ACIERTOS DEL DESTINO (RELATO)

ACIERTOS DEL DESTINO  (RELATO)

ACIERTOS DEL DESTINO

(Copyright Andrés Fornells)

La ciudad tenía un parque. Era por la mañana, una mañana primaveral. En el cielo unas pocas nubes disfrazadas de algodón coqueteaban con el sonriente sol. Por hallarse este lugar algo alejado del infernal tráfico, el aire estaba aquí menos contaminado.  Los pulmones de los numerosos paseantes que allí había se mostraban agradecidos. Las flores sembradas en los parterres se divertían, generosas, regalándole a ese aire contaminado sus perfumes. Los muchos árboles allí existentes tenían hojas que esperaban soplase un poco de viento para ponerse a bailar.

El destino se levantó juguetón esa mañana y se fijó en una pareja de adolescentes. El chico se llamaba Rosendo Constancia, y la chica Alfonsina Melenas. Había entre ambos una coincidencia educativa: asistían al mismo instituto.

El destino organizó que sin haberlo planeado ellos, coincidieran en la heladería que existía allí en el parque. Ella había entrado primero y pedido a la dependienta con uniforme blanco y estereotipada sonrisa, un helado de turrón con vainilla. Se lo estaba preparando ella cuando entró Rosendo.

A Rosendo, en cuanto vio a Alfonsina se le alegró el corazón, y saludo:

—Hola, Alfonsina, buenos días.

Ella le igualó la falta de originalidad y el contento en el órgano bombeador:

—Hola, Rosendo, buenos días.

La dependienta entregó a la muchacha el helado que le había pedido repitió la misma sonrisa de antes, pero dedicada a Rosendo que le pidió a su vez:

—Un helado de turrón con vainilla, por favor.

Alfonsina esperó a que se lo sirvieran, y una vez lo hubo recibido y pagado él, salieron juntos demostrando lo que ambos sabían hacerle, con la lengua, a las delicias heladas que sostenían en su mano.

—Si nos sentamos en un banco, el helado nos sentará mejor —propuso él, que vestía una camiseta con leones estampados, unos vaqueros rotos y unos mocasines color avellana.

—Estoy totalmente de acuerdo con lo que acabas de proponer —respondió ella que llevaba puesta una blusita muy mona, de color rosa, una falda verde manzana y unos zapatitos blancos modelo Cenicienta.

Encontraron un banco vacío y lo ocuparon. Durante varios minutos se ocuparon únicamente de irle quitando volumen al helado hasta que consiguieron quitárselo todo traspasándolo al interior de su estómago.

Entonces se miraron y en sus ojos apareció un brillo que los dejó atónitos a ambos. Ella fue la primera en reaccionar y decir con sincero alago a su acompañante:

—Rosendo, acabo de darme cuenta de que tienes unos ojos preciosos. mirándolos pienso inmediatamente en el mar.

—Alfonsina, tienes unos ojos bellísimos, viéndolos pienso inmediatamente en un panal lleno de rica miel.

Los dos se mostraron muy complacidos con lo acabado de decir.

—Rosendo, ¿Qué sabes tú sobre el amor? —investigadora ella.

—Alfonsina, la verdad es que sé muy poco —con franqueza él.

Siguió un silencio en el que ambos aprovecharon para encender sus mejillas con rubor y mirarse las puntas de los zapatos —limpias las de ella, bastante sucias las de él.

—Alfonsina, leí una vez en un libro que una persona descubre que está enamorada de otra porque de pronto se aloja en su corazón una orquesta con muchos violines.

—Rosendo, ¿se ha alojado alguna vez una orquesta de ese tipo en el corazón tuyo?  

Él la miró con tanta intensidad, que al sentir ella esa mirada se volvió a mirarlo a él del mismo modo y los dos compartieron un sorprendente descubrimiento.

—Alfonsina, esa orquesta la tengo dentro de mi nada más nos sentamos juntos en este banco. ¿Te ha ocurrido a ti algo parecido?

—Sí —entusiasmándose ella—, me ha ocurrido exactamente lo mismo. Estoy sintiendo esos violines dentro de mí y es precioso lo que tocan.

Rosendo avanzó sus dos anhelantes manos hacia las manos de ella, que no menos anhelantes le salieron al encuentro. Esas manos se juntaron y los corazones de los dos interpretaron la misma exultante, divina melodía.

El destino, considerando que ya había hecho bastante por ellos se alejó, para detenerse un momento en otro banco donde había dos entrañables ancianos, con los que él había jugado cincuenta años atrás, y el destino pensó observándolos: <<Estos dos me han demostrado, a través del inexorable ejecutor, don Tiempo, que acerté plenamente al juntarlos>>.

Se alejó el destino, los dos viejos cambiaron una amorosa sonrisa con sus dentaduras protésicas y recordaron la original declaración de amor que él le hizo a ella: escribir tres mil veces, en una libreta de anillas, la frase: te amo, y te amaré hasta el fin de mis días.

—“¿Es verdad eso que has escrito? —le preguntó ella mirándolo encandilada.

—“Tan cierto como que nos moriríamos si ahora nos quitasen el aire que respiramos.

Los dos ancianos vieron pasar por delante de ellos a los dos adolescentes, cogidos de la mano y mirándose de un modo hipnótico, como si estuviesen viendo el uno en el otro lo más hermoso que existía en el mundo.

Las dos parejas, escuchándolos, tuvieron el convencimiento de que los pájaros que revoloteaban entre las ramas de los árboles cercanos les estaban cantando a ellos una canción de amor.

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