A LAS ASESINAS LES GUSTAN LAS PISTOLAS (RELATO NEGRO)

A LAS ASESINAS LES GUSTAN LAS PISTOLAS (RELATO NEGRO)

 Yo sospechaba que ella podía ser la asesina que estábamos buscando. Pero estaba muy buena y, cuando me ofreció disfrutar del paraíso de sus voluptuosas carnes si la acompañaba a la villa vacía donde en el estío veraneaba con su familia, la seguí tan estúpidamente como la oveja ignorante marcha al matadero. Una vez llegados ambos al aislado y bonito chalé, antes de que yo pudiera meterle mano, ella sacó de su bolso una pistola tan negra como la conciencia de un tirano y me anunció:

—Sé que me has descubierto, policía de mierda. Te quedan diez segundos para una última palabra, o plegaria si eres creyente.

Asumí al instante que la única posibilidad de salvar mi pellejo, dependía de una rapidísima reacción por parte mía que la cogiera por sorpresa.

—¡No me queda nada! –grité y de un salto felino me lancé sobre ella con la intención de desarmarla.

No fui lo bastante rápido. Oí un disparo seco y sentí inmediatamente la quemazón de la bala penetrar en un costado de mi pecho. El dolor no fue muy intenso los primeros segundos, y me permitió apresar con mi mano la muñeca de la mano con que ella empuñaba el arma que acababa de dispararme. La ira me dio fuerzas para retorcérsela y conseguir que la soltara. La pistola cayó fuera de su alcance y del mío.

Su rostro bello, distorsionado por el odio, se veía horrible en aquel momento. Me soltó una patada salvaje. Un apresurado, instintivo giro de mi cuerpo, evitó que me impactara en la entrepierna, pero sí consiguió darme en la rodilla la punta de su zapato arrancándome un alarido de dolor. Caímos al suelo a consecuencias del feroz empujón que yo le había dado.

Ella se llevó la peor parte en la caída, pues se golpeó la cabeza violentamente contra el pavimento que rodeaba la piscina, en cuya proximidad nos hallábamos. A su cráneo le sentó mal aquel golpe, pues soltando un gemido de dolor perdió el conocimiento. Ella había quedado tendida de espaldas con la falda subida hasta las ingles. La maldita pécora, hasta inconsciente intentaba seducirme.

Mientras con una mano intentaba taponar mi herida por la que estaba manado sangre, con la otra mano cogí la pistola, humeante todavía, y la arrojé al agua. Para entonces mi herida me causaba un dolor tan fuerte que aullé como un perro con las pelotas atrapadas en un cepo. Sentí mareo y una debilidad aumentando por momentos. Gimiendo de dolor conseguí desgarrar parte de mi camisa y apretarla con fuerza contra la herida.

Yo era ya plenamente consciente de que si perdía el conocimiento me desangraría en aquel maldito chalé solitario donde nadie podía prestarme ayuda.

El taponamiento no era bueno. Yo continuaba perdiendo sangre. Mis fuerzas mermaban por momentos. La vista se me enturbiaba. Me arrastré hasta donde tenía mi chaqueta. Saqué del bolsillo el móvil y marqué el teléfono del comisario Alvarado. ¡Bendito fuera mi ángel de la guarda, por permitir que el veterano policía me contestase enseguida!

Entrecortadamente, lo más conciso que supe, le comuniqué primero la apurada situación en que me hallaba, y después que había descubierto que a Carlos Pérez lo había asesinado Tamara, su propia hija, vengando así las continuas violaciones que él la hacía sufrir desde la pubertad. Mi jefe debió notar que mi voz se convertía en titubeo.  Desesperándose me pidió:

—Muchacho, trata de contener esa maldita hemorragia. ¡No nos vayas a partir el corazón a tus padres, y a mí que te quiero como a un hijo! Voy a mandarte inmediatamente una ambulancia y yo mismo vengo cagando leches, con mi coche, a donde tú estás. ¡Ánimo! ¡Aguanta, chico! ¡Todos te queremos vivo!

Mi jefe, que difícilmente mostraba afecto a nadie, hubiera jurado que estaba a punto de llorar por mí.

¡Manda cojones la de gente buena que todavía queda en este puto y sucio mundo!

Se me empezaron a nublar los ojos. La herida apenas si me dolía ya. ¿Significaba esto que yo estaba dando las últimas bocanadas?

—Maldita sea…

Lejos, muy lejos de donde yo me encontraba creí percibir el sonido de una sirena. Me mordí un dedo pretendiendo que el dolor me mantuviese consciente.

La sirena sonaba cada vez más cerca. Me entraron dudas. Y si esto no era real y solo estuviese yo escuchando una creación sonora de mi esperanza…

(Copyright Andrés Fornells)