UN LADRÓN PRESENCIÓ UN CRIMEN (RELATO NEGRO AMERICANO)

UN LADRÓN PRESENCIÓ UN CRIMEN (RELATO NEGRO AMERICANO)

UN LADRÓN PRESENCIÓ UN CRIMEN (1ª PARTE)

(Copyright Andrés Fornells)

A Paul Thomson nunca le había gustado trabajar. Para él trabajar significaba esclavitud, tedio y sometimiento, tres imposiciones por las que se negaba a pasar. Mientras tuvo vivos a sus padres, ellos lo mantuvieron en la feliz holgazanería, tiempo que él empleó ligando mujeres, disfrutando de la feliz ociosidad y practicando deportes de riesgo como el alpinismo, la escalada.

Sus progenitores perecieron en un accidente cuando él contaba muy poco más de los treinta años. El dinero que le dejaron lo gastó en unos pocos meses. Entonces, la apremiante necesidad de conseguir dinero lo llevó a aprovechar sus condiciones de buen escalador para trepar varios pisos, visitar viviendas a las que no había sido invitado y llevarse de ellas preferentemente joyas y el contenido de los bolsos y las carteras.

Gracias a su habilidad aquella noche había conseguido llegar a la quinta planta de un lujoso bloque de apartamentos donde había visto, desde la calle, que uno de los pisos tenía entreabierta la puerta de su terracita. El hecho de que tuviera una luz encendida no le arredró, pues muchas veces con gente metida en el cuarto de baño sólo había precisado de un par de segundos para apoderarse de algunas cosas de valor. Y, por otra parte, si no se le ofrecía posibilidad alguna de robar allí pasaría por la terracita a la vivienda siguiente y quizás tener allí mejor suerte.

Sigilosamente avanzó por la pequeña terraza hasta detenerse a escasa distancia de las entreabiertas hojas acristaladas de la puerta. Sus ojos se animaron al ver que dentro de la estancia había una mujer tumbada de espaldas sobre una cama de matrimonio. Era joven y guapa. Su pelo rubio, largo y lacio, lo tenía desparramado con descuido encima de la almohada. Su cuerpo, que se apreciaba escultural, lo cubría únicamente un ligero salto de cama.

Lucio la observó con mirada lujuriosa. Las tres cosas que él consideraba más importantes en su vida eran las mujeres, el dinero y el riesgo. La casi certeza de que ella no se hallaba sola se la sugirió la maliciosa sonrisa que mostraban sus labios pintados de un rabioso color rojo.

Manteniéndose siempre a prudente distancia para que las sombras de la terracita lo protegieran, el ladrón se fue desplazando hacia uno de los lados de la terraza desde el que pudo comprobar que no había nadie más en la estancia.

De pronto, hasta sus aguzados oídos llegó el ruido de una cisterna que iniciaba su vaciado, y se felicitó por su prudencia y suspicacia. Había estado acertado al sospechar que ella no se hallaba sola. Transcurridos unos pocos segundos, por la puerta situada al fondo de la estancia salió un hombre. Era robusto, aparentaba unos cuarenta años, poseía un rostro cuadrado que expresaba seriedad en aquel momento y estaba totalmente desnudo.

Lucio había llegado ya a la conclusión de que allí no iba a poder robar nada. Por la posición de la cama, en cuanto él se acercase algo más a la puerta, la mujer lo vería perfectamente, aparte de que soplaba algo de brisa que, al abrir él algunos centímetros la puerta para entrar, podían notarla. Eran extremas las precauciones que siempre tomaba, pero quien ha sido encarcelado alguna vez, como era su caso, por errores cometidos, prefiere pasarse de precavido que de imprevisor.

Sin embargo, permaneció en el lugar donde se encontraba, el voyerismo no le era ajeno. A menudo pagaba a lesbianas para disfrutar viendo su actuación. Nunca había visto a un hombre hacerlo con una mujer y tampoco estaba seguro de que fuera a gustarle, pero ahora que se le presentaba la ocasión perdería unos pocos minutos viéndolo.

Prisa no tenía ninguna. Así que se colocó de manera que pudiera ver toda la cama sin que desde el interior de la habitación pudieran descubrirlo.

El hombre cuarentón se hallaba junto al lecho contemplando con mirada fija, cargada de deseo, a la joven yaciente.

—¡Qué hermosa eres, Sally! Desnúdate, por favor —pidió.

Su voz recia, varonil sonó suplicante. La mujer que él había llamado Sally, se quitó el camisón por encima de la cabeza dejándolo caer al suelo. No llevaba nada debajo de esta ligera prenda de color rosa.

Paul sintió un calambrazo de excitación. Aquella hembra poseía un cuerpo realmente voluptuoso. Tenía los pechos grandes, altivos todavía, las caderas muy bien curvadas y las piernas largas que mantenía juntas ocultando lo que tenía entre ellas.

El ladrón-escalador le pidió con el pensamiento que separara los muslos. Y casi enseguida, como si ella hubiese recibido telepáticamente su petición, abrió algunos centímetros sus piernas dejando al descubierto su pubis poblado de abundante vello de un rubio todavía más intenso que el de su cabeza.

El hombre que estaba con ella colocó una de sus manos sobre el sexo femenino y comenzó a acariciarlo con maestría, en su rostro una creciente expresión de ternura que cuadraba mal con la dureza de sus facciones. Paul, que creía ser un buen psicólogo, dedujo de su actitud: <<Ese tipo la ama>>.

La hermosa joven cogió los genitales de él y apenas tuvo que hacer nada para levantarle la hombría ya que ésta se le había levantado sola, por lo que pudo trabajarla enseguida, y tan bien que el delincuente pensó de ella: <<Es una mujer extraordinariamente experimentada. Sin embargo, no parece una profesional>>.

—¡Venta! No te esté ahí parado contemplándome como un tonto —le exigió ella mostrándole un desprecio de lo más ofensivo.

El hombre dejó de gozar visualmente de la notable belleza de ella y la cubrió con su cuerpo. Al principio, la pareja se movió con lentitud, luego fue incrementando el ritmo hasta convertirlo en frenético, finalmente alcanzaron el extasis y permanecieron inmóviles, jadeantes, durante un par de minutos. Luego se desunieron quedando de espaldas uno al lado del otro con la respiración muy alterada.

Paul, escitadísimo por lo que había presenciado no se movió de donde se encontraba. De pronto, el hombre que a acababa de tener sexo le dijo a su compañera de cama:

—También para ti ha sido muy bueno, ¿verdad, Sally?

—Tú demasiado rápido, como siempre —reprochó ella limpiándose con un extremo de la sábana.

“¡Qué tía tan guarra!”, juzgó el escalador, desde la sombra protectora que lo envolvía y dejaba invisible para la pareja que se hallaba en el dormitorio.

El hombre que acaba de ser criticado basculó el cuerpo y quedó sentado al borde de la cama. Su sofocado rostro mostraba una expresión de amargura

—Son mejores que yo esos tipos asquerosos que recoges de la calle? —el afrentado, acusó con dureza—. ¿Cuántos han sido hoy?

Ella soltó una carcajada cruelmente vejatoria y respondió:

—Hoy tan solo dos. Uno por la mañana y otro por la tarde. Buenísimos los dos. Infinitamente mejores que tú. Me han procurado unos orgasmos bestiales.

El hombre encajó con fuerza sus mandíbulas.

—Yo te soy totalmente fiel, y tú puteando todo el tiempo, zorra.

—Yo necesito joder todos los días, y tú muchos días no tienes tiempo —displicente ella y, dando medio giro le mostró su espalda.

<<¡Qué tía tan perversa! Trata a ese hombre como si fuese una mierda —juzgó Paul, por lo que estaba escuchando.

—Casémonos, Sally. Así viviremos juntos y podremos vernos todos los días —él con visible cansancio repitiéndole la propuesta de muchas veces anteriores.

—Eres pesadísimo. No quiero casarme contigo. Quiero ser libre. Entiéndelo de una puta vez. Quiero joder con todo aquel que me mira con el deseo de follarme reflejado en su cara.

El hombre, que mantenía medio cuerpo girado hacia ella se puso de pie, la miró con ojos centelleantes de furia y le dijo mordiendo las palabras:

—Disfrutas torturándome, ¿verdad, mala puta?

—¡Ya habló el gran celoso! —terriblemente despectiva—. A mí me dan risa tus celos, tus muestras de amor. Los hombres celosos resultáis tan ridículos que reírse de vosotros resulta inevitable. Y no me ofendas. ¡No te lo consiento! Yo no soy ninguna puta. Las putas follan por dinero y yo lo hago gratis, por puro placer. Hago felices a los hombres que me gustan, ¡gratis!, y ellos me hacen feliz a mí, ¡gratis también! Y tú no lo entiendes porque eres un reprimido aburguesado. Me das pena. ¡Dios qué pena me das!

La mirada de los ojos, y la actitud de la bella joven eran puro escarnio. Se había recostado en el cabezal de la cama, colocado la almohada entre sus piernas y su actitud era ya del todo desafiante, peyorativa a más no poder.

El ladrón, cuya moralidad era machista, condenó mentalmente la actitud y las palabras de la promiscua mujer: <<Dice bien ese pobre tipo: la tía es realmente una mala puta>>.

—¡Si yo te doy pena, tú a mí me das asco! —atacó él, furioso, perdida finalmente la calma.

—¡Rencoroso! —rio ella—. Estás enfermo de celos, y me alegro. Yo nunca me casaré contigo. Eres un pobre hombre. Me aburres. ¿Por qué no te vas ya? Tengo ganas de quedarme sola. Tú sólo sirves para irritarme. ¡Venga! ¡Coge puerta, inútil!

Pretendía humillar a su amante y lo estaba consiguiendo por completo.

—Disfrutas haciéndome sufrir, ¡víbora! —temblaba de ira el hombre, su rostro congestionado, sus ojos llameantes.

—¡No tienes idea de cuánto disfruto torturándote! Te pones feísimo, tan colorado, los ojos saltones y tu aliento apestando. ¡Vete para siempre! ¡No quiero verte nunca más! ¡Me enfermas! ¡Eres tan patético!

La actitud de la mujer era extremadamente odiosa. El hombre que ella de modo tan despiadado estaba despreciando, perdió la cabeza. Tenía las manos muy grandes y fuertes. Saltó sobre ella. Esas poderosas manos suyas rodearon el elegante cuello femenino y comenzaron a apretar con toda su rabia. Rabia que distorsionaba su rostro, torcía su boca e inyectaba sangre en sus ojos.

La mujer que tan cruelmente se comportaba con él, se dio cuenta demasiado tarde de que la cuerda de la afrenta tiene límites, no es infinita. Desesperada ya, notando que él aire no llegaba más a sus pulmones y toda la sangre de su cuerpo parecía haberse concentrado en su cabeza, trató de librarse de su amante, pero la fuerza que él poseía era muy superior a la suya.

Paul presenció, aterrado, el furibundo estrangulamiento. Y únicamente por un brevísimo instante cruzó su mente la idea de intervenir; pero esa idea no prosperó. Si intervenía se armaría un gran escándalo y las consecuencias para él podrían ser terminar arrestado y acusado de intento de robo.

Y con los antecedentes que tenía terminar de nuevo en presidio, algo que él odiaba casi tanto como a la misma muerte. Así que permaneció inmóvil mientras el cuerpo de la mujer se iba debilitando, su rostro amoratando y sus grandes y bellos ojos claros se velaban hasta quedar sin vida.

Su asesino la soltó entonces. A ella la cabeza se le ladeó al tiempo que sus brazos y manos con las que había intentado librarse del cepo mortal que le significaban las manos del hombre, cayeron rendidos a ambos lados de su cuerpo.

El hombre que acababa de matarla soltó un sollozo seco, casi inhumano y a continuación rompió a llorar con un desconsuelo como jamás el ladrón había visto en ningún otro ser humano. Sentía su estómago revuelto y enormes ganas de vomitar.

Nunca había presenciado antes la muerte de una persona y la consideraba la más terrible de las experiencias. <<Jamás, en toda mi vida, olvidaré el horror que acabo de presenciar>>.

Sin dejar de verter lágrimas, el hombre robusto de rostro cuadrado comenzó a vestirse. Paul reaccionó como le convenía a él. Se tragó los remordimientos con que su conciencia lo castigaba y decidió que debía irse de allí lo más pronto posible.

El descenso de aquel edificio de cinco plantas fue uno de los más difíciles y arriesgados de toda su vida. Por lo aturdido que se sentía, por lo sudadas que tenía las manos y la torpeza que el miedo procuraba a todo su cuerpo.

Por fin llegó abajo, a la calle. Se cubrió el rostro con ambas al recibir de lleno los potentes focos de un coche que acababa de doblar la esquina cercana. El automóvil pasó por su lado con la marcha reducida. Pensó que su actitud podía haber levantado sospechas a sus ocupantes. Vio a su derecha el cajero automático de un banco y dándole la espalda al automóvil simuló que metía una tarjeta de crédito en la ranura correspondiente. Cuando transcurrido un minuto volvió la cabeza, el coche se perdía ya a lo lejos.

Empapado en sudor y con la película de lo presenciado repitiéndose una y otra vez dentro de su cabeza, Paul anduvo las dos calles que lo separaban del sitio donde había aparcado su utilitario. Tuvo que conducir todo el tiempo a velocidad moderada, pues le costaba concentrarse y además tenía que parpadear todo el tiempo porque los ojos se le llenaban de humedad y le dificultaban la conducción.

Llegó por fin al edificio antiguo situado en un barrio obrero de la periferia de la ciudad, donde él tenía un viejo y deteriorado estudio.

Entró por fin en su modesta vivienda, se fue directo a la alacena, sacó de ella una botella de güisqui casi llena y echó, directamente del gollete, un gran trago de licor que entró dentro de su organismo como si fuera lava ardiente, pero que al poco tiempo le hizo sentirse algo mejor.

—El tío cabrón, con qué facilidad se ha cargado a esa tía tan buena —murmuró, necesitando convertir en sonido lo que dentro de su cabeza machacaba su cerebro.

Cogió el mando a distancia y puso el televisor. Tardó poco en apagarlo. Tenía mal cuerpo y aquel continuo desfile de imágenes unido a los efectos del alcohol, que continuaba bebiendo, le producían mareo.

Cerró los ojos. Su conciencia seguía activa. Su obligación como ciudadano y como ser humano civilizado era la de denunciar el crimen del que había sido testigo. ¿Pero y las malísimas consecuencias que este acto de civismo podía acarrearle?

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