SE LE LLENÓ EL DORMITORIO DE OLOR A NARDOS (MICRORRELATO)

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Una anciana, con pasitos cortos y arrastrando sus cansados pies, se coloca delante del vetusto espejo de un armario antiguo y desvencijado. En el plateado azogue, que picoteó el inmisericorde transcurrir de muchos años, se mira fijamente y retrocede en el tiempo. Y en ese retroceso se ve junto a su añorado esposo (fallecido el invierno anterior). Son jóvenes y llevan ambos puestas, todavía, sus tradicionales ropas de recién casados.
—Aquí estamos reflejados tú y yo, mi amor —evoca, escucha le dijo él entonces manteniéndola tiernamente abrazada por la cintura—: Inmortalicemos esta imagen. Quedémonos para siempre aquí presentes, juntos, el resto de nuestra vida.
Y la buena mujer, cargada de años, de arrugas y de achaques, puede verse ella y su llorado marido tal como se vieron en su noche de bodas.
—Ya no tardaré mucho, mi amor, en reunirme contigo — murmura con un hilo de voz—. Ten un poco más de paciencia.
Aun flota en el aire el eco de sus sentidas palabras cuando invade la estancia un fuerte olor a nardos, la flor preferida de ella, flor que con frecuencia la obsequió el hombre que tanto la había amado y con el que anhela reunirse muy pronto.

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