3.3 Mi nueva vivienda

Finalmente, Amadeo me llevó a uno de los barrios más marginales de La Habana. Algunas aceras mostraban signos de deterioro, con basura y escombros, una imagen del estado del país, descorazonadora y deprimente. Algunos de los vehículos aparcados en aquella zona parecían reliquias de otra época lejana. Las personas que caminaban por allí estaban flacas y vestían ropas descoloridas y desgastadas. Al ver todo aquello, una pena honda me golpeó el corazón. «¡Pobre gente!»
Amadeo comenzó a frenar su vehículo y lo detuvo delante de la puerta de una vivienda unifamiliar, tan ruinosa como las demás que había en aquella calle llena de socavones. La puerta, que alguna vez había sido roja, mostraba ahora un desvaído color rosa, con un par de grietas que, en algún momento, debieron cerrar con masilla u otro material parecido.
—Ya hemos llegado, compay —dijo Amadeo, bajándose del coche y mostrando un contento tan inapropiado que me revolvió las tripas.
Miré aquella puerta, las paredes manchadas y desconchadas, y el hueco tapiado que alguna vez debió ser una ventana.
—¿Aquí es donde tengo que vivir? —pregunté, incrédulo, bajándome también.
—Sí, le encargué a un sobrino mío que pusiera una cerradura nueva para que tus cosas estén seguras. Aunque aquí en Cuba la delincuencia es baja. Infinitamente más baja que en otros muchos países —recalcó.
—No hay ventana —dije, señalando el hueco sellado con ladrillos.
—Eso lo arreglaremos. Estoy esperando me entreguen una ventana de aluminio que tengo pedida —aseguró Amadeo, con una tranquilidad que contrastaba con mi preocupación y abatimiento.
—Pero ahí dentro, sin ventana para que entre el aire, me asaré de calor.
—No, amigo, hay un ventilador muy bueno en el techo. Y funciona —me aclaró con satisfacción.
Viendo la mala catadura de algunos de los varones que circulaban por las aceras y fijaban en nosotros sus torvos ojos, le dije que aquel barrio me parecía peligroso.
—No cojas lucha, broder —riéndose—. Luego iremos a ver al Coronel, le pediremos protección, y en cuanto la obtengas, nadie te tocará ni un pelo.
Entramos en la vivienda, por darle algún nombre a aquel infecto cuchitril. Dentro, todo estaba junto, sin tabiques ni puertas que los separasen: una pequeña cocina que no habría querido ni una tienda de antigüedades, con cuatro cacharros ennegrecidos colgando de alcayatas clavadas en la pared descascarillada y con varias manchas de suciedad.
Una cortina con varios rotos remendados con gruesa cinta adhesiva ocultaba medio metro cuadrado de suelo y un tubo de hierro, sin alcachofa, que hacía las funciones de ducha. Un tabique muy delgado lo separaba del lavabo y el inodoro sin tapa. El depósito del agua, colocado a metro y medio de altura, se accionaba con un cordel haciendo la función de cadena.
El mobiliario se reducía a una cama de matrimonio con un cubrecama mugriento, un armario de madera desvencijado, una mesita de noche coja, dos sillas de anea con sus asientos de espadaña a medio romper y una pequeña mesa bailona.
Viendo todo aquello, el alma, entera, se me cayó a los pies.
—¡Dios mío, Amadeo! ¡Pero si esto es una pocilga! —exclamé desmoralizado.
—Bueno, chico, aquí muchas viviendas son así —con desarmante tranquilidad—. No somos un país capitalista. Los gobiernos norteamericanos han boicoteado nuestra economía, intentando arruinarnos y quitarnos la independencia, pero no lo han conseguido ni lo conseguirán. Somos un país libre y orgulloso de serlo. Por si ello te sirve de consuelo, yo mismo, que soy un hombre de negocios y tengo una empresa que funciona bien, no tengo una vivienda mucho mejor que ésta.
Su discurso me pareció exagerado y noté un tono de censura en sus palabras, como si reprobara mi descontento, propio de un mimado por la fortuna, de un tiquismiquis capitalista.
Comparado con las pensiones de los barrios bajos de París donde yo me había estado alojando durante mi estancia allí, este lugar era miseria extrema. Pero mi espíritu aventurero me animó a no rendirme tan pronto. Acababa de encontrar un desafío y no iba a huir inmediatamente de él como si yo fuese un pusilánime aristócrata.
—Amadeo, esto más que una vivienda es una chabola inhabitable. Y me preocupa la pinta de delincuentes de algunos de los sujetos que he visto por la calle. No me veo capaz de venir hasta aquí de madrugada después de tocar en tu sala de baile. Puedo ser atracado, o algo peor.
El tipo que se había convertido en mi jefe realizó un movimiento de cabeza interpretable como comprensivo.
—Tranquilo, amigo. Eso lo arreglaremos ahora —dijo, entregándome una llave—. Primero, toma la llave de la cerradura nueva. Y cierra cuando salgamos.
Para que no me tomase por más tonto de lo que él posiblemente ya me consideraba, dije después de dejar mi equipaje en el suelo:
—La cerradura es de segunda mano, o de alguna mano más.
—Sí, pero parece nueva, ¿cierto?
—Eso dices tú.
—Vamos, cierra y evita que a tu maleta le crezcan piernas y te abandone.
Sentido del humor no le faltaba.
—Amadeo, ¿te importaría esperar un momento en el coche? Quiero vaciar la vejiga.
—A dónde vamos a ir no necesitamos mi carro. Está aquí cerca. Te espero afuera.
Oriné y después me reuní con él, pensando en que lo primero que debía comprar era un aromatizante que combatiera la peste que salía del vetusto inodoro. Cerré y guardé la llave en el bolsillo de mis pantalones, que, en cuanto regresara, cambiaría por unos cortos, más apropiados para el calor que allí hacía.
(Nivel de Censura: Bajo)
Este es un fragmento de la novela Amanecer en el Paraíso de Shaikra
