UNO DE LOS MÁS FAMOSOS TRUCOS DE FU MANCHÚ (RELATO)
UNO DE LOS MÁS FAMOSOS TRUCOS DE FU MANCHÚ
(Copyright Andrés Fornells)
Quienes me tratan muy de cerca y conocen mis secretos más íntimos saben que poseo poderes paranormales y, a menudo, consigo comunicarme con notables personajes que en el pasado destacaron por la fama que les procuró su extraordinaria sabiduría, sus heroicidades, sus bondades y sus maldades.
Uno de esos destacados personajes, cuya existencia conocí por los cuentos antiguos que me contaba mi abuelo Silvino, me contactó anoche mientras yo pretendía olvidar todas mis trampas económicas y sumirme en un sueño reparador empleando el método contar ovejas, animales superestúpidos que, no sé por qué, siempre me han caído bien. Lo de estúpidos lo consideré después de hablar con un granjero australiano y contarme él que si uno de estos lanudos animales se cae por un barranco, otros doscientos lo siguen encontrando todos la muerte si la altura de la caída es lo suficientemente elevada y su única queja es ese tan repetido y cansino: beeeee...
Bueno, tras este desvío cultural-aclaratorio, continúo con lo que pretendo contar. Empezaban a cerrarse mis ojos que, por cierto los tengo de color castaño oscuro y alguna que otra chica muy desnivelada visual y extraordinariamente amable ha calificado de bonitos, cuando de pronto a los pies de mi cama apareció un círculo de luz lechosa y dentro del mismo la negra figura de un personaje siniestro cuyas perversidades conozco por habérmelas contado mi abuelo cuando de niño, con la intención de asustarme por haber cometido travesuras como comerme el azúcar que el empleaba para endulzar sus cafés, vaciarle la alberca donde reunía el agua con la que regar su huerta, y atarle a la cola del gato la pegajosa tira-cazamoscas que mi abuela (contraria a todo lo moderno) colgaba del techo de la cocina.
El personaje al que me estoy refiriendo es nada menos que el mago Fu Manchú. Llevaba él puesta su larga, negra vestimenta de cuello alto con bordados a la altura del pecho, por debajo de la que en su parte más extrema asomaban un par de botas de pico de golondrina, y cubría su cabeza un casquete redondo que me recordó la rueda de una Vespa.
Debo confesar que en un primer momento experimenté miedo. Y es que miedo daba la siniestra expresión de su cara pálida de mejillas chupadas, cadavéricas y la perversa mirada de sus negrísimos ojos rasgados a los que ofrecían enigmático puente dos espesas, circunflejas cejas a lo Zapatero. Sus largos, desmayados bigotes le llegaban hasta el cuello y por compararlos con algo desagradable diré que parecían rabos de rata de alcantarilla.
Después de haber conseguido impresionarme con su terrorífica mirada me saludó con una amabilidad de lo más sorprendente:
—Buenas noches, honorable caballero.
Recuperando con un esfuerzo la voz que la impresión me había escondido en algún rincón de mi timorata garganta, le respondí no menos educado:
—Buenas noches, honorable mago Fu Manchú.
—¡Je, je, je! Me has reconocido al instante, ¿eh periquito?
—Hubo un su tiempo que su fama se extendió por el mundo entero —dándole yo coba.
—Mi fama ha sobrevivido al paso del tiempo y es tan inmortal como lo son el sol y la luna.
Para no enemistarme con él no le llevé la contraria sobre la eternidad de estos cuerpos celestes, pues según cálculos de quienes estudian la astronomía también ellos tienen fecha de caducidad.
—¿Puedo saber el motivo que le ha animado a hacer una visita a un ser tan modesto e insignificante como yo? —a través de mi boca, le preguntó mi curiosidad
—La razón es que escribes en periódicos y revistas, y lo que tú escribes en ellos es leído por un buen número de personas, y he decidido que por medio de ti se haga pública una de las más importantes aportaciones mías a la odontología y que ha sido olvidada principalmente por la gente de mi superpoblado país, y no digamos por el resto de países del mundo.
—¡Vaya! Me sentiré muy honrado publicando esta aportación suya a la odontología —verdaderamente interesado, olvidado mi deseo de dormir y mucho más de conseguirlo contando estúpidas ovejas—. Soy todo oídos.
Fu Manchú carraspeó mostrándome afilados y amarillentos dientes y moviendo levemente las paralelas de sus tiesos mostachos.
—Mi insuperable aportación a la odontología consistió en arrancar muelas careadas a quienes acudían a mí, empleando en ello solo un par de segundos con mi infalible método-sorpresa.
—¡Admirable! —le animé a continuar, convencido de que iba a serme revelado un importantísimo secreto.
Mi visitante-espectro sacó sus manos que había mantenido hasta entonces ocultas dentro de las anchas mangas de su larga túnica de seda. Impresionantes manos blancas de dedos increíblemente largos y finos terminados en uñas puntiagudas, pintadas de negro carbón.
—El método mío de extracción de muelas que quiero divulgues tú, consistía en lo siguiente: A la persona que acudía a mí sufriendo notablemente por una muela careada, la hacía sentarse cómodamente en un sillón y apoyar la espalda en su respaldo. Cuando le tenía así le hacía abrir su boca, señalarme la muela que deseaba le extrajera, y yo alrededor de la misma le pasaba un fuerte hilo de seda; a continuación le decía que cerrase los ojos y cuando él los había cerrado yo encendía un petardo y, cuando él sufría el sobresalto del inesperado estallido de ese atronador petardo, yo daba un rápido y fuerte tirón del cordelito de seda y su muela mala saltaba por los aires. Y mi sobresaltado paciente se reía al explicarle qué yo había motivado la explosión que había oído. Entonces yo recogía del suelo la muela extraída, se la entregaba, él me pagaba la voluntad y reconocía que no se había dado siquiera cuenta de que yo se la había sacado. Este método mío de extracción de muelas averiadas, me hizo famoso y rico.
Su explicación me dejó totalmente boquiabierto de asombro, momento que Fu Manchú aprovechó para dar medio giro y desaparecer tan misteriosamente como había aparecido, y a mí me quedó la última visión de su negra túnica y una trenza larga que le llegaba hasta la cintura.
Aquí dejo testimonio de un antiguo, revolucionario método dentista empleado por Fu Manchú que resultaría tan barato hoy en día que seguramente nuestras ahorrativas autoridades podrían establecer su uso incluso gratis. Convendría, en bien de nuestra nación y de su patéticamente maltrecha economía, que alguien le hiciera llegar a la ministra de sanidad este irreverente escrito mío.