UNA MUJER INFIEL Y UN HOMBRE AFORTUNADO (RELATO)

           Petronio Gálvez era dueño de un pequeño almacén de venta de fruta al por mayor. Tenía dos empleados, pero el trabajo más duro solía realizarlo él. Dos veces por semana cogía su camión y realizaba con él largos viajes para comprar fruta y verduras a las empresas agrícolas que mejores precios y mejor calidad le ofrecían. Su negocio lo mantenía cerrado los sábados por la tarde y todos los domingos, para dar descanso al personal y tenerlo él también.

          Petronio estaba casado con Rafi Almagro, una mujer regordeta, de movimientos voluptuosos, mirada provocadora y sonrisa generosa. Ambos tenían treinta y cinco años, y llevaban diez de casados. No tenían descendencia porque a ninguno de los dos les gustaban los niños y por lo tanto no los echaban de menos; a él le llenaba la vida su trabajo, y ella sabía llenar su ocio con entretenimientos muy de su agrado.

          Un sábado por la noche, Petronio regresó a su casa bastante cansado. Había realizado, en el mismo día un viaje para adquirir genero para su negocio 1.400 kilómetros entre ida y vuelta. Sonreía de vez en cuando. Tenía poderosas razones para sentirse muy feliz. No encontró extraño que no hubiera luz en la vivienda ni tampoco que su mujer no estuviera, pues a menudo ella iba al cine, divertimento del que era adicta hasta el punto de ver tres y hasta cuatro películas por semana.

           Después de haberse tomado un vaso de leche con dos madalenas, lo único que a Petronio le apetecía en aquel momento, decidió acosarse. Nada más entrar en el dormitorio reparó en que encima de la almohada de la cama no había ninguno de los caprichosos y caros négligés que solía ponerse su mujer. <<Querrá sorprenderme con algún otro nuevo, fue la conjetura que vino a su mente. Sorpresa grande la que yo le daré a ella el lunes. Alucinará>>. Encendió la lámpara de la mesita de noche y entonces reparó en la cuartilla que estaba medio pillada debajo de su pie circular. La cogió y comenzó a leer lo que Rafi había escrito en ella y, a medida que avanzaba en su lectura su asombro fue creciendo hasta el paroxismo. Su mujer le comunicaba que se había marchado con Julián, su mejor amigo, a vivir con él a otra ciudad. Que estaba locamente enamorada de Julián porque era un hombre cariñoso que le demostraba admiración continuamente (mientras que él jamás lo hacía). Que ella se había cansado de cocinarle durante diez años sus comidas favoritas, sin recibir nunca elogios por su parte. Que él carecía de sensibilidad pues nunca comentaba nada agradable sobre sus peinados, su corte de pelo, los preciosos négligés que ella se compraba para excitarle, y que él demostraba más interés por el equipo de futbol de sus amores, que por ella. Y ganas de hacerla el amor no pasaban de una vez a la semana y más como obligación que por verdadero cariño. Y por toda esta serie de crueldades lo abandonaba. Y se despedía tachándolo de  egoísta, desconsiderado y mal marido.

         Petronio, atónito a más no poder, sintió que la hoja se le caía de la mano, y no hizo nada por recogerla. Esta inesperada decisión de su consorte lo entristeció y dolió profundamente. Diez años de convivencia no son fáciles de borrar de un plumazo. Se sumió en honda reflexión y acabó pasando de la aflicción a la ira. Nunca había sido un hombre vengativo, pero ahora sí sentía poderosos deseos de venganza.

         Al día siguiente, domingo, fue a comer a un restaurante. Se encontraba extraño con la libertad tan inesperadamente conseguida. Tendría que rehacer por completo su vida. Si Rafi le pedía el divorcio, estaba tan furioso que se lo concedería de inmediato. Surgiría, estaba seguro, por lo interesada que ella era, el problema de los gananciales. La casa ella no podría tocarla, porque había sido de los padres de él y por herencia le había tocado a su generosa hermana Lucía que los dejaba vivir allí gratis. Decidió esperar al lunes, a que Lucía volviera del pueblo de su marido, a donde le habían dicho que irían el fin de semana, para comunicarle la traición de su esposa. Lucía seguramente se alegría de que lo hubiera dejado. Ella y su mujer nunca habían congeniado mucho.

           El lunes por la mañana, Petronio se hallaba en su pequeño despacho del almacén, cuando un proveedor lo llamó por teléfono pidiéndole explicaciones sobre un cheque suyo que la entidad bancaria no había querido abonarle por falta de fondos.

       —Oye, eso es imposible. Tranquilo, hombre. En ese banco tengo una considerable suma de dinero que mantengo allí para cumplir todos mis pagos. Voy a llamar al director, aclararé este asunto y luego te llamo.

       Petronio tuvo que aguardar algunos minutos para que el máximo responsable de la entidad bancaria pudiera atenderle, y se llevó otra sorpresa penosa más, al comunicarle aquél:

        —En caja no han abonado ese cheque porque en la cuenta no tienes un céntimo. Parece que andas mal de memoria. El viernes pasado, tu mujer vino a recogerlo todo, y lógicamente como tenéis la cuenta a medias, no tuvimos inconveniente en dárselo. ¿Sigues ahí? —desconcertado el banquero porque el almacenista se había quedado mudo, el corazón anegado por una oleada de rabia.
       —Ahora mismo vengo a verte —decidió Petronio cuando recobró el habla.

         Arreglado el asunto con el banco, Petronio llamó por teléfono a una agencia de detectives y quedó con llevarles por la tarde fotografías y todos los detalles que pudieran servirles para dar con su infiel mujer y su traidor amigo.

         El investigador privado tardo tres días en localizar a la esposa adultera y a su acompañante.

        —Estupendo. Magnífico trabajo el que han realizado. Felicidades. Dentro de un rato pasaré por su agencia y les daré una carta para que se la entreguen a la infiel de mi mujer.
         En la carta que por encargo de Petronio, el detective puso en manos de Rafi ponía lo siguiente:
        “Hola, infiel. Hemos vivido diez años juntos y ciertamente has cocinado mis platos favoritos, consiguiendo con ellos estropearme el estómago y el paladar, pues cuando no los dejabas horriblemente sosos, los dejabas salados como las salmueras. Me has acusado de mi afición al futbol, y en muy buena parte ha sido culpa tuya esta inclinación mía porque me aburrían mortalmente tus constantes quejas, malhumor, y eso que en tus continuadas visitas a las boutiques se iban todas las ganancias que generaba mi modesta empresa. Y no creas que no lamento que no funcionase mejor nuestro matrimonio, porque yo me casé muy enamorado de ti. También me fijé en que te cortaste el pelo, tan corto que parecías un hombre y a mí siempre me han gustado las mujeres con largas melenas. Y tú lo sabías. En cuanto a tus négligés nunca dije nada sobre ellos porque costaban una fortuna y, con lo gorda que estás, perdona que te lo diga, pero te lucían poco. Pero no voy a echarte reproches. Porque no sirven de nada. Que te aproveche mi traidor amigo. Y espero que tengas tanta suerte en la vida como yo, que la semana pasada he ganado en el Euromillón trece millones de euros y que te habría revelado esta buenísima noticia el lunes mostrándote dos billetes para que tú y yo hiciéramos un viaje alrededor del mundo. El viaje lo haré solo y quizás la suerte me depare que encuentre una mujer mejor que tú. Y finalmente he hablado con mi abogado, quién me ha dicho que con la carta que me escribiste ya puedes dar todos los pasos que quieras que no vas a ver un céntimo de la fortuna que ha caído en mis mano. Hasta nunca, ingrata”.