1.3 La propuesta de Amadeo


Una noche, un hombre sudoroso y desaliñado se acercó a mí cuando yo, todavía sentado delante del piano me disponía a disfrutar de mi cuarto de hora de descanso. Vestía un traje mal hecho, arrugado y algo sucio. Llevaba del brazo a una acompañante femenina de curvas exageradas.
Cuando lo tuve cerca, pude observar que al tipo le chorreaban los cuatro mechones negros despeinados que le quedaban en la cabeza. Tenía los ojos oscuros y la mirada astuta. En un primer momento, desconfié de él. Con amabilidad, y en un francés chapucero, me preguntó si conocía algo de música caribeña. En su mano derecha mantenía visible un billete. Le dirigí una mirada interrogadora y él colocó aquel papelito con dos cifras debajo de la base de mi copa de pipermín. Solo entonces le respondí:
—Conozco a los que, para mí, son los más grandes músicos caribeños —le dije en español, sorprendiéndolo.
Sus ojos se abrieron ligeramente y su sonrisa se ensanchó.
—Te escucho, chico —me respondió con fuerte acento cubano.
Yo conecté de nuevo los dos micros que había apagado y toqué con ganas, puesto un ojo en el billete y el otro en las teclas, una pieza de Ernesto Lecuona, otra de Amadeo Roldán y una tercera de Alejandro García Caturia. Incluso me animé a añadir una cuarta pieza, de Ignacio Cervantes, para demostrarle que mi conocimiento musical iba más allá de lo que probablemente esperaba.
El tipo mantuvo todo el tiempo una mano en lo alto del piano, observándome con sorpresa e interés. Cuando terminé, la cara redonda de aquel tipo, panzudo, cincuentón, me mostró admiración y sagacidad al decirme:
—Amigo, tienes talento. Me llamo Amadeo —se frotó la mano sudada contra su chaqueta algo raída y después me la ofreció.
Pensando en el billete que él había dejado a mi alcance, se la estreché con la mía derecha mientras con la izquierda me hacía con el dinero.
—Yo me llamo Jano.
—Me gustaría hablar contigo de negocios —se había puesto serio.
Sentí curiosidad y decidí escuchar lo que pudiese decirme.
—Dispongo de un cuarto de hora —le advertí.
—Esa mesa de ahí la ocupamos nosotros dos —dijo señalándomela y sin mostrar interés alguno en presentarme a su acompañante.
—De acuerdo.
Le seguí. Cogí una silla vacía y la llevé hasta la mesa indicada por él. Amadeo tomó asiento, ordenó a su acompañante que se fuese a la toilette durante quince minutos, y ella, sin rechistar, se alejó de nosotros. El tipo, limpiándose el sudor de la frente con la manga de su chaqueta, me expuso a continuación lo que quería de mí:
—Chico, estoy aquí en París de vacaciones. Dentro de cinco días las termino. Tengo una sala de baile en La Habana, la capital de Cuba. Necesito un pianista y me gusta cómo tocas. ¿Quieres trabajar para mí?
Me tomé un tiempo antes de contestarle. Consideré la situación en la que me encontraba, con interrogatorios policiales cada poco tiempo. Por otro lado, cambiar de aires y verme libre de presiones era tentador.
—¿Cuánto está dispuesto a pagarme?
Mencionó una cifra muy baja. Le dije que era demasiado poco. Él la subió algo más, indicándome que era lo máximo que podía ofrecerme. Escruté su rostro. Leí en él que habíamos llegado al tope, o sea al punto de: «Lo tomas o lo dejas».
Considerando que, si aceptaba su propuesta, tendría la oportunidad de conocer Cuba, un país donde la pobreza y el talento conviven en una sinergia única, junto al apasionado amor del pueblo cubano por la música. Aparte de esto, si ponía tierra de por medio, me escaparía un tiempo de la atormentadora bofia y me sentiría de nuevo relajado y libre.
(Nivel de Censura: Medio)
Este es un fragmento de la novela Amanecer en el Paraíso de Shaikra
