UN ENCUENTRO MUY PELIGROSO (RELATO NEGRO)

UN ENCUENTRO MUY PELIGROSO (RELATO NEGRO)

A Lina la saqué de un burdel de carretera. Llegué allí montado en mi buena moto. Eran cerca de las dos de la madrugada. Yo venía de la feria de Linares. Había estado allí trapicheando y llevaba bastante guita encima. Mi parada allí se debió a que llevaba varios días sin gozar de hembra, estaba más caliente que los palos de un churrero y echar un polvo me hacía tanta falta como el comer.

El local era pequeño. El mobiliario funcional. Había media docena de escenas eróticas repartidas por las paredes para poner cachondo al personal. Iluminación escasa y roja, el color del morbo. Numerosas botellas de bebidas alcohólicas en las estanterías, con un espejo detrás para poder verse el careto. El mío expresaba lujuria. Me rastrillé el pelo alborotado. Docena y pico de clientes, todos hombres, y cuatro empleadas atendiéndoles.

Ella se ocupaba de la barra. Tenía el pelo color caoba, los ojos negros y los labios mamones. Me gustó nada más verla.

—¿Me invitas a una copa, rumboso? —me preguntó provocadora la mirada, y, al inclinarse delante de mí buena parte de sus tetas, igual que naranjas de buen año, asomaron por encima del gran escote de su vestido muy falto de tejido por arriba y, otro tanto falto por abajo.

—Vengo demasiado caliente para perder el tiempo con protocolos (dándomelas de tío culto). ¿Qué me vas a cobrar por un completo?

—Desesperado, ¿eh? Cincuenta euros y pongo mi florecilla bien calentita y jugoso a tu disposición —irónica, provocadora su lengua recorriendo en círculo sus labios—. Después, si quedas satisfecho, admito propina.

Saqué del bolsillo de mis pantalones vaqueros el rollo de dinero que llevaba (las carteras para los finolis y amariconados) y le di un billete. Me agradó que lo cogiera sin prisas, risueña, sin mostrar codicia. Se lo metió en un bolsillito de su exagerada minifalda. Acto seguido habló un momento con una compañera que asintió con la cabeza. Entonces ella abrió un cajón, tomó de su interior una llave y guiñándome un ojo me indicó que la siguiera.

Tiramos para la escalera. El alfombrado granate que cubría sus escalones estaba sucio, desgastado y con pegotes negros debido a esos cerdos que mastican chicle y cuando se cansan de castigarlo con las herramientas de comer lo sueltan en cualquier parte.

Ella, con toda intención, había cogido la delantera y mis ojos gozaron viendo la casi totalidad de sus piernas bien torneadas y su culo que movía con tanta voluptuosidad que me puso la sinhueso a punto de disparar.

Entramos en un cuarto que olía fuertemente a desinfectante. Entonces ella se volvió hacia mí, los ojos medio entornados, su boca carnosa de color frambuesa entreabierta, balanceando levemente el cuerpo, la cabeza algo ladeada y la mitad de su melena sirviendo de cortina a su atractivo rostro. Estaba de película porno.

—¿Qué hacemos para empezar? —ofreció mirándome como si me deseara tanto como yo a ella.

—Quítatelo todo menos las medias negras y los zapatos —eran de tacones muy altos y hasta con ellos puestos era más baja que yo.

Se dio prisa porque leyó en mis ojos que lo mío era muy urgente. Tiró la ropa sobre una silla. En contra de lo habitual en las hembras, se quitó las bragas primero y el sujetador después. Le caían un poco los pechos, pero tenía, en cambio, unos pezones con grandes areolas que siempre me han excitado muchísimo.

—Arrodíllate y a ver qué sabes hacer —le exigí convirtiendo mis pantalones en un acordeón al desabrochármelos y dejarlos caer hasta mis pies.

Igual como digo que ningún ser humano es igual a otro, afirmo que tampoco lo es una boca. La de Lina tenía magia, y yo tardé demasiado poco en darle todo lo que tenía sobrado. Lo pasé tan bien con ella que le añadí dos lechugas de cincuenta más, y no seguimos hasta el fin de nuestras vidas porque vino su jefa a llamarnos la atención porque llevábamos ya dos horas, dándole que te pego.

En esto iba pensando, dos semanas más tarde, mientras mi moto devoraba carretera. El faro delantero iba agujereando la negrura de la noche y rescatando parte de lo que mantenía oculto. El motor petardeaba con potencia pidiéndome todavía más velocidad de la que yo le estaba dando. No se la di. Me faltaba concentración. Tenía uno de esos días cabrones en que uno piensa que su vida debería ser otra. Uno de esos días en que yo me arrepentía de haber dejado mi tranquilo empleo de albañil para meterse en negocios tan peligrosos como el que iba a realizar aquella noche.

Arrepentimiento que se me pasó nada más recordar la mierda de sueldo que ganaba todo el día subido en andamios o tejados, donde un descuido podía significarme una caída cuyas consecuencias podía llevarte al hospital, o peor todavía, al patio de los callados. Mierda de sueldo con el que nunca habría podido comprarme la magnífica Harley Davidson que estaba conduciendo en aquel momento.

El encuentro con el Manosnegras (apodo que aquel hijo de puta se había ganado por llevar guantes de piel de cabritilla de este color, lo mismo en verano que en invierno) a las once de la noche en la abandonada fábrica de ladrillos lo consideraba sumamente peligroso. No me fiaba de él, aunque quien nos había puesto en contacto, en la gasolinera del Cruce, me había asegurado que era fetén. Sin embargo, yo advertí algo en el fondo de sus ojos que no me gustó.

Llegué al lugar del encuentro, puntual. El potente círculo de luz de mi motocicleta lo enfocó. Se hallaba con el culo apoyado en el capó de su descapotable, y pensé con cierta envidia: <<Este hijo de puta está forrado>>.

Detuve la Harley Davidson junto a su lujoso automóvil manteniéndola al ralentí.

—Apaga las luces, coño, que me ciegas. ¿Has traído la guita, tío? —preguntó él con su voz áspera, desagradable.

Le hice caso. Apagué el faro, pero continué con la moto al ralentí. Así y todo, me pasé de confiado. La luna se hallaba recién iniciado su cuarto creciente y nos procuraba la suficiente claridad para vernos

—¿Y tú has traído la nieve? —quise saber a mi vez.

—En la mano la tengo. Hagamos lo acordado. Yo te doy la nieve con una mano y cojo la guita con la otra, al tiempo que tú haces lo mismo.

Lo hicimos así.

—¿Está toda la pasta? —preguntó para distraerme al tiempo que su mano libre la metía por dentro de su elegante chaqueta.

Siempre tuve muy buenos reflejos. Así y todo antes de poder arrollarlo con mi moto, el muy cabrón tuvo tiempo de meterme una bala en el costado. La herida era dolorosa, pero que no mortal.

Le metí gas a fondo a la Davidson y conseguí pasarle por encima sin caerme. Luego fui devorando asfalto. Mi boca escupiendo maldiciones. Mi herida escupiendo sangre. Apenas encontré tráfico. Conduje con una mano, y taponándome el boquete de la bala con la otra. Conseguí, realizando un titánico esfuerzo, mareado y temiendo a cada momento caerme, llegar a la chabola de un menda que ejerce la medicina, aunque no tiene título.

Mientras él preparaba los instrumentos con los que iba a extraerme el proyectil, rompí una esquina de la bolsa que me había dado el Manosnegras, le hundí un dedo previamente humedecido y me lo llevé a la boca. Le dediqué a aquel malnacido tan exagerado chorro de maldiciones que me quedé sin aliento:

—Antes que me metas el bisturí voy a hacer una llamada —le dije al guarro mugriento que acababa de desinfectarlo con la llama de un mechero, recuperando de inmediato la botella de aguardiente que había soltado durante un momento.

Llamé a Lina y le dije que viniera a buscarme con el coche de segunda mano que yo le había comprado.

—¿Estás bien? Te noto la voz rara.

—Es que me estoy riendo por dentro —con heroica guasa.

Y era verdad. Yo me había quedado con una bolsa de polvos talco y una bala, y el hijo de puta del Manosnegras con un buen puñado de recortes de periódico y el atropello mío que esperaba lo hubiese dejado medio muerto, o muerto entero.

(Copyright Andrés Fornells)

(Guita: dinero)