UN POLICÍA VETERANO NADA AFORTUNADO (RELATO NEGRO AMERICANO)

UN POLICÍA VETERANO NADA AFORTUNADO (RELATO NEGRO AMERICANO)

Era de noche. Un manto de nubes oscuras cubría el cielo. La suave, húmeda brisa que soplaba apenas las movía. John Trevor se encontraba sentado a la barra del Bar Seagall. Bebía un segundo bourbon, sus brazos reposando en el maltratado mostrador de madera. La gente a su alrededor lo ignoraba. Como a través de una sordina llegaba a sus oídos el rumor de las conversaciones. Un total ensimismamiento permitía a su mente vagar por el triste, deprimente y tétrico laberinto que había sido su existencia.

Dentro de poco más de dos años pasaría a la patética condición de jubilado y su existencia sería todavía más inútil que la actual, que consistía en pasar sentado detrás de una mesa, un montón de horas, en la Unidad de Documentación ocupándose de tramitar pasaportes, una labor tan anodina, tan aburrida, que había terminado odiándola con toda su alma.

John Trevor solo había disfrutado de algunos momentos de felicidad durante su infancia. Su madre, lo había criado sola, pues antes de su nacimiento el hombre que la había embarazado huyó cobardemente. Esa felicidad se la había procurado su madre, pues dentro de la pobreza en que se sumían cada vez que ella se quedaba sin trabajo, le demostraba una enorme ternura, halagos, abrazos y besos. Y en cuanto mejoraba un poco, económicamente, ella le comparaba helados y cómics, las dos cosas que, en su infancia, más le gustaban a él.

En lo económico empezaron a mejorar cuando él, llegado a la mayoría de edad se sacó el carné que le permitió conducir camiones por todo el país. Un par de robos que sufrió durante esa época lo animó a entrar en la policía. Su perseverancia y esfuerzos le permitieron ir subiendo escalones hasta alcanzar la categoría de inspector.

Cobraba un sueldo decente y, para desdicha suya cometió el error de enamorarse de una chica vanidosa y superficial, que lo sedujo con sus encantos y su falsedad. Se casó con ella, tuvieron una hija y a partir de entonces ella, que no trabajaba y dependía económicamente de él, tuvo tiempo de sobra para emplearlo en su hija y también en algún que otro amante secreto. Con ambas actividades consiguió una complicidad total con su hija y desesperar a su marido, un modélico policía que, avergonzado y desesperado, le pidió el divorcio. Ella se lo concedió a cambio de una buena pensión mensual y mantenerse alejado de su hija y de ella.

Hundido, exasperado por la imposible convivencia con ellas dos, pues su mujer había conseguido tener a la hija de su parte siempre, él aceptó las condiciones que ella le impuso para separarse de ambas.

En adelante, él no quiso tener una nueva relación estable con mujer alguna y vivió solo y amargado en un pequeño apartamento alquilado. Cuando la necesidad de sexo lo apretaba acudía a algunas de las prostitutas que conocía por haberlas detenido o, compadecido de ellas, no haberlo hecho.  

 Minutos antes había recorrido el muelle y pasado por delante de la vieja y deteriorada puerta donde aquella noche, alrededor de las once, le había contado un viejo soplón de su absoluta confianza llegaría una furgoneta a recoger unos fardos de cocaína que había allí dentro. Él había recompensado al confidente y, faltando a su deber, en vez de reportar a sus superiores este hecho delictivo se proponía detener él solo a los traficantes y conseguir un último reconocimiento por sus muchos años de servicio con aquella actuación personal sin contar con la ayuda de nadie.

Su sentido común realizaba intentos por disuadirle, pero él, obstinado, persistía con el mismo arriesgadísimo propósito. Arriesgadísimo porque últimamente los capos de la droga eran muy jóvenes y temerarios, capaces de preferir perder la vida que terminar con sus huesos en una cárcel y pudrirse en ella durante años.

Temeroso de que la operación delictiva pudiera realizarse antes de la hora acordada a las diez y media pagó sus consumiciones.

Arthur el dueño de aquella tasca de mala muerte, con quien mantenía una amistad de muchos años, le recomendó mientras le cobraba:

—Si tienes intención de darte un paseo por el muelle ten cuidado no vayas a caerte al gua. Se ha levantado una niebla tan espesa que apenas se ve lo que está a dos pasos de uno.

—No te preocupes, querido amigo, sé nadar —con cansada ironía.

—No lo digo por eso, lo digo porque estamos en noviembre y el agua debe estar helada.

Rieron ambos el comentario del tabernero.

—En todo caso, si me caigo al agua haré un par de disparos para que vengas a sacarme tú con uno de esos palos —señalando dos bicheros que, con un timón, unos salvavidas y unas redes formaban parte de la decoración de aquel viejo local.

—¿No me digas que vas armado a pesar de que ya no perteneces a la DEA (cuerpo policial que en Estados Unidos que lucha contra el tráfico ilegal de drogas)? —se sorprendió su interlocutor.

—Llevo siempre mi pistola conmigo. Sin ella me siento, igual que una mujer sin bragas.

—¿Fresquita?

—No, indefensa.

Se despidieron con una cascada risa cómplice. Nada más salir fuera del local, John sintió un frío húmedo envolverlo. Se subió el cuello del desgastado tabardo que llevaba puesto. La niebla le pareció más intensa que cuando él había llegado al puerto.

Echó a andar pegado a la lonja y a los cuartos de armadores. Hasta sus oídos llegaba el ruido que hacía el oleaje golpeando los cascos de las embarcaciones y el gemido de algunos amarres cercanos.

No se veía un alma. Se detuvo dos cuartos más allá del que le habían soplado había varios fardos de droga que un vehículo recogería a las once de aquella noche. Bien pegado a su puerta, su gruesa jamba le permitiría quedar fuera del alcance de los faros de cualquier coche que se adentrase por el muelle.

La humedad reinante no tardó en conseguir se extendiera por todo su cuerpo gélidos temblores. Cruzó por su mente, varias veces, la idea de marcharse. ¿Qué necesidad tenía él de estar aguantando aquella inclemencia climatológica? Lo que debía hacer era largarse de allí y olvidarse de hacer méritos innecesarios cuando tenía tan cerca la jubilación.

Pero a pesar de estas sensatas reflexiones, una tozudez irreflexiva lo mantuvo allí tiritando y con una continua moquita cayendo por su nariz de tabique desviado por el golpe que en cierta manifestación le propinó con el palo que esgrimía uno de los participantes.

De pronto dos potentes, deslumbrantes chorros de luz aparecieron al comienzo del muelle. John Trevor se apretó contra la jamba para que no quedase visible ni la más mínima parte de su cuerpo. Escuchó como el vehículo se detenía delante del cuarto que le había dicho el soplón. Sus oídos agudizados al máximo captaron el ruido que hacían dos puertas diferentes: una supuso que era la del conductor y dos segundos más tarde otra puerta chirriante que supuso pertenecía la de la puerta del local de aparejos. Inmediatamente escuchó dos voces susurrantes. Una voz era de hombre y la otra voz de mujer. Empuñó el revólver que llevaba en la sobaquera. Consideró que los dos traficantes, ocupados en ir cargando en la furgoneta los fardos de cocaína era el mejor momento para detenerlos.

Abandonó su escondite. Vio a un hombre y a una mujer. Ella acababa de cargar un bulto en la parte posterior y él no lo había hecho todavía.

—¡Policía! ¡Esas manos arriba que la vea yo bien! —gritó apuntándolos con su arma.

Los delincuentes se volvieron a mirarlo. John, a pesar del mucho tiempo que llevaba sin verla, a ella la reconoció enseguida. La sorpresa que esto le causó lo paralizó por un instante. Ella aprovechó esta circunstancia para sacar la pistola que llevaba en el bolsillo interior de su gruesa chaqueta, para dispararle dos veces.

Los dos contrabandistas aprovecharon la caída de bruces del veterano policía sobre el empapado suelo adoquinado, para meterse en su vehículo, retroceder a todo gas por el muelle, llegar al final, girar con escandaloso chirriar de neumáticos y huir.

John, con dos balazos en su pecho dejó caer su arma y trató con ambas manos de contener la sangre que brotaba por los dos agujeros que le habían abierto las balas.

Sus ojos enturbiados por las lágrimas, sus facciones contraídas por el dolor, sintió unos segundos más tarde lo cegaba el haz de luz de una linterna y logró decir con voz apenas audible:

—Estoy herido…

Quien lo estaba enfocando con una linterna era el viejo tabernero que sacándose la servilleta que siempre llevaba prendida de la cintura para limpiar el mostrador se la entregó diciendo:

—Tapónate el pecho lo mejor que puedas, amigo mío, mientras yo llamo a una ambulancia.

—Gracias… —musitó el policía sintiendo como se iba apoderando de él una adormecedora debilidad.

¿Lo habría reconocido su hija, al tiempo que él la reconocía a ella y, sin embargo, no había dudado en apretar el gatillo?

—Tendremos suerte, viejo, amigo, viene inmediatamente una ambulancia que se encuentra cerca de aquí…—quiso animarle el buen hombre ue lo estaba socorriendo.

—Suerte… la puta suerte… —murmuró el veterano agente apretando los dientes y cerrando sus ojos.

En aquel momento se escuchó la sirena de una ambulancia llegando a la entrada del muelle.

John Trevor estaba demasiado débil y abatido para alegrarse, para agarrarse a la esperanza. Lo que acababa de sucederle no le generaba ganas de continuar vivo.

Pocos hechos existen más terribles, que el hecho de que un hijo tuyo decida matarte.

(Copyright Andrés Fornells)