cuello y se dispuso a dormir.
El sueño no se hizo esperar, pero tampoco lo hicieron las pesadillas en las cuales hombres vestidos de negro trataban de matarla. Y ella, aterrada, corría todo el tiempo huyendo de ellos. Tropezaba, se caía. El cansancio la asfixiaba. Un brazo armado con un cuchillo se alzaba delante de ella y cuando iba a asentarle el golpe mortal, ella recobraba la movilidad y conseguía huir de nuevo.
Horas más tarde, por el resquicio que ella había dejado en la cortina de la ventana penetró un tímido rayo de sol que dándole en la cara la despertó. Le dolía un poco la cabeza, seguramente por culpa de las espantosas pesadillas que había tenido.
Estiró los brazos hacia arriba y bostezó. Se sentía más optimista que el día anterior.
—Sigo viva —murmuró.
Y justo en aquel momento escuchó el ruido que hacía una llave en la cerradura de su habitación, el clic del engranaje y la hoja de la puerta abriéndose poco a poco. El miedo atenazó su garganta y ahogó un grito de espanto. Su primer pensamiento fue que la habían localizado e iban a matarla. Su corazón pareció haberse detenido. Y entonces entró quien ella menos se esperaba. Iba totalmente vestido de negro, como los asesinos de su pesadilla. Se detuvo a tres pasos de ella. Patricia nunca había visto su rostro tan demacrado y con ojeras tan oscuras. Sus ojos opacos, sin brillo, se clavaron en ella.
—Tú… —Patricia logró balbucir perpleja al ver que el hombre que acababa de entrar era Berto, su amante.
El recién llegado mantenía sus labios unidos formando una línea apretada. La expresión de su anguloso rostro impenetrable. Convencida de que él venía a matarla, sísmicos, incontrolables temblores recorrieron el hermoso cuerpo femenino. Con un hilo de voz, apenas audible, logró decir creyendo sería inútil pedirle piedad:
—Te han encargado matarme, ¿verdad?
Era en realidad una afirmación, no una pregunta. Berto no despegó los labios se sacó de la funda que llevaba en su axila el revólver y dirigió su cañón hacia Patricia.
—Antes de que dispares, quiero repetirte una vez más: que te quiero con toda mi alma. Que te quiero, aunque me mates.
Secos sollozos rompieron el pecho de ella. Se cubrió el rostro. Sus bonitas manos temblaban ostensiblemente. Berto se fijó en el anillo de oro con un gran zafiro engarzado que rodeaba uno de sus largos dedos. Ese anillo se lo había regalado él al día siguiente de haberse acostado juntos. Al escuchar la conmovedora declaración de ella, el semblante de él se ensombreció y, acto seguido, apretó el gatillo.
La joven que tenía delante abrió los ojos desmesuradamente al darse cuenta de que el revólver no había disparado bala ninguna, pues no estaba cargado. El visitante, con lentitud, sin apartar su mirada de la mirada de ella, se guardó el arma y dijo con voz tétrica:
—Para mí ya estás muerta. Procura que no te encuentren o tu vida y mi vida no valdrán un céntimo.
Y dando media vuelta se dirigió hacia la puerta. Ella reaccionó entonces y logró balbucir con un hilo de voz:
—Te amo…
Él apretó los dientes y se mantuvo callado. Ella le había agradecido con estas palabras que acabara de salvarle la vida a cambio de la posibilidad de que a él le quitaran la suya quienes le habían enviado a matarla, por no haberlo hecho.
(Copyright Andrés Fornells)