AL BORDE DEL ASESINATO (RELATO NEGRO)
Es bastante frecuente que yernos y nueras no se lleven bien con sus suegros o con sus suegras. Con la suegra mía yo me llevaba a matar. Tal como suena. La culpa de que fuera así, la tenía ella, naturalmente.
La tenía ella porque me encontraba todos los defectos del mundo y ninguna cualidad. Y no sólo me encontraba defectos, sino que se los repetía a mi mujer mil veces al día:
—A tu marido le huelen muy mal los pies. Tu marido se peina con la raya a la derecha como los fachas. Tu marido tiene un ojo de un color y el otro de un color distinto. Tu marido no te entrega la nómina completa, pues se queda un buen pellizco para sus vicios: el tabaco, jugar al futbolín y jugar a la lotería…
Lógicamente, esta desafección suya hacia mi persona motivó que a mi suegra yo la quisiera menos que a una rebaja de salario, un puñado de piedras en los riñones y quedarme calvo.
Un día, decidí llevar a cabo lo que llevaba planeando durante años: acabar con ella, sacarla fuera de mi vida para siempre jamás, de un modo trágico y definitivo.
Y una mañana gris, lúgubre, oscura como mis intenciones, fui a una de esas tiendas que venden bichos exóticos y compré un escorpión de una especie tan venenosa que los llaman “dos minutos”, por el tiempo que tarda en diñarla la persona que ese insecto asesino le inocula su veneno.
Llegué a casa con el escorpión metido dentro de una cajita y la intención de soltárselo en la cama a mi suegra cuando llegada la noche ella se acostara y con sus ronquidos de trompeta me descubriera que se hallaba completamente dormida.
Quedé frustrado. En cuanto abrí la puerta de mi casa mi mujer se echó en mis brazos llorando como una magdalena y, entre sentidos, sonoros y desconsolados sollozos me anunció que su madre acababa de expirar a consecuencias de un infarto fulminante que no la dio tiempo ni a decir: “Jesús”.
Sentí una oleada de infinito agradecimiento hacia la difunta y dije, conmovido:
—Tu madre es una santa.
—Qué feliz me hace que lo reconozcas, cariño. Yo pensaba que no le tenías aprecio —expuso sincera, la hembra de mis amores, entre un hipido y otro hipido.
—Pues estabas muy equivocada. Le tengo un gran aprecio. Descomunal aprecio
Decía verdad, pues aquella mujer, muriéndose por su cuenta, me había librado de convertirme en un asesino. Me entró la risa loca y mi mujer, creyendo que lo mío eran sollozos de corazón partido de dolor, reconoció:
—Por como sientes su muerte, muy ciertamente querías mucho a mi madre. Creo que tanto como yo.
Y yo pensé, para mis adentros: “Realmente la vida es una comedia”. Y me sequé los ojos llorosos en la manga de la blusa de mi compungida consorte, porque me pareció más cómodo que secarlas en una manga de mi elegante camisa de lino. Gracias a este invento llamado lavadora, uno ensucia prendas hasta abusivamente. Sí, me pongo rímel en las pestañas, ¿pasa algo? No soy el único. La coquetería masculina está en auge de nuevo. Había caído en el injusto desuso desde los tiempos de los faraones.
* * *
La velación y el entierro de mi suegra fue la mejor obra teatral a la que he asistido y tomado parte activa, más extraordinaria jamás conocida por mí. La gente decía extraordinarias maravillas de mi difunta suegra. Pues le atribuían las más excelentes virtudes y cualidades que ser humano alguno puede poseer. En boca de la gente que acudió a la velada del cadáver y más tarde al sepelio, no había existido ni existiría nunca una mujer que atesorara más méritos humanos y espirituales que ella.
Y como el buen Dios lo organizó tan bien que ni alegrías ni penas tienen duración eterna, cuando llegó la noche de ese agotador e interminable día del sepelio, mi mujer y yo nos acostamos. Un filósofo al que admiro mucho, pero cuyo nombre, desafortunadamente no recuerdo en este momento, solía decir: <<Cuando presenciamos la muerte es cuando más ganas de vivir nos entran>>.
A mi mujer, una vez nos dejaron solos y pudimos irnos los dos a la cama, le entraron ganas de ser cariñosa conmigo, y yo que las ganas de ser cariñoso con ella las tengo siempre, la secundé. Total, que hicimos el amor y, como soy persona que en algunas cosas, cuando me esfuerzo lo suficiente, alcanzo la perfección, la dejé muy satisfecha y felizmente dormida. Entonces fui a donde tenía mi maletín. Saqué la cajita donde estaba encerrado al escorpión asesino. Encendí un fogón de la cocina de butano, lo cogí con unas pinzas y lo asé. Por la forma en que se retorcía, tengo por cierto que no le gustó aquel tratamiento calorífico. Peor para él.
Recordando un viaje a China en el que comí varios tipos de bichos, entre ellos escorpiones, estuve a punto de comérmelo, pero por si incluso asado su veneno fuese efectivo lo tiré al cubo de la basura y lo cubrí con las pieles de una naranja que me comí.
Cuando me acosté al lado de mi esposa la escuché murmurar medio dormida:
—Baja del naranjo, cariño y ámame de nuevo.
Para fastidiar a los envidiosos y a los cotillas dejaré sin contar si complací su petición o no.
(Copyright Andrés Fornells)