DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO II PÁGINAS 29 Y 30)-ACTUALIDAD-

las rodillas—. Necesito que encuentre para mí a esta hermosísima muchacha. Le pagaré bien por ello.
En la parte inferior de la impresión ponía: Materiales de fontanería Parquiteca.
—Caballero, haré lo imposible por encontrarla. ¿Puedo saber más cosas sobre ella? —le pedí.
—Verá, hace tres días llevé uno de mis coches, un Rolls-Royce plateado, a un garaje para que le repararan un mal funcionamiento en las luces. Iba a marcharme de allí cuando me fijé en la fotografía de esta maravillosa joven colgada de la pared. Y me sucedió lo más extraordinaria que me ha sucedido jamás. Sentí, viéndola, como si dentro de mi pecho, en vez del corazón de siempre, tuviera un tarrito de miel derramando su contenido. No se le ocurra reírse de mí porque lo lamentará —amenazó al advertir el asombro que su cursilería me había provocado.
—Jamás me río de nadie —me apresuré a afirmar—. Lo que le ocurrió a usted se llama, desde tiempo inmemorial: un fulminante flechazo. No es nada nuevo.
—En efecto —sus ojos lechuzos escrutándome con un brillo peligroso.
—Supongo que usted ha llamado a Materiales de fontanería Parquiteca por si podían ponerle en contacto con ella —tirando de lógica.
—Cierto. Llamé y me dijeron que habían comprado, para regalar a sus clientes, un determinado número de estos calendarios a Gráficas Solpocho.
—Y usted habrá llamado también a Gráficas Solpocho, imagino.
—Claro. Pero resulta que las fotos las compraron a un fotógrafo desconocido y no se preocuparon, los muy imbéciles, de preguntarle su nombre o su dirección. Así que quiero que usted se encargue de localizar a ese fotógrafo y averiguar por medio de él dónde puedo encontrar a esta divina criatura a la que propondré matrimonio. Poseo una saneada fortuna, algo que la mayoría de las mujeres encuentran mucho más atractivo que mi físico que, yo mismo reconozco, no es ninguna cosa del otro jueves —magnánimo a más no poder con su persona.
—Acepto su encargo, y pondré todo mi empeñó en encontrar a su futura esposa. ¿Puedo saber cómo se llama usted?
—¿Es necesario que se lo diga? —dubitativo, desconfiado.
—Preferiría, cuando necesite hablar con usted, llamarle por su nombre y no llamarle míster X. Esto último me parecería una absoluta falta de respeto —astuto.
Se lo pensó durante un buen puñado de segundos. Me tasó con mirada despectiva y finalmente con evidente contrariedad dijo:
—Me llamo Rufino Canales.
El nombre lo asocié al instante con la famosa empresa de electrodomésticos Canales, que la televisión publicita con agobiante machaconería durante las pausas de los programas de máxima audiencia y que venden la mayoría de tiendas de la especialidad y grandes superficies comercia-les. Consideré conveniente no preguntárselo, pero tuve el propósito de averiguarlo en cuanto se marcharan él y los dos gorilas que lo escoltaban.

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