CUANDO MI ABUELO JUAN SE JUBILÓ (VIVENCIAS MIAS)

CUANDO MI ABUELO JUAN SE JUBILÓ  (VIVENCIAS MIAS)

CUANDO MI ABUELO JUAN SE JUBILÓ

(Copyright Andrés Fornells)

Mi abuelo Juan, cuando llegó a la edad en que las familias humildes necesitan que todos sus miembros contribuyan al sostén del hogar, entró a trabajar en una obra. Mi abuelo Juan tuvo muy claro que quería ser albañil. Consideraba que era una profesión mágica, pues combinando ladrillos, bigas, cemento y graba se creaban viviendas, palacios y castillos.

—Soy un tío afortunado, pues no solo gano dinero trabajando, sino que además disfruto con ello —solía decir.

De joven, mi abuelo Juan fue techador y según me contó, mientras fue joven, como no padecía de vértigo y de valor no iba falto, los techos no muy inclinados, nos techaba sin siquiera ponerse un arnés de seguridad. Cuando notó que tenía problemas con la visita y debía llevar gafas, dejó esa especialidad cambiándola por la de enlosador.

Mi abuelo Juan, siendo yo todavía muy niño, después de comprobar que no teníamos a nadie cerca que pudiese censurárselo, me quitó una buena capa de inocencia contándome chistes verdes que echaban por tierra esa absurdidad de que los bebés los traía de París una cigüeña.

Una mañana de domingo me llamó por teléfono para decirme:

—Mocoso, me han jubilado. (Seguía llamándome así, aunque yo llevaba lustros afeitándome). Si quieres ver como lo celebro, ven a verme antes de las diez.

—Antes de las diez estoy en tu casa, abuelo Juan.

Por el camino compré una botella de vino tinto. Yo tenía, por esa fecha, más de dieciocho años y, por lo tanto, nadie puede censurarme por compartir ese vino con él.

Llegue a su casa y me abrió la puerta él. Debido a que solía abrírmela su mujer, mi abuela Ágata, le pregunté por ella.

—Ha ido a visitar a una amiga que está algo pachucha y no regresará hasta la una. Yo cocinaré el almuerzo, ¿sabes qué voy a preparar?

—Como tú dices siempre, abuelo, los adivinos lo pasan fatal porque sufren las desgracias mucho antes de que les ocurran.

Mi abuelo cocinaba, como él solía decir, con toda justicia: <<De puta madre>>.

—Abuelo, si me invitas me quedo.

—Por ser un tío que sabe apreciar las cosas buenas, podrás quedarte.

Le acompañé en la alegre carcajada con que escandalizamos al comedido aire.

—Deja la botella que has tenido la maravillosa ocurrencia de traer, ahí en la mesa, y ven conmigo al patio.

El patio en cuestión tenía veinte metros, un melocotonero que daba frutos riquísimos y un limonero de que daba frutos tan agrios que según mi abuelo Juan decía, los timoratos que tomaban su jugo: <<se cagaban patas abajo>>.

En el centro del patio, entre dos los dos árboles había él cavado un hoyo de un metro de ancho por otro metro de hondo. Cuando lo vi le pregunté:

—¿Vas a sembrar algo ahí, abuelo Juan?

—Voy a sembrar algo que no va a prender. Siéntate en el banco —señalándomelo— y disfruta con comodidad del espectáculo.

Y el espectáculo me sorprendió, de lo más, por lo inesperado. Consistió en él ir tirando dentro de lo ahondado, todas sus herramientas: Palustre, cincel, machota, plana, etc. A cada una de estas herramientas le cantaba con su voz ronca, pero agradable:

“Adiós con el corazón, que con él alma no puedo. Al despedirme de ti yo no me muero”.

Entre risas, lo acompañé en esa canción, con mi voz aflautada. Cuando hubo tirado todas las herramientas (menos el pico y la pala) lo cubrió todo con la tierra previamente sacada. Pisamos los dos esa tierra para darle el nivel que había tenido, pero no lo conseguimos por completo.

Terminada esta tarea nos sentamos a beber un vaso del vino que yo había traído. Y mientras lo disfrutábamos yo le hice la siguiente observación:

—Abuelo no enterraste ni el pico ni la pala.

—Lo he hecho adrede. Te los voy a regalar para cuando te jubiles tú.

Conmovido, las lágrimas engordando mis párpados, le di las gracias. Y guardo bien guardadas ambas herramientas para cuando decida yo enterrar el teclado con el que escribo.

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