¿VENÍA ELLA A MATARLO? (RELATO NEGRO)

¿VENÍA ELLA A MATARLO? (RELATO NEGRO)

¿VENÍA ELLA A MATARLO?

(Copyright Andrés Fornells?

Thomas Filder, apodado el Príncipe por su elegancia en el vestir y por su encanto personal, sabía desde que había decidido abandonar la banda de Tim Campana que su antiguo y desconfiado jefe encargaría a alguien acabase con su vida.

Thomas Filder habría podido marcharse muy lejos y dificultarle a su exjefe que lo encontraran y liquidaran, pero no lo hizo porque estaba esperando a que Marilyn Swanson, su chica, terminase con el papeleo que le permitiría hacerse con la rica herencia que le había dejado un acaudalado pariente suyo.

Un martes por la mañana, Thomas se hallaba en la cocina de su pequeño apartamento preparándose el primer café del día. El original y caro reloj de forma triangular, que Marilyn le había regalado, marcaba las nueve y doce minutos, cuando sonó el timbre de la puerta. Le sorprendió esta llamada, pues no esperaba a nadie.

Dejó la cafetera encima de la encimera, en vez de echar parte de su contenido en la taza que tenía preparada.

La chaqueta del pijama de seda azul que llevaba puesto tenía bolsillos. Precavido, cogió el revólver que tenía encima de la mesa, lo metió dentro de uno de ellos y se dirigió a la puerta. Llegado a ella acercó un ojo a la mirilla y vio que quien había llamado era Rebeca Barrow, la única mujer con que contaba la banda de Tim Campana. Era una chica carente de escrúpulos que podía apretar el gatillo de su pistola con igual decisión y sangre fría que cualquier de los otros componentes de la banda.

El Príncipe se preguntó si ella estaría allí encargada de matarle, o había venido para compartir un rato de cama con él, como habían hecho ya en más de una ocasión y gozado por lo muy apasionados y buenos amantes que los dos eran.

Sin abrirle la puerta, con voz aparentemente tranquila le preguntó él:

—¿Qué quieres, Rebeca?

—Quiero pasar un rato contigo y luego ayudarte a huir. Te tengo demasiado aprecio para permitir que el cabrón del Campana acabe contigo.

—¿Cómo piensas ayudarme a huir, Rebeca? —él fingiendo que la creía.

—He comprado un Jaguar de segunda mano, que nadie sabe que lo tengo, para que puedas huir con él y no te persiga nadie, porque nadie aparte de mí sabrá que lo tienes.

—Gracias, Rebeca. Te abro enseguida.

El Príncipe metió su mano en el bolsillo donde llevaba su arma, la cerró en torno a la culata y después abrió la puerta. Enseguida vio que Rebeca empuñaba su pistola, en la que llevaba media docena de muescas por el mismo número de muertes que llevaba sumadas.

Él fue más rápido que ella y le metió tres tiros en el pecho. Uno de esos disparos le alcanzó el corazón causándole inmediatamente la muerte. Rápido, el Príncipe la cogió del brazo y la arrastró hacia dentro de su vivienda. Se agachó para recoger del suelo la pistola de ella y un zapato de tacón alto que se le había salido. Cerró acto seguido la puerta para que no pasaran al exterior el olor a pólvora y a tejido quemado que desprendía la agujereada seda de su chaqueta. Sacó del bolsillo su revólver, poniendo cuidado de no acercar el cañón caliente a su piel.

De pronto le sobresaltaron unos golpes en la puerta. Decidió permanecer callado. Por los pocos segundos transcurridos desde los disparos temió que alguien que estuviera en el pasillo hubiese podido presenciar parte de su acción.

Una voz cascada habló de repente. Su tono delataba preocupación:

—Thomas, ¿estás bien?

La voz que el Príncipe acababa de escuchar pertenecía a Robert Smith, un anciano que vivía cuatro puertas más lejos de la suya. Este viejo, que cobraba una miseria de pensión, le estaba reconocido porque las mañanas que ellos dos coincidían en la cafetería situada en aquella misma calle, el Príncipe lo invitaba a desayunar.

—Estoy bien, abuelo.

—Escuché disparos…

—Tenía la televisión a todo volumen y echaban una película de gánsteres. La he bajado y ya no se escucha.

—Voy al bar del Feo. A lo mejor nos vemos allí —dijo con toda intención el anciano.

—Hoy no podré ir. Tengo que asistir a un sepelio.

—Mal asunto. ¿Se trata de algún familiar tuyo?

—Bueno, una antigua amiga que se murió de repente.

—Es lo que digo yo: hoy estás, y mañana no estás más porque te has ido.

—Nada es más cierto. Que tenga un buen día, señor Smith.

—Igualmente, muchacho.

Aguzando el oído, el Príncipe pudo escuchar el caminar lento y arrastrado de los pies de su vecino, alejándose.

Registró inmediatamente los bolsillos de la muerta, en cuyo rostro se le ha quedado una expresión interpretable como una mezcla de dolor y sorpresa. Le bajó los párpados. Le molestaban sus ojos abiertos, velados. No sentía remordimientos, pues él creía haber matado para que no lo matasen, pero sí experimentaba un cierto malestar, pues con la muerta había mantenido relaciones íntimas media docena de veces y él acababa de quitarle la vida.

Dentro del bolso de Rebeca encontró, entre otras muchas cosas las llaves de un Jaguar y también las del pequeño Mercedes de ella. Por un momento le asaltaron ciertas dudas. Ella había adquirido, de verdad, un Jaguar de segunda mano. Pero si lo había adquirido para que él pudiese huir, ¿por qué lo había apuntado con su pistola? ¿Había cambiado de idea en el último momento, por alguna razón que jamás sabría?

El Príncipe dejó de atormentarse con preguntas que nadie podía responder. Lo inmediato, después de lo acabado de acontecer, era largarse enseguida, pues cuando tratase su exjefe de contactar con su posible asesina, al no obtener respuesta por parte de ella enviaría de inmediato a alguien más a liquidarlo.

Viendo el agujero hecho por los disparos en su bonito pijama lamentó:

—Lástima. Tendré que comprarme otro. Ya no tengo más a mi madre que sabía zurcir tan bien. Pobre vieja, pregonaba que yo la mataría a disgustos y no fui yo quien la mató, sino un fulminante ataque cardíaco—. Suspiró hondo y lamentó—: Me estoy ablandando. Empiezan a afectarme cosas que antes me dejaban totalmente indiferente. Gracias al dinero y propiedades que va a obtener Marilyn podré retirarme y darme una vida ociosa y regalada.

Se metió en su dormitorio y comenzó a hacer las maletas.

Y empezó a tararear una canción que siempre le había gustado:

—“How do I say goodbye…”

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