UN LADRÓN SE LLEVÓ UNA INESPERADA SORPRESA (RELATO NEGRO)

Un ladrón había conseguido escalar el muro de una lujosa villa, desconectar la alarma, entrar dentro de la vivienda y, alumbrándose con una linterna llegar hasta el despacho de los propietarios. Recorrió con el foco de luz toda la estancia para finalmente detenerse delante de un cuadro en el que se veía a una niña pequeña abrazada a un perro San Bernardo.
Fue directo hasta él, descolgó el cuadro y descubrió que ocultaba una caja fuerte. El intruso sonrió ante un hecho de camuflaje tan frecuentemente empleado. La caja fuerte era de un modelo antiguo que con la ayuda del estetoscopio que traía en su pequeña mochila y su experiencia haciendo girar muy lentamente el dial lograría abrirla.
Puesto en cuclillas se disponía a sacar el aparato médico de su mochila, cuando se encendió la lámpara del techo y la habitación quedo totalmente iluminada. Inmediatamente, una voz femenina le advirtió en un tono firme y amenazador:
—Le estoy apuntando con un revólver. Incorpórese muy despacio con los brazos en alto. Al menor movimiento brusco por su parte reaccionaré disparándole.
El delincuente obedeció de inmediato la orden que acababa de recibir. Cuando girando parte de su cuerpo pudo ver, de frente, a corta distancia de él a una mujer apuntándole al pecho con un arma experimentó algún alivio. Ella era hermosa de cara, aparentaba tener unos cuarenta años. Conservaba todavía un cuerpo escultural debido a las continuas prácticas del tenis y el golf. Vestía un camisón muy corto y su semi transparencia permitía apreciar que no llevaba debajo ropa interior ninguna. En otras circunstancias este hecho lo habría excitado.
Todo lo anterior permitió al delincuente, un tipo atractivo, de complexión atlética y cercano a los treinta pensar podría revertir aquella comprometida situación. Sonriendo seductoramente empezó a bajar despacio sus brazos dispuesto a echársele encima y desarmarla. No pudo llevar a cabo su plan pues la mujer le advirtió con una seguridad que lo paralizó al instante:
—Esos brazos bien arriba. Acabo de amartillar mi arma y solo tendré que apretar el gatillo para meterle varias balas en el cuerpo.
Logró convencerlo de que lo haría. El tono firme de su voz le advirtió de que ella era muy capaz de realizar lo que acababa de decir. La mano que empuñaba el arma no temblaba lo más mínimo y en la mirada de los bellos ojos verdes de ella había un brillo que lo convenció de que lo dijo muy en serio.
Sin embargo, esta apreciación suya le duró poco. Siempre había menospreciado a las mujeres. Decidió emplear una treta para acobardarla. Muy disimuladamente bajó de nuevo unos centímetros sus brazos y dijo convencido:
—No se atreverá dispararme. Si me hiere la encarcelarán durante muchos años. Afortunadamente, las leyes han dejado de estar muy a favor de los capitalistas.
Se produjo un breve, tenso silencio durante el cual los dos se examinaron. La mano que empuñaba el arma no perdió ni un ápice de firmeza. La mujer, finalmente sonrió. Su sonrisa mostraba desprecio. Y lo mismo la voz con que le respondió:
—Te equivocas, fanfarrón. Mi marido es uno de los mejores abogados de este país y si te mato conseguirá, fácilmente, que yo sea absuelta. Eres joven y fuerte, ¿por qué no trabajas y te ganas honradamente el dinero que necesitas para vivir?
El taimado delincuente cambió de táctica. Adoptando una actitud pacífica para que ella se confiara pidió con falsa sinceridad:
—Encuéntreme, ofrézcame usted un trabajo y ganaré mi dinero honradamente. Le prometo que si me procura un trabajo cambiaré de vida. Ha sido únicamente la extrema necesidad la que me ha obligado a delinquir. Tengo una mujer y dos hijos a los que debo mantener. Y mi mujer padece una enfermedad crónica que la imposibilita poder trabajar. Y nuestros hijos son muy pequeños.
Su bravuconería anterior la había transformado en suplicante humildad. La mujer, impertérrita, amplió su sonrisa. Adelantó unos centímetros su arma y no contenta con ello pasó el índice que mantenía en el guarda monte, al gatillo. Su voz se endureció un poco más al decir:
—No puedo darle un trabajo ni pedir a otras personas que se lo den, a un hombre capaz de entrar en las casas para robar. No se ofenda por emplear yo con usted ese antiguo dicho: de que la cabra tira siempre al monte. Y como ya me cansé de perder mi tiempo hablando contigo voy a llamar a la policía para que te metan a buen recaudo.
El maleante ya no pensaba en posibilidad alguna de desarmar a aquella mujer. Sus ojos grises lo miraban con si estuviese deseando le diese él un motivo para dispararle. <<La muy puta parece estar pesando en la emoción nueva y difícil de experimentar como sería para ella matar a un hombre>>.
—Por favor, no llame a la policía. Déjeme marchar. Mi mujer enferma y mis hijos pequeños me necesitan. Si me meten preso no tendrá a nadie que les procure alimentos y medicinas. Se lo suplico. Déjeme marchar. Yo no la he perjudicado en nada.
Su nueva actitud implorante pretendía despertarle lástima. La dueña de la casa mostró ablandarse algo.
—Si no intenta nada contra mí y me jura que cambiará de vida, buscará un empleo y mantendrá a su familia honradamente le dejaré ir.
—Le juro por la salud de los míos y por la mía propia, que me marcharé inmediatamente y cambiaré de vida.
—Sospecho que me está mintiendo —dudó ella.
—No le miento, se lo juro —al borde del falso llanto él.
Ella fingió pensárselo. Y finalmente decidió medio compadecida:
—Mantén los brazos en alto, realiza medio giro y vamos hacia la puerta de salida. Te advierto que voy a mantener el percusor abierto y el dedo en el gatillo. Al mínimo movimiento amenazador por tu parte dispararé. No correré, confiándome, el más mínimo peligro contigo. No me fío de ti.
Llegaron a la puerta que daba al jardín. El ladrón pensó en la posibilidad de golpear con ella a la mujer. Pero ella le adivinó el pensamiento, pues avanzando rápido dos pasos le clavó el cañón del revólver en los riñones y le advirtió con escalofriante seguridad:
—No hagas ninguna tontería. Tienes la salvación cerca, pero también la muerte.
Él encajó con rabia las mandíbulas. No intentó nada.
—Ahora ve director hacia el muro y lo saltas para afuera, igual que antes lo saltaste para dentro —le ordenó, seca, la mujer.
Él siguió adelante. Creyó haber notado en la voz de ella el deseo de que él le diese la oportunidad que le permitiese dispararle. Y le gritó mentalmente: <<¡Puta loca asesina!>>
De un salto alcanzó la parte superior de la pared y se encontró en la calle. Instintivamente echó a correr.
La mujer cerró la puerta y puso el seguro. En adelante lo haría siempre. A continuación se derrumbó sobre el sofá del salón. Su arma cayó al suelo. Y entonces a ella le dio un ataque de risa. Las pocas personas a las que contaría lo que acababa de vivir, se reirían también por la demostración suya de enorme valor realizada con un arma de fogueo. (Copyright Andrés Fornells)
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