UN TRAJE MALDITO (RELATO NEGRO AMERICANO)
Peter Sullivan era un policía neoyorkino. Había cumplido ya los cuarenta, era robusto, poseía un rostro de facciones regulares, buen carácter y nobleza. Se le consideraba un agente ejemplar, pues cumplía escrupulosa y humanitariamente con su deber hasta el punto de que, en cierta ocasión, amenazado por un delincuente psicópata le pidió, amablemente, le entregase su arma con la que pretendía matar a un anciano y, cuando estaba cerca del maleante éste le disparó metiéndole una bala en el cuerpo, antes de lograr desarmarlo. Esta heroicidad suya le valió el agradecimiento del hombre al que había salvado la vida, felicitaciones y honores dentro del cuerpo, además de la admiración de sus superiores y compañeros.
Peter no había tenido suerte en su matrimonio pues, Sally, la bonita mujer con la que se había casado, cuando los dos niños que tenían, de seis y siete años comenzaron a ir a un colegio interno, permitiéndole este hecho contar con mucho tiempo libre inició con un vecino, un tipo elegante y seductor una relación adúltera.
Walter Smith, un compañero perteneciente a la misma comisaría que Peter, le comunicó un día haber visto a su mujer en una población situada a unos treinta kilómetros de la Gran Manzana, en compañía de un hombre mostrándose ella evidentemente cariñosa con él.
Incrédulo, excesivamente confiado, Peter se enfadó con su informador diciéndole que estaba equivocado y había confundido a su cónyuge con alguien que se le parecía.
—Como se te ocurra repetirle a alguien lo que me acabas de decir, tú y yo acabaremos mal —lo amenazó.
Walter Smith se asustó, y precavido le pidió disculpas por lo que él estaba convencido era una certeza.
Sin embargo, Walter, por la enorme confianza que tenía con Marion, exnovia de Peter, con la que éste había roto cunado conoció y se casó con Sally, le contó lo que había visto y sus sospechas de infidelidad por parte de la mujer de Peter.
—Peter es demasiado noble y confiado. Tendrá que verlo por sus propios ojos para creer que su mujer lo traiciona.
Esto fue lo único que Marion dijo, guardando para ella que, por su cuenta, espiaría a la esposa del hombre que ella todavía amaba.
Peter sufría mucho económicamente, pues la manutención de sus dos hijos recaía todo el tiempo sobre él, debido a que su mujer se hallaba continuamente sin empleo. Esta situación suya motivaba que tuviese que privarse de cualquier lujo, y de cualquier capricho superfluo, aunque su paga había subido un poco a partir del momento que ascendió a inspector.
Cuando el traje que llevaba a diario se le rompió por la parte de los codos pudo disimularlo con unas coderas, pero cuando se le desgastó la parte de tela de sus posaderas no le quedó más remedio que adquirir otro traje. Como no podía permitirse el lujo de comprarlo nuevo adquirió uno de segunda mano en muy buen estado.
—Ha tenido mucha suerte —le dijo el pamplinoso vendedor—. El traje está casi nuevo y además le sienta como si se lo hubiesen hecho a medida para usted.
Se hallaban los dos delante de un gran espejo que les permitía a ambos verse de cuerpo entero. El policía reconoció enseguida que ciertamente la prenda le sentaba muy bien. Pero además, inmediatamente, el traje pareció transmitirle vigor, violencia. Y por una fracción de segundo la figura que vio reflejada en el espejo no fue la suya sino la de otra persona, de rostro anguloso y ojos malignos. Sorprendido, parpadeó con fuerza y la figura que vio entonces era la suya. <<Debo haber tenido una visión>> —juzgó desconcertado. A continuación, mirando de mala manera al vendedor le advirtió tan amenazador que lo atemorizó:
—Te voy a pagar la mitad de lo que me pides por esta ropa, y considérate afortunado de que no te pegue un tiro y me la lleve gratis.
Esta amenaza la realizó sacando su arma reglamentaria de la funda sobaquera que había dejado encima del mostrador. El vendedor de ropa usada leyó en sus ojos el deseo de matarlo. Se mantuvo callado temblando de la cabeza a los pies. El policía se guardó el arma, sacó de su cartera la cantidad decidida por él, la dejó encima del mostrador y sin decir ni media palabra más abandonó el establecimiento.
Echó a andar por la calle. Recorridos unos cien metros llegó a la altura de un banco. Se le hizo sospechoso un individuo sentado al volante de un coche. Mantenía el motor funcionando. Se dio cuenta de que ese tipo estaba mirando muy fijamente la puerta de la entidad bancaria. Evidenciaba nerviosismo. Peter sospechó inmediatamente lo que podía estar ocurriendo. Decidido, mostrando sus ojos un brillo homicida se dirigió hacía el establecimiento. Cuando abrió la puerta ya tenía empuñada su arma.
Dentro del banco había tres hombres cometiendo un atraco. Uno de ellos encañonaba al vigilante, otro le estaba pidiendo dinero al cajero y, el último de ellos controlaba a la media docena de clientes tumbados en el suelo.
Antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar, el policía disparó rápidamente a cada uno de ellos matándolos con una eficacia y sangre fría que dejó horrorizados a todos cuantos lo presenciaron. Los tres disparos habían sido a la cabeza y causado la muerte inmediata.
Sin inmutarse, sin que le afectara lo más mínimo los tres cadáveres tirados en el suelo, Peter Sullivan mostró su placa y la gente que se hallaba tendida en el enlosado del local, mirándole horrorizada huyó. Ninguno de los empleados se acercó a él. El inspector Sullivan llamó a su comisaría y comunicó a su superior lo que acababa de hacer.
—Pero, hombre, ¿no pudiste evitar matarlos? —mostrando enorme preocupación su jefe, el comisario.
—Estaban armados y, de no haberles matado yo, ellos me habrían matado a mí —justificó con absoluta frialdad su subordinado.
Aquellas muertes levantaron mucho revuelo, la prensa sensacionalista armó enorme ruido. Peter Sullivan fue a juicio. Juicio del que salió absuelto porque las armas de los ladrones estaban cargadas, todos ellos tenían antecedentes penales y los empleados del banco aseguraron que era su parecer se había tratado de un acto de defensa propia, por parte del policía, pues a los asaltantes les vieron muy dispuestos a emplear sus armas.
Edward Matew, el jefe de Peter, le pidió que se diese de baja una temporada, hasta que se olvidase aquel asunto que tanto revuelo había levantado. Peter Sullivan aceptó enseguida, furioso e indignado, aquella propuesta de su superior;
—Si no puedo actuar a mi modo, matando antes de que maten, este no es el trabajo que necesito —afirmó dirigiendo una rencorosa mirada al hombre que había dejado de mandar en él.
Cuando se marchó de su despacho, habiendo dejado Peter su arma y su placa, el comisario le hizo un comentario a uno de sus hombres de la máxima confianza:
—Creo que Peter va a tener problemas. Se le ha ido la olla. Vi las cintas grabadas por las cámaras del banco y la expresión de su cara mientras asesinaba era de enorme y malsano placer. Seguramente padece furia homicida. Me temo que pronto tendremos malas noticias suyas.
El ex policía no encontró trabajo como guarda jurado, un trabajo que quería ejercer. Quienes podían sentir interés en contratarlo quisieron conocer sus antecedentes y ninguno quiso arriesgarse a que matase a alguien y quedara perjudicada la firma, aparte de los posibles gastos con abogados que lo defendieran de algún abuso hecho por un hombre que parecía gozar dándole al gatillo.
Cuando sus pantalones estuvieron sucios, Peter los puso en la lavadora del mísero apartamento donde vivía, situado en uno de los barrios con mayor delincuencia de la ciudad. Allí una noche lo asaltó un navajero, y luego de ser herido por éste en el brazo, el expolicía le reventó los testículos de una patada y, cuando lo tuvo en el suelo, le clavó su propio puñal, teniendo mucho cuidado de borrar con un pañuelo todas las huellas dejadas por él, y allí lo dejó. Nadie lo molestó por aquella muerte. Nadie, ni remotamente, sospecho de él.
Peter puso a secar la ropa sacada de la lavadora en un tendedero. Los pantalones los puso con los bolsillos fuera. Se dio cuenta de que en el bolsillo derecho había un número de teléfono. Número que no se había borrado de la tela blanca por haber sido escrito con tinta negra indeleble.
Peter, durante un buen rato estuvo rumiando sobre este misterioso hecho. ¿Qué podía significar un número escondido en aquel sitio? Quien lo había escrito allí debió hacerlo porque no quería perderlo y además poder utilizarlo cuando lo creyera necesario. Alguien que tenía mala memoria y no era capaz de memorizarlo y quizás no se había tomado esta molestia porque hacía tiempo que no lo empleaba.
Intrigado decidió, finalmente, marcar aquel número y averiguar a quien pertenecía. Empleó su móvil especial con el número invisible.
—Sí, dime Don Siniestro.
Al escuchar que lo llamaban así, Peter experimento una especie de transformación, la misma que le había acontecido en el banco. En un tono de voz que no le pareció la suya dijo una frase que había penetrado en su mente sin haberla pensado él:
—¿Tienes algo para mí?
—Sí, es una cosa fácil. Te pagaré la tarifa mediana.
Como si él esperase obtener esta respuesta, Peter dijo:
—Nombre y demás.
—Mañana por la mañana en la calle Colón, te enviaré a una de mis chicas con esa información. Es nueva, no la conoces. Sitúate cerca del banco que queda frente a la estatua del general a caballo. Lleva en tu mano una rosa negra y por eso ella sabrá que tú eres quien ella debe contactar. Adiós.
El expolicía siguió las indicaciones que había recibido. En una floristería adquirió una rosa negra. Llegó al parque. El banco que le había sido indicado por vía telefónica estaba ocupado por dos mujeres de mediana edad. Esperó cerca de ellas, dándoles la espalda, manteniendo la flor en su mano.
Transcurridos unos pocos minutos, vino hacia él una mujer. Aparentaba tener unos treinta años, era poco atractiva y vestía ropa sencilla. Se fijó inmediatamente en la rosa negra que él tenía cerrada en una de sus manos. Se detuvo delante de él y con voz que sonó aburrida dijo la contraseña acordada por teléfono:
—¿Qué es una montaña?
—Una masa rocosa donde cualquier incauto puede despeñarse —respondió Peter entregándole la flor.
Ella, que llevaba guantes, la cogió con la mano izquierda mostrando total indiferencia, la dejó caer al suelo al tiempo que sacaba su mano derecha del bolsillo interior de su holgada chaqueta. Encerraba dentro de esa mano un afilado cuchillo que, con la velocidad del rayo clavó en el corazón de Peter Sullivan dejándolo allí. Acto seguido realizó medio giro, corrió hacia un individuo que la esperaba con una motocicleta en marcha y nada más sentarse detrás de él, su cómplice salió disparado a todo gas.
Las dos mujeres que habían presenciado el asesinato y podían haber descrito a la asesina se alejaron presurosas del grupo que se estaba formando alrededor del expolicía moribundo.
El forense que tras quitarle la ropa realizó la autopsia a Peter Sullivan no reparó en el número de teléfono escrito con tinta indeleble en la blanca tela del bolsillo de sus pantalones.
Sus excompañeros barajaron la posibilidad de que lo hubiese matado alguno de los numerosos maleantes que a lo largo de sus años de servicio, Peter Sullivan había detenido y enviado a prisión.
Nunca descubrieron a la profesional del crimen que había cobrado una importante suma por acabar con su vida.
Su asesinato quedó impune, algo que el muerto había aborrecido siempre, como lo aborrece cualquier honesto y responsable representante de la ley.
El vendedor y alquilador de disfraces y ropa usada guardó para él que el traje vendido a Peter Sullivan había pertenecido a un despiadado asesino profesión ejecutado en la silla eléctrica.
(Copyright Andrés Fornells)