CARTA DE UN PADRE DISCONFORME (RELATO)
Una anciana, al regresó de haber enterrado a su marido, sacó de la vieja cómoda de su humilde dormitorio la carta que su marido le rogó no abriera ni leyera hasta después de su muerte. La desconsolada mujer rompió la parte superior del sobre, sacó la hoja que contenía y comenzó a leer en voz baja, temblorosos sus desteñidos y secos labios, y también las estropeadas manos que la sostenían.
“Mi adorada Ana, te amé hasta el último día de mi vida. Que tú me amaras también fue mi felicidad suprema. Desde que nos casamos, tanto tiempo atrás, juntos nos fueron cayendo, irremediablemente, los años, igual que les caen las hojas a los árboles caducifolios a la llegada del otoño. Y el otoño alcanzamos nosotros dos, siempre juntos luchando y sufriendo los avatares de la vida. Llevando, sin rendirnos al desánimo ni a la desesperación, una existencia muy dura y muy sacrificada. Lo unidos que estuvimos siempre nos hizo invencibles.
Hemos tenido tres hijos. Tres hijos que, cuando tuvieron sus alas lo suficientemente fuertes, volaron lejos de nosotros. Es lo habitual en los jóvenes, volar solos, dejar atrás el nido donde nacieron, crecieron y recibieron amor y cuidados. Lo hacen todos. ¡Todos! Los hijos nuestros salieron buenos. Se mantuvieron lejos de la delincuencia y de la droga. Nos respetaron y, egoístas y desagradecidos lo fueron, como lo son tantos otros hijos. De vez en cuando —demasiado distanciado ese de vez en cuando, para lo que tú y yo siempre hemos deseado—, se acuerdan de nosotros, nos llaman por teléfono, nos hablan y nos escuchan durante unos pocos minutos, también nos envían alguna postal de sitios bonitos y lejanos que han visitado en sus vacaciones, y algún pequeño regalo por Navidad.
Todos los jóvenes vuelan, abandonan a sus padres y forman un nuevo hogar. Esto se ha convertido en algo normal, sistemático, inalterable. Sin embargo, visto desde nuestra ancianidad, convendrás conmigo en que resulta cruel. ¡Terriblemente cruel! Nosotros estuvimos con ellos, con nuestros hijos, todo el tiempo que nos necesitaron. Nosotros realizamos mil sacrificios, pasamos enormes necesidades para que ellos disfrutaran de muchísimas cosas que nunca pudimos disfrutar nosotros. Los conformistas defienden que ese es el compromiso y la obligación que contraemos los que queremos tener hijos, y los tenemos. Pero yo pregunto: ¿No existe ningún compromiso ni obligación de parte de los hijos para con sus sacrificados padres?
Y, cuando hablo de crueldad por parte de los hijos me refiero a que, cuando les hemos necesitado, con excusas muy bien elaboradas, astutamente creíbles, no han acudido a nuestro lado y nos han abandonado a nuestra suerte. Y tú y yo nos hemos sentimos solos y tristes.
Pero no podemos quejarnos. Esta despiadada conducta de los hijos con los padres se ha convertido en una práctica habitual, generalizada, globalizada. Y lo habitual, generalizado y globalizado no se cuestiona, hay que admitirlo, resignarse y callar. Pues yo no me callo. Todo lo que acabo de exponer me parece una imperdonable injusticia y una inhumana crueldad.
Podría añadir muchas más cosas a lo que he escrito hasta aquí, pero me lo guardaré. Seré extremadamente generoso una vez más. A la mayoría de la gente no le gusta, incluso odia la sinceridad, odia a los que navegan contra corriente. A la gran masa aborregada, sumisa, conformista le parece bien, habitual, comprensible, este desarraigo de los hijos con los padres. Y a los que salen favorecidos dentro de esta sociedad desigual y desnivelada psíquicamente y, no digamos económicamente, les parece estupendo que otros sean muy generosos con ellos, mientras ellos dan muestras de un egoísmo imperdonable, vergonzoso, infame.
Bueno, con lo que voy a decir ahora, ya termino. Sabes que no soy partidario de los discursos largos. Sólo me he permitido un pequeño desahogo que necesitaba. Te voy a pedir, encarecidamente, que cuando yo haya desaparecido les enseñes esta carta a nuestros hijos y les digas que, como cometan contigo la indecente, la imperdonable canallada de enviarte a una residencia de ancianos, yo saldré de mi tumba, apareceré en sus sueños y se lo recriminaré miles de veces, indignado, furioso, airado. Les asustaré.
Y no añado nada más.
Mi adorada, Ana, para ti todo el amor de mi alma. Ese amor que tuve la dicha de darte en mi vida terrenal, y que volveré a entregarte en la otra vida. Hasta luego, amada mía. Hasta que te reúnas conmigo, mujer maravillosa.”
La mayor de las hijas entró en el dormitorio de la madre y la encontró con la carta en la mano, llorando amargamente.
—¿Qué te ocurre, mamá? ¿Por qué lloras? —solícita, cariñosa la joven.
La anciana le entregó la hoja de papel que sostenían sus manos temblorosas, tal como le había pedido su esposo. Su hija, tras leerla, sollozante, la abrazó. Y en la inmensa ternura conque lo hizo, su madre tuvo la convicción de que ella, por lo menos, no permitiría que terminase, como su difunto marido tanto temía, en un asilo de ancianos.
(Copyright Andrés Fornells)