3.1 El viaje en avión a Cuba

Imaginando el piano
En la fecha y hora acordadas, Amadeo y yo nos reunimos en el aeropuerto. Nos saludamos risueños, afables. Él vestía un traje marrón claro, menos arrugado, más limpio y de mejor calidad que el que llevaba la noche que nos conocimos en Le Vieux Bohème.
Facturamos nuestras maletas y pasamos a la puerta de embarque. Nos sentíamos un tanto extraños, dada la brevedad de la conversación que mantuvimos cuando él me ofreció un trabajo, y yo lo acepté.
Le hice un par de preguntas de cortesía. Si había disfrutado París, y si le habían gustado sus bellezas naturales e históricas.
—París es la ciudad más hermosa del mundo —afirmó convencido—. Y sus habitantes femeninas saben cómo hacer sentir bien a un hombre.
Soltó una carcajada escandalosa. Yo me limité a sonreír. Hervían dentro de mi mollera un montón de dudas. Caímos en un prolongado silencio. Encontramos dos asientos libres y los ocupamos. Él se puso a jugar al póquer en su móvil. Yo, en cambio, me sumergí en los recuerdos, repasando todo lo bueno y lo malo durante mi largo periodo vivido en la dinámica, esplendorosa, cosmopolita y también peligrosa capital de Francia. Sentía la inquietud inherente a lo nuevo, lo desconocido, lo imprevisible. ¿Me arrepentiría del paso que había decidido dar, o sería, quizás, todo lo contrario?
Anunciaron por los altavoces el embarque para La Habana. Amadeo y yo abandonamos nuestros asientos. Sacamos del bolsillo el pasaporte y la tarjeta de embarque.
—Tenemos más de diez horas de vuelo por delante —me recordó quien se había convertido en mi jefe.
—El que algo quiere, algo le cuesta —mostrándome animoso.
El avión que nos llevaría a la Perla de las Antillas era estándar, con filas de tres asientos a cada lado del largo y estrecho pasillo. En nuestra fila, el asiento pegado a la ventanilla lo ocupaba ya un joven árabe, cuyo rostro cansado revelaba agotamiento.
No nos miró cuando nos acomodamos en los asientos vecinos al suyo, y pasó todo el viaje durmiendo, con una masbaha en las manos, quizás pidiendo perdón a Alá por todos los preceptos que había desobedecido durante su estancia en el Occidente pecador.
Cuando el avión despegó, una inevitable angustia me invadió. Iba rumbo a lo desconocido, dejando atrás mi vida en París, mi relación con Eliette, la amabilidad de la vieja Madame Camille y el ambiente multicultural que tanto apreciaba. Cierto que, a partir de la detención de mis compañeros músicos de Nueva Orleans, mi vida artística había empeorado notoriamente. ¿Pero encontraría algo mejor en un país tan diferente como Cuba?
Durante el vuelo, intenté distraerme observando a los demás pasajeros. A un lado, Amadeo parecía relajado, probablemente más acostumbrado que yo a estos viajes tan largos. El joven árabe a mi otro lado dormía pacíficamente.
En la fila junto a nosotros, al otro lado del pasillo, podía ver sentada a una pareja joven. Ella era esbelta y poseía una melena rubia. Nuestras miradas se cruzaron brevemente. Esbocé una sonrisa. Ella frunció sus labios color chicle y me ignoró el resto del viaje. Su acompañante, un hombre también rubio, centraba toda su atención en una revista deportiva que, por lo escrito en su portada, reconocí era alemana. Ambos llevaban alianzas en sus manos.
Mientras Amadeo salía al baño por segunda vez, me sumergí de nuevo en mis pensamientos. ¿Qué encontraría en Cuba? Había visto algunos videos sobre este país, luego de haber aceptado el trabajo que me ofreció Amadeo. Sus reportajes me habían sembrado incertidumbre y preocupación: pobreza generalizada, opresión política, playas paradisíacas y un turismo diverso.
Para no alimentar pensamientos negativos, me dediqué a ver algo de cine norteamericano en la pantallita que tenía delante, en su idioma original para refrescar mi inglés. Después de probar varios largometrajes que dejé a la mitad, encontré un antiguo musical: El violinista en el tejado. La banda sonora, compuesta por Jerry Bock, uno de mis músicos estadounidenses favoritos, me transportó a otra época. Aunque este film lo había visto años atrás, esta vez lo disfruté teniendo yo una mayor madurez. La interpretación de los actores, especialmente la del personaje Tevye, me pareció excelente en comparación con muchas películas actuales de alto presupuesto.
Terminada la película, imaginé interpretar en un piano invisible If I were a rich man, y mis dedos pulsaban la parte alta de mis muslos y dentro de mi cabeza sonaba un piano solo existente en mi imaginación.
Pensamientos preocupantes no tardaron en capturarme de nuevo. ¿Cómo sería mi vida en Cuba? ¿Sería yo capaz de adaptarme a las dificultades económicas y a la falta de libertades que había oído existían en ese país comunista? Quizás, con el tiempo, podría encontrar un equilibrio entre la cultura local y mis propias expectativas. Sabía que tocaría en el club de Amadeo, pero ¿cómo sería la escena musical en Cuba? ¿Cómo serían mis colegas y el público? Tenía muchas preguntas sin respuesta, y mi nuevo patrón, por ser parte interesada, no era la persona más adecuada para contestarlas en el caso de yo hacérselas.
Amadeo regresó justo cuando por los altavoces anunciaban que en pocos minutos aterrizaríamos en el aeropuerto José Martí. Su rostro sudado, mofletudo y moreno reflejaba decepción.
—¿Qué te demoró tanto tiempo, si puede saberse? —pregunté, tuteándolo como habíamos acordado hacer desde el primer momento.
Él resopló, forzando una sonrisa.
—¡Nada! No salió como esperaba. Pensé que al menos podría divertirme un rato, pero…
Un nuevo mensaje por los altavoces nos interrumpió. Además de la advertencia sonora, apareció el anuncio luminoso avisando a los pasajeros de la necesidad de abrocharse los cinturones de seguridad. Nuestro vecino, el árabe, continuaba dormido. No me tomé la molestia de despertarlo, pero la azafata lo ayudó a ponerse el cinturón.
Nos acercábamos velozmente a la pista. Cerré mis manos con fuerza, como si esto pudiera protegerme de la siempre posible colisión.
El avión aterrizó con cierta brusquedad, pero sonaron muchos aplausos. Es una reacción generalizada por el alivio que supone a todos los viajeros tocar tierra firme de nuevo. El tipo sentado en la ventanilla, que se había vuelto a dormir, se despertó al chocar su cara con la parte trasera del asiento que tenía enfrente. No volví a mirarlo más. Se me contagió el ansia de los pasajeros por abandonar cuanto antes aquel aparato que nos había mantenido cautivos durante tantas horas.
El avión se detuvo. La gente abrió los compartimentos superiores y recuperó su equipaje de mano. Amadeo y yo, unidos a los demás pasajeros, circulamos lentamente por el pasillo hacia la salida. En la puerta, dos azafatas risueñas nos despidieron, deseándonos una feliz estancia en La Habana.
Tuvimos que esperar un rato largo delante de la cinta transportadora para recoger nuestros equipajes. Cuando finalmente éstos aparecieron, comprobé que mi maleta, aunque algo más golpeada de lo que yo la recordaba, tenía la cerradura intacta. Tras una antigua mala experiencia en el Charles de Gaulle, siempre lo comprobaba.
Recuperados nuestros equipajes, salimos del aeropuerto, cada uno llevando su maleta. La de Amadeo, grande y nueva, contrastaba con la mía vieja, que llevaba coleccionados muchos golpes y varias etiquetas con propaganda de hoteles, que algunos empleados me habían pegado, y yo no me había tomado la molestia de quitarlas, haciéndoles con ello publicidad gratuita.
Obras musicales mencionadas
- If I Were a Rich Man (Fiddler On The Roof) (Youtube: Slava Makovsky - Piano Covers)
(Nivel de Censura: Bajo)
Este es un fragmento de la novela Amanecer en el Paraíso de Shaikra
