LOS CALCETINES DE LA BUENA SUERTE (MICRORRELATO)

Es del dominio público que muchos deportistas de élite son extremadamente supersticiosos. Que muchos de ellos creen, de un modo ciego, absoluto, que ciertas cosas consideradas insignificantes por otras personas son para ellos de una importancia su-prema, capital.
John Plustomeito era un afamado jugador de golf. Con cierta frecuencia ganaba torneos en los que tomaba parte y, cuando no se alzaba con el triunfo quedaba clasificado entre los primeros.
John Plustomeito estaba casado con una mejicana llamada Juanita Perales, una mujer bellísima e inteligente que era directora de un exitoso laboratorio de cosmética. Ella se ocupaba, habitualmente, de preparar a su golfista esposo el equipaje cada vez que él salía de viaje para tomar parte en un torneo de golf.
Un mes de abril, John Plustomeito se presentó en Toronto donde iba a tener lugar el más importante campeonato de golf de aquel año. En este campeonato iban a tomar parte los mejores jugadores del mundo, ansiosos por ganar el substancioso premio económico en juego y, además, el extraordinario prestigio que lo acompañaba.
Llegado a la habitación del lujoso hotel donde se hospedaría durante varios días, John Plustomeito descubrió, al deshacer su equipaje, que su mujer había olvidado po-nerle, entre las prendas que precisaba, sus calcetines de la buena suerte, sin los cuales jamás había querido jugar porque con otros calcetines sus actuaciones resultaban catastróficas.
Indignadísimo llamó a su esposa y le exigió con muy malos modos que alquilase un avión privado y se los trajese sin falta. Juanita Perales poseía un notable amor pro-pio. Le recriminó que le hubiese levantado la voz y le advirtió, a pesar de haberle él pedido perdón por haberse excedido en su enfado, que ella no volvería a darle otra oportunidad de poder ofenderla.
Horas más tarde Juanita Perales descendió del avión alquilado, tomó un taxi y se presentó en el hotel donde se hospedaba su marido. Él la saludó cariñoso, trató de besarla, ella se lo impidió de un firme empujón, colocó encima de la mesita de noche unos papeles y le ordenó tajante al tiempo que le entregaba un bolígrafo:
—Firma ahí donde veas que hay una crucecita.
—¿Qué es esto? —quiso saber él, perplejo.
—Nuestro divorcio.
—Pero yo no quiero divorciarte de ti. Yo te quiero, Juanita. Yo te quiero muchísi-mo.
—Me importa un pepino que me quieras o no. Me has gritado, me has faltado al respeto y eso no se lo consiento yo a nadie. ¡Pero a nadie!
—Yo no quiero firmar —se resistió él.
—Firma o tiro tus famosos calcetines de mierda dentro del inodoro y los perderás para siempre.
John Plustomeito lo dudó un solo instante. Reflexionó. Él podía renunciar a algunas cosas que apreciaba, pero a perder sus calcetines de la buena suerte nunca.
—Firmaré y luego, tranquilamente arreglaremos este pequeño problema surgido entre nosotros —decidió.
Cuando hubo puesta su rúbrica en todos aquellos documentos, Juanica comprobó que todo estaba de acuerdo con su propósito, dejo caer encima de la cama los calcetines que tan importantes era para su marido, y haciendo oídos sordos a las súplicas su-yas de que se quedase con él, abandonó la estancia dando un violento portazo.
Cinco años más tarde, John Plustomeito continuaba pidiendo a su exmujer que regresase con él, que la echaba desesperadamente de menos, que le daría sus calcetines de la buena suerte para que los quemase en castigo por haber éstos sido la causa de la rotura de un matrimonio que a él lo hacía inmensamente feliz.
La respuesta de ella seguía siendo la misma todo el tiempo: No quería saber nada de él, pues era inmensamente feliz con Pedro Palotieso, un boxeador que la amaba con locura, tanto con calcetines puestos como con los pies desnudos, y se peleaba con cuantos dudaban de que ella era merecedora de ganar un premio Nobel de química.

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