3.4 El Coronel

3.4 El Coronel
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El Coronel tallando la figura de un Cristo orador en madera

La persona que mi jefe había llamado el Coronel vivía en una calle paralela. Lo encontramos sentado en una silla a un lado de la puerta de una casa, en cuya entrada una cortina de canutillos evitaba el paso a los insectos.

El Coronel aparentaba tener unos sesenta años. Poseía abundante cabello blanco-azulado y una barba bien recortada. Vestía pantalones de camuflaje y una camiseta negra de tirantes. Conservaba buena forma física y estaba descalzo. Entre sus manos tenía un pedazo de madera blanda y un cuchillo con el que estaba tallando lo que me pareció un Cristo orante, con el pelo hasta los hombros, las manos unidas en el pecho y ropas largas.

A su lado derecho, en el suelo, tenía lo que luego yo sabría era su bastón de mando, un cayado lleno de nudos.

Sonrió a mi jefe y, mostrándole afecto, le dijo:

—¿Cómo estás, mi niño?

—Estoy como un pastel de boda, querido Coronel —respondió mi jefe con genuino afecto y respeto—. He venido a pedirte protección para el pianista nuevo que me traje para el club. Nació en la vieja España, pero lo encontré en la libertina Francia. Toca ese instrumento casi tan bien como si fuera cubano. ¿Qué te parece si te paga la cuota mínima para que le protejas y no le pase nada malo? No puedo pagarle mucho, lo sabes.

—¿Cómo te llamas, chico? —me preguntó con voz rasposa y ronca, clavados sus penetrantes ojos negros en mí. No eran amenazadores, pero me inquietaron.

—Jano.

—Ah, Jano —repitió, revelando una dentadura irregular con su sonrisa—. Tendrás suerte aquí. Con esa pinta que tienes, les gustarás a las Marías. Y hay muchas.

—Gracias —respondí, desconcertado por su afirmación.

A continuación, me dijo el precio en pesos que debería pagarle todos los meses para tenerme bajo su protección. Siendo yo poco conocedor de la moneda local, me pareció elevado. Incluso después de familiarizarme con la economía de la isla, el precio me siguió pareciendo alto. Pero entendí que, si quería mantener mi integridad física y monetaria, no tenía otra opción.

Le pagué con los pesos que Amadeo me había entregado a cambio de euros, y comencé a sospechar que mi benefactor me había engañado en más de un sentido.

El Coronel (de quien nunca sabría si había conseguido ese rango de forma oficial) pronunció un nombre:

—¡Omar!

Una mano poderosa apartó la cortina a un lado, dejando salir del interior de la casa a un hombre musculoso de estatura considerable. Sus hundidos ojos miraron al Coronel con una sumisión absoluta. El Coronel me señaló con los dedos de uñas largas y sucias de su mano derecha y le dictó el número y la calle donde yo vivía, añadiendo una orden:

—Cada último día del mes, ve a su casa para que te pague la cuota de protegido. Hazlo a partir de las doce del mediodía, no antes. Este yuma trabaja de noche, se acuesta de madrugá y necesita descansar. ¡Ah! Y dale una de nuestras chapas de protegido.

La mole humana me observó con sus ojos castaños, sin mostrar emoción alguna. Soltó un gruñido que interpreté como aceptación de la orden recibida. Sacó del bolsillo de unos pantalones cortos una chapa con un alfiler y me la entregó. Luego, giró sobre sus talones, apartó a un lado la cortina, y desapareció de nuestra vista.

Observé el objeto que me había entregado. Era redondo, llevaba impresa la cara del Coronel y, en letras mayúsculas, ponía: «ASERE DEL CORONEL».

—Te conviene ponerte en el pecho esa chapa protectora. Mientras la lleves, nadie te tocará un pelo —me aseguró Amadeo, con seriedad. Le hice caso al instante. Siempre que he podido, he estado de parte de la prudencia.

El Coronel nos dedicó una mueca que, siendo muy optimistas, podría interpretarse como una sonrisa, y dijo:

—Ño, ya te hice el favor que me pediste, mi niño. Llévate a tu músico, me está haciendo sombra.

Supuse que era una forma de reforzar con extraño humor su frase, pues en el lugar donde estábamos no daba el sol en aquel momento, especialmente porque la tarde se estaba convirtiendo en noche.

Le dijimos adiós y nos alejamos de él. Me sentí aliviado de que todo hubiese salido bien.

(Nivel de Censura: Bajo)

Este es un fragmento de la novela Amanecer en el Paraíso de Shaikra