UNA DESCONOCIDA EN SU CAMA (RELATO NEGRO)

UNA DESCONOCIDA EN SU CAMA (RELATO NEGRO)

UNA DESCONOCIDA EN SU CAMA

(Copyright Andrés Fornells)

Olegario Reyes era vendedor de lencería fina de gran calidad. Sus delicadas, exclusivas y bellísimas prendas interiores las adquirían las boutiques más prestigiosas de las grandes ciudades. Éxtasis, la firma que las fabricaba había alcanzado una elevada fama comparable a  La Perla, Chantelle, Rouje, Love Stories, etc.

Las ventas del día le habían ido muy bien y se concedió el lujo de cenar en un restaurante caro donde regaló a su abultado vientre una deliciosa sopa de mariscos y una exquisita langosta a la americana. Renunció a los postres y coronó esta excelente comida con un cigarro Montecristo y una copa de coñac francés.

Olegario Reyes estaba gordo, muy gordo. Esta voluminosa realidad suya lo contrariaba en buena medida porque los obesos, por lo general, son motivo de befa, cuando no de desprecio por parte, sobre todo, de los alfeñiques que deben su lamentable aspecto físico al haber pasado hambre la mayor parte de su vida por falta de recursos económicos. Él, por nada del mundo renunciaría al sibarita placer de las suculentas maravillas gastronómicas. De todos los placeres conocidos por él y que tenía a su alcance, el gustativo y el sexual eran sus favoritos.

Estaba soltero, les tenía miedo las prostitutas por la posible transmisión por parte de ellas de enfermedades venéreas y la necesidad de sexo se le hacía, a menudo, angustiosa y acuciante. Trataba entonces de aliviarse manualmente, pero como les ocurre a quienes han conocido deleites mejores, esta práctica de acusada necesidad le dejaba siempre un sentimiento de frustración, de insatisfacción, casi de culpabilidad.

Pagó la cuenta cuando su aromático cigarro puro se había convertido en una rechupeteada colilla, dejó una discreta propina y marchó hacia donde había dejado aparcado su coche.

Durante el trayecto que separaba el restaurante del hotel donde se alojaba, soltó algunos eructos de satisfacción, revivió mentalmente el placer experimentado mientras saboreaba los deliciosos alimentos que había ingerido, y se dijo para combatir las dudas que a menudo se adueñaban de él:

—Soy un tío feliz. Vivo de maravilla. Cierto que las mujeres pueden procurarnos grandes goces, pero también colosales problemas. Son innumerables los grandes hombres a los que ellas han arruinado la vida abocándolos, en algunos casos, incluso al suicidio como única salida posible de una existencia que ellas les han convertido en insoportable. Desde luego, como mejor está uno es sin ellas.

Estacionó su automóvil en el garaje del establecimiento donde se hospedaba. El recepcionista le entregó su llave y el ascensor lo llevó hasta la tercera planta que era donde se hallaba el cuarto que tenía alquilado.

No había nadie en el pasillo. Debido a lo favorable que era su estado de ánimo, Olegario Reyes canturreó por lo bajo un bolero que le había enseñado una cabaretera a cuya boca carnosa le confió él durante algún tiempo su nada humilde hombría, y a la que finalmente un imbécil redentor de mujeres descarriadas la retiró del dominio público casándose con ella.  <<Seguro que le estará metiendo cuernos a diario, pues es bien sabido: que la cabra tira siempre al monte>>, malicioso.

Abrió la puerta de su cuarto y la cerró tras él; maniobra que realizó sin apartar la mirada de ella. Se dio la vuelta y fue entonces cuando a sus ojos los desorbitó el asombro que le produjo descubrir tumbada sobre su cama y mirándole sonriente, a una bellísima desconocida que llevaba puestas unas prendas de ropa interior que reconoció inmediatamente como pertenecientes a una de las marcas que él vendía. Como la sorpresa le había paralizado las cuerdas vocales, fue la desconocida quien le habló con total naturalidad:

—¿Te alegra mi presencia?

Olegario Reyes recobró repentinamente el habla y preguntó mientras sus ojos recorrían, apreciativamente, el voluptuoso cuerpo de la joven:

—¿Cómo has entrado en mi habitación, mujer?

—Aproveché un descuido de la limpiadora para colarme dentro.

—La lencería que llevas puesta la has sacado de mi muestrario —acusó él.

—Sí, y es preciosa —reconoció ella demostrando desconcertante tranquilidad.

—¿Qué es lo que quieres?

—Vengarme. Vengarme de mi marido. Mi marido me ha sido infiel y yo quiero pagarle con la misma moneda.

En la mofletuda cara del viajante apareció una sensual sonrisa al entender lo que esta bella desconocida le estaba proponiendo.

—Dicen que la venganza es manjar de dioses. Estoy dispuesto a ayudarte a realizar unas cuantas venganzas seguidas —decidió empezando a desnudarse al tiempo que ordenaba—: Y tú vete quitando con mucho cuidado de no estropearla toda esa divina lencería que te has puesto, pues cuesta un huevo y no quiero la estropees.

Ella obedeció y ya desnuda, colocada de espaldas sobre el lecho, se ofreció al adiposo Olegario Reyes que, sin perder mucho tiempo en preliminares, colocó su enhiesta propiedad en la jugosa propiedad de la desconocida. El placer explosivo sólo lo obtuvo él. Todavía jadeante manifestó:

—Mujer, no me ha parecido que tuvieses la cabeza en lo que hemos estado haciendo.

—No, no tuve la cabeza en ello —admitió ella—. He estado todo el tiempo pensando en que de un momento a otro llegará mi marido y nos matará a los dos.

El vendedor de lencería sintió por un instante que se le detenían todas las funciones vitales. Le costó lo suyo tragarse el ladrillo que se le había formado en la garganta y poder balbucir:

—¿Cómo va a saber tu marido que tú estás aquí?

—Porque lo llamé por el móvil y se lo dije —explicó ella que había compuesto una expresión de suicida irredenta.

Olegario Reyes exhibió de repente una agilidad inesperada para una persona de su exagerado peso. Abandonó velozmente el lecho, corrió hacia el armario ropero y sacó de su pequeño neceser de aseo una pistola.

Y justo en aquel momento sonaron unos golpes en la puerta y una airada voz masculina pregunto:

—Eloísa, ¿estás ahí, mala puta?

Olegario Reyes, que no andaba mal del todo en conocimientos sobre el alma humana le susurró a la que había acabado de ser nombrada:

—Como habrás la boca, acribillo a tu marido y te dejo viuda.

—A él no le hagas nada por favor. A pesar de que me ha traicionado sigo amándolo con locura —le susurró ella, dilatados por el espanto sus bonitos ojos azules.

—Pues si no quieres que lo mate, ya sabes lo que tienes que hacer: mantener tu boca bien cerrada.

Ella guardó absoluto silencio y, cuando su consorte se cansó de llamar y finalmente se marchó, el vendedor de lencería fina le dijo:

—Y ahora tú y yo seguiremos vengándonos de ese infiel que merece un castigo bien repetido.

Ella se lo quedó mirando con repentina simpatía y dijo:

—Oye, eres muy bueno en la cama. ¿Cómo te llamas?

—Ábrete ahora bien de piernas, y ya te lo diré luego.

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