UN CHOQUE POR DOBLE DISTRACCIÓN (RELATO)
    Día festivo señalan los calendarios. Arriba, el sol es regateado por unas pocas, alargadas nubes. Abajo, transeúntes ociosos y vehículos contribuyendo a que aumente la contaminación. En una gasolinera un coche que entra en ella choca con un coche que la está abandonando. El topetazo no ha sido violento, pues ambos conductores mantenían una velocidad moderada, pero como los vehículos actuales están construidos con plástico ligero, endeble, los dos han quedado averiados.
Los conductores de estos automóviles son un hombre y una mujer. Se bajan de ellos. No se conocen de nada. Andan parejos en cuando a su edad, unos treinta años. Ella es bonita. Él es atractivo. Se miran preocupados.
—¿Estás bien? —se interesa él.
—Sí, se me está pasando el susto. ¿Cómo estás tú? --responde ella.
—Bien también. Creo que la culpa de lo que ha pasado la tengo yo. Iba algo distraído pensando en el trabajo.
—También yo iba pensando en el trabajo —coincide ella—. Este mes me han subido un poco el sueldo y hay un vestido que me gustaría comprarme. Lo vi el otro día en una boutique de mi barrio, y espero lo tengan todavía.
—Yo pensaba en llamar a un amigo mío que es socio del Celta de Vigo y preguntarle que si no piensa ir al partido de mañana me preste su abono.
—¿Qué hacemos?
—Llamar a nuestro seguro y a la policía.
Los unos y los otros tardaron poco tiempo en acudir junto a ellos. Los accidentados habían tenido tiempo de decirse sus nombres y revelar él que era un forofo del futbol, y ella que prefería el baloncesto. Los agentes decidieron que el culpable del choque era Agustín Lomas, el hombre, por haber pisado la línea discontinua por algo menos de un metro. Mientras que ella, Selena Comas, iba bien por su izquierda.
Las grúas se llevaron los dos coches. Agustín y Selena quedaron solos. Cambiaron una sonrisa demostrativa de simpatía.
—¿Nos tomamos algo que nos ayude a paliar el sobresalto que nos hemos llevado? —propuso él deseoso de alargar la agradable compañía de ella.
—Vale. ¿Qué crees tú que puede paliar mejor nuestro sobresalto? —divertida ella.
—Cualquier cosa que no sea un vaso de agua —gracioso él.
Rieron. Él la cogió suavemente del brazo en un gesto galante con el que la ayudó a subir el escalón que había en la entrada del bar de la gasolinera. Había allí varias mesas vacías. Ocuparon una. Vino enseguida atenderles una chica joven. Selena conteniendo su risa dijo mirando con picardía a Agustín:
—Creo que lo que mejor le sentaría a mi sobresalto sería un helado de vainilla y chocolate. ¿Tenéis? —preguntó volviéndose hacia la empleada.
—Tenemos —respondió, risueña, ella.
—Pues que sean dos —se apuntó él.
Al quedarse solos, Agustín informó:
—Yo me dirigía al barrio Meneses, a visitar a mi madre que vive allí. Por cierto, perdona un instante voy a enviarle un mensaje diciéndole que he pensado dejar para la semana que viene visitarla. No le contaré lo del choque porque es muy sufridora y se preocuparía temiendo le oculto algo malo que me ha sucedido.
—También yo voy a enviar un mensaje a mi hermana. Había quedado en que llegaría a su casa a las once, y pasa ya de esa hora y estoy todavía aquí con el hombre que me ha dejado sin coche.
—Ponle a tu hermana que lo siento mucho y que me perdone como me has perdonado tú. Por qué me has perdonado, ¿verdad?
—Por esta vez sí, pero no lo tomes como vicio chocar tu coche con el mío —el tono de broma empleado por ella motivo una nueva risa por parte de ambos.
Había terminado ella de enviar el mensaje cuando la camarera les sirvió lo que le habían pedido. Coincidieron ambos en que el helado estaba muy rico.
—Si no engordasen me comería un par de ellos todos los días. Me gustan muchísimo los helados —confesó ella mientras se limpiaba la boca con una servilleta.
—De estar yo en tu lugar no me preocuparía por engordar un poco.
—¿Me ves flacucha? —sorprendiéndose ella.
—Te veo estupenda, pero aunque engordases un par de kilos a mí seguirías gustándome mucho.
Lo había expuesto tan convencido que a ella le gustó su comentario.
—Gracias por el cumplido… —coqueta.
—He dicho la verdad y solo la verdad, señor juez —con jocosidad él.
Se prendieron sus miradas. Ella leyó sinceridad en lo expuesto por él y se turbó. Dejaron de mirarse. Terminaron con él helado. Ella empezó a mostrar nerviosismo.
—Llamaré a la camarera para pagarle. No vamos a quedarnos aquí toda la mañana, claro.
—¿Tienes algún plan improvisado? —mostrándose ansioso él.
—La verdad es que no.
—Yo tampoco. ¿Sabes montar en bicicleta?
—Tuve una durante mi adolescencia.
—También yo. Conozco cerca de aquí un taller que las alquilan, podríamos alquilar dos y hacernos una pequeña excursión hasta el río. ¿Te atreves?
De nuevo cambiaron una mirada de agrado.
—Me atrevo —aceptó ella empleando su mejor sonrisa, pues se había dado cuenta de que a él le encantaba.
Miguel quiso pagar las consumiciones, pero Serena se opuso diciendo con claridad:
—Sé que pretendes ser galante, pero yo no estoy de acuerdo con esa galantería. Como suele decir mi madre: El que se come el bollo, que lo pague.
—La mía, mi madre, suele decir: Compra con tu dinero, no con el del banquero.
Aun les duraba la risa cuando le hicieron una seña a la camarera para que acudiese junto a ellos. Pagaron las consumiciones a medias, salieron a la calle y caminaron juntos mirándose y sonriéndose.
Alquilaron sendas bicicletas y acordaron devolverlas antes de las ocho de la noche, pues si lo hacían pasada esa hora tendría que pagar una penalización. La bici de ella era de mujer. Comento al respecto:
—Si en vez de falda, llevase puestos pantalones habría escogido una bici de hombre. Las prefiero.
—Podemos arreglar eso. Yo te doy mis pantalones, tú me das tu falda y yo me declaro súbdito escocés si nos para algún policía.
Les dio un ataque de risa. Evidentemente compartían la misma jovialidad y sentido del humor.
Físicamente él era el más fuerte de los dos y ella le pidió tomase la delantera, advirtiéndole:
—Pero no corras muy rápido que estoy muy desentrenada.
—De acuerdo. Volveré todo el tiempo la cabeza para asegurarme de que me sigues. No quiero perderte por nada del mundo.
Estuvo tierno al decirlo y ella se emocionó al tiempo que le surgía un pensamiento que la hizo estremecer: <<Creo que me costaría muy poco enamorarme de él. Es un hombre valioso. Amable, educado, simpático>>.
Cada vez que se detenían en un semáforo, él se interesaba:
—¿Vas bien, Selena?
—No voy mal. Debemos estar ya cerca del río, ¿verdad?
—Aún nos queda un trecho. ¿Quieres que descansemos un ratito?
—No. Mi amor propio me lo prohíbe.
—Eres una chica valiente —elogió él envolviéndola con una mirada cálida.
—Intento serlo, por lo menos.
El semáforo mostró su luz verde y ellos dos reanudaron el pedaleo sintiendo todo el rato la proximidad de los vehículos de cuatro ruedas.
Por fin pudieron dejar la carretera y coger el camino de tierra que llevaba al río. Había mucha gente joven por allí. Un buen número de niños jugando, corriendo, gritando. Fueron directo al chiringuito instalado allí. Se habían confesado muertos de sed. Selena se quedó al cuidado de una mesa libre y de las bicicletas. Miguel fue a buscar dos jarras de cerveza muy fría y algunos frutos secos. Echaron un trago largo, mostrando gran deleite. Y acto seguido picotearon lo traído por él.
—¡Ah, qué placer! —exclamó ella pasándose la lengua por el labio superior manchado de espuma.
—Un placer enorme —coincidió él—. ¿Sabes? Mi primera cerveza me la bebí cuando contaba catorce años y no me gustó.
—No me acuerdo de la fecha en que bebí yo la primera, pero estoy segura de que me ha gustado siempre.
Los dos tenían muchas ganas de hablar, de conocer cosas del otro y de contar cosas suyas. Empezaron a transmitirse recuerdos antiguos buscando amenidad e interés. Se escuchaban con atención, interés, complacencia. Se miraban a los ojos sin reserva, abiertamente. Notaron como les iba uniendo un sentimiento de ternura. En cierto momento Agustín se tomó la confianza de cogerle una mano a Selena. A ella le gustó el contacto entre ellos. No retiró la suya sino que le devolvió la caricia en los dedos.
—Tienes un anillo en el dedo corazón de tu mano derecha —observó él—. El rostro de un anciano con el pelo muy largo y un gorro en la cabeza.
—Ese gorro se llama taqiyah, en árabe. Este anillo me lo regaló mi vuelo Anselmo. Lo compró en un viaje que hizo a Marruecos. No es un anillo ni bonito ni femenino, pero a mí me gusta.
—Las cosas no se valoran por lo que valen, sino por lo que significan para nosotros —apreció, sensato, él.
Miguel y Selena pasaron el resto del día juntos. Para entonces llevaban ya mucho tiempo demostrándose que sentían el uno por el otro una atracción muy especial. Se cogían las manos con total confianza, se las acariciaban con gusto y sus ojos cruzaban miradas enamoradas. Quedaron en verse al día siguiente, mientras esperaban en la marquesina el autobús que no era el mismo para los dos, pues vivían en varios distintos. Miguel le pidió un beso con voz suplicante.
—Si no te lo hubiese pedido, me habría pasado la noche recriminándomelo. Ahora tú dirás qué hacemos --pedigüeño, anhelante.
—Pero uno nada más, ¿eh? Un beso solo —tras pensarlo un tiempo corto, fingiendo no tener tantas ganas como él de compartir esa caricia.
Se besaron con cierta pasión no exenta de timidez. Ella se sonrojó. A él le encantó esta reacción suya y dijo:
—Está noche soñaré contigo.
—También yo soñaré contigo... por lo que le hiciste a mi coche --marcando picardía--. Hasta mañana —corriendo ya hacia la puerta del vehículo de servicio público.
Los dos se estuvieron mirando mientras les fue posible. Los dos bendecirían el resto de su larga vida juntos aquel afortunado choque de sus dos vehículos.
(Copyright Andrés Fornells)