ACROBATAS DE CIRCO (MICRORRELATOS)
Según me han contado, mis siempre preocupados padres, mi pasión por la acrobacia comenzó cuando yo apenas sumaba un año, pues andando todavía a gatas me detenía de vez en cuando para realizar equilibrios apoyando la cabecita en el suelo y elevando en el aire mis piernecitas.
Fui creciendo, sumando calendarios a mi existencia y demostrando mi pasión por el equilibrio, leyendo un libro colocado sobre el suelo y haciendo con mi cuerpo el pino. A todo el mundo, incluidos mis preocupados padres, yo les aseguraba que, cuando me fuese posible, trabajaría de equilibrista en un circo.
Para contentar a esas dos buenísimas personas que me habían regalado el preciado don de la vida, me esforcé en estudiar. Asistí al colegio, al intitulo y, finalmente, a la universidad dnde terminé la carrera de ingeniero químico.
Y entonces, a mis padres que habían pasado de siempre preocupados a transitoriamente ilusionados, les entregué mi título bellamente enmarcado y les dije:
—Aquí tenéis lo que tanto deseabais lograse yo. Y ahora ha llegado para mí el momento de ser lo que he deseado, prácticamente desde mi nacimiento, y me marcho a trabajar en un circo.
Ellos, mis entonces sufridos padres, emplearon todas sus fuerzas de persuasión en disuadirme, en convencerme de que cometía una locura tirando por la borda el resultado de todos mis años de estudio. Inútil fue cuanto dijeron, suplicaron y lloraron. Mi decisión era de las inquebrantables.
Entré a formar parte del elenco de un famoso circo italiano. Destaqué enseguida. Fui el primer artista en hacer el pino apoyando en el suelo únicamente del dedo índice, en bajar escaleras con una sola mano y el resto del cuerpo en el aire, y en balancearme sobre un trapecio en movimiento apoyando en él únicamente la cabeza, sin red y a más de diez metros de altura. Con todo ello coseché un extraordinario éxito. Los mejores circos del mundo querían contratarme. Ganaba un sueldo impresionante.
Pero un maldito día, un individuo detestable, falto de escrúpulos, codicioso a más no poder, que para medrar económicamente no le importaba explotar a los cándidos, indefensos animales, apareció en el circo con un elefante que, a pesar de lo torpe y gordo que estaba, hacía casi lo mismo que yo.
Imagínense el asombro y el éxito que consiguió. Las empresas circenses que antes me habían contratado, lo contrataron a él y a su sumiso, estúpido animal que, por un puñado de ramas y hojas marchitas trabajaba todos los días de la semana, tres sesiones diarias sin exigir derechos laborables, ni sueldo, ni seguro de riesgo, ni se ponía enfermo nunca.
Lógicamente, como me resultaba imprescindible comer todos los días, pues no se subsistir de ninguna otra manera que alimentándome, guardé mis escrúpulos en el armario de los trastos inútiles, y ahora estoy entrenando a una tortura gigante, a dar saltos mortales y a hacer el pino con una sola garra encima de un palito de chupa-chups colocado en posición vertical. Cuando la tenga perfectamente entrenada a mi obediente tortuga conseguiré arruinarle el número a ese maldito tipo del elefante, que arruinó mi brillante carrera circense.
Dicen los resignados, medrosos y timoratos, que la venganza es un sentimiento innoble, ruin, barriobajero, pero yo, ejecutando la venganza mía, gozaré de un placer extremo.