3.5 Advertencias finales de Amadeo

3.5 Advertencias finales de Amadeo
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Deshaciendo la maleta

Mientras caminábamos hacia el lugar donde Amadeo había estacionado su Cadillac, noté que varios vecinos nos observaban con curiosidad.

Todo lo que me estaba sucediendo desde mi llegada a aquel país me preocupaba y desasosegaba, temeroso de haber cometido un gran error viniendo.

—Amadeo, me temo que no seré feliz aquí —sincero con el hombre que me había contratado.

Él se mostró confiado, benevolente y hasta paternal.

—No te preocupes, Jano. Cuando te adaptes, te sentirás mejor en Cuba que en ninguna otra parte del mundo. El Coronel es un hombre de palabra. Mientras sigas las reglas, él te protegerá. Ya verás que no tendrás problemas. Y si cumples conmigo, yo te mimaré.

—¿A qué reglas te refieres?

Amadeo sonrió como si esta pregunta mía le divirtiera, y a continuación sentenció, adquiriendo inmediata seriedad:

—Chico, la regla principal es ser respetuoso con las instituciones y las leyes. Aquí, esas cosas son importantes. Y ahora, vete a tu nuevo hogar. Hoy te dejo descansar. Mañana a las ocho de la noche empezarás a tocar. Apréndete bien algunas melodías cubanas. En mi negocio tenemos clientes turistas de muchas partes del mundo, pero los fines de semana, que son los días que más caja hacemos y los porteros tienen más trabajo, acude, en masa, gente de aquí.

—¿De las ocho hasta qué hora? —pregunté, ya que no habíamos hablado de ello.

—Bueno, los días normales hasta las dos de la madrugada; pero los fines de semana lo alargamos un poco más. Tengo contentos a los azulejos y me dejan vivir tranquilo, aunque me salte algunas normas.

—¿Quiénes son los azulejos?

—Los que mandan en este país, mi asere. Los que mandan. Pero tú harás muy bien llamándoles siempre, respetuosamente, camaradas policías.

—¿Qué piano tienes? —Otro detalle que no se me había ocurrido preguntar.

—Un Chickering casi nuevo. Le cambiaron las cuerdas hace un par de años. Son muy buenos estos pianos ingleses, ¿verdad?

Empleando un tono irónico, le dije:

—No sabía que los norteamericanos hubiesen vendido su industria pianística a los ingleses.

—Hoy en día se vende todo.

Soltó una carcajada escandalosa. Esperé a que se le pasara el estallido jubiloso para exponerle con sarcasmo:

—Ciertamente, hoy en día se compra y se vende todo. Yo acabo de comprar la posibilidad de que no me roben ni me asalten. Espero que funcione.

—Funcionará. El que desafíe una advertencia del Coronel se va a cagar patas abajo. Y recuerda siempre llevar su chapa. Es tu salvaguarda.

—Lo haré —asentí, sintiendo una mezcla de determinación y miedo.

—Recuerda lo que te dije: tenemos muy poca delincuencia en Cuba, porque es verdad. Pero en todas partes encuentras a alguno que se descarrila. Antes de que se me olvide debo hacerte unas advertencias muy importantes, y debes tenerlas, por tu bien, siempre en cuenta. Nunca bebas agua del grifo. Bebe siempre agua embotellada y precintada. Tampoco comas en los puestos de comida de la calle o en lugares muy baratos y sucios. Tú no tienes el extraordinario estómago de los cubanos, que no enfermamos tan fácilmente como los yumas.

—¿Quiénes son los yumas?

—Los extranjeros —rio—. Tú eres un yuma. Te repito lo de antes porque es primordial no se te olvide nunca: procura no hablar de política con nadie y, menos aún, criticar al Gobierno o meterte con la policía. Estarías perdido. Aquí no existe la separación de poderes. Todos trabajan para el Gobierno, incluido el abogado que busques para defenderte si te metes en problemas. Otra cosa que notarás enseguida es que estamos un poco desabastecidos. Por eso te encontrarás, a veces, con que hay colas para comprar pan, llenar el tanque de gasolina y otras cosas. Faltan medicamentos, y por eso te pregunté, en su día, te los trajeras de tu país. Y por eso, siguiendo mis buenos consejos, te has traído calmantes y un pequeño botiquín.

—Te hice caso, aunque te dije que estoy más sano que una manzana.

—Cierto, estás campana, pero no te confíes. Ya no estamos en Europa. Hasta a las mejores manzanas le salen gusanos. Y otra cosa más que no debe alarmarte: que en las calles hay poca iluminación por la noche y, en ocasiones, no hay iluminación ninguna. La energía eléctrica tiene sus fallos. Nada ni nadie es perfecto.

Recibidas todas estas advertencias, de haber sido yo una persona sensata, habría reconsiderado mi decisión de venir a Cuba. Aunque, de haberlo hecho, no habría conocido al amor de mi vida, ni tampoco a la aventura más peligrosa de mi corta existencia.

—Gracias por toda tu información, jefe. Ahora me gustaría saber, ¿qué itinerario debo seguir para llegar a mi puesto de trabajo?

—Mañana a las siete te buscaré y te llevaré allí. Apréndete el camino porque, en adelante, tendrás que recorrerlo solo. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Amadeo se marchó con su ruidoso coche, y yo entré en mi mísera morada. Cerré la puerta, conecté el ruidoso, chirriante ventilador y encendí la luz, una triste bombilla colgada del techo por un delgado cable eléctrico. Me senté en la cama y recorrí con la mirada mi entorno. Me invadieron el desaliento, la angustia y la consternación. La diferencia entre la vida que me esperaba en La Habana y la que dejaba atrás en la moderna, próspera y opulenta París era abismal.

Solté un suspiro de angustia y decidí deshacer mi maleta. La abrí y comencé a sacar mis pertenencias. Las cuatro prendas de abrigo las colgué en unas perchas de alambre oxidado dentro del destartalado armario. Y en el primer cajón de una vieja cómoda de madera, sembrado de agujeritos hechos seguramente por las termitas, coloqué mis camisas, camisetas y ropa interior. El estuche con mis útiles de aseo personal lo coloqué en la parte que restaba de la repisa de un lavabo desportillado y con manchas oscuras.

Y finalmente saqué mi importante colección musical: dos carpetas llenas de, para mí, valiosísimas partituras que había comenzado a reunir nada más iniciar mis estudios de piano en el conservatorio. Entre ellas había dos que eran verdaderos tesoros: un minueto de Franz Schubert y un nocturno de Frederic Chopin. Tras admirarlas un momento, las guardé bajo la cama, encima de la maleta vacía ya.

Metido en una funda de piel tenía el cuchillo que me había regalado mi abuelo Cosme, siendo yo todavía un adolescente. Ese cuchillo yo lo había utilizado muchas veces durante la época en que practicaba senderismo. Un amigo de mi abuelo tuvo la amabilidad de grabar mi nombre y mi primer apellido con letras doradas, en su mango, haciéndolo un objeto único y muy importante para mí. Ese regalo tan útil me acompañó a todos los países a los que había ido, uno de los pocos recuerdos que guardaba de mi familia y de mi infancia.

Lo saqué de la funda y lo observé durante unos momentos. La pobre luz del techo le sacó destellos a su acerada hoja. Hasta entonces, este objeto solo había servido para pelar y cortar fruta, pero podría convertirse, si fuera necesario, en un arma de defensa.

No me apeteció ducharme con el agua cayendo directamente a chorro sobre mi cabeza. Tampoco me tentó salir de noche a comer algo, buscando un restaurante decente en aquel barrio siniestro. Tenía una bolsita con frutos secos y una botellita de agua comprados en el avión. Con esto me apañaría de momento. Comí y bebí aquello. Me sentía muy cansado. Habían sido muchas horas de vuelo las que había tenido.

Me desvestí hasta quedar en ropa interior, apagué la bombilla del techo y me dispuse a dormir. Tardé en conseguirlo, atormentado por todo lo vivido durante mi primer día en la isla que alguien bautizó con el bonito nombre de Perla de las Antillas. Traté de elevar mi ánimo decaído pensando en Eliette, recordando los excitantes y maravillosos momentos que habíamos vivido juntos. Seguro que la echaría muchísimo de menos.

(Nivel de Censura: Bajo)

Este es un fragmento de la novela Amanecer en el Paraíso de Shaikra