TRES MALOS ENCUENTROS (RELATO NEGRO)

TRES MALOS ENCUENTROS (RELATO NEGRO)

TRES MALOS ENCUENTROS

(Copyright Andrés Fornells)

Fue un encuentro casual. La mujer era bastante mayor. Su rostro estaba demacrado, envejecido por los años y el abuso de maquillaje; sus carnes blandas, descolgadas, blancuzcas, despertaron un extraño morbo en el hombre que ella había conocido en un bar y llevado a su sórdido, lúgubre y sucio piso.

Ella lo miraba con aire de insensata superioridad porque él quería algo que ella podía venderle y se creía con derecho a despreciarle.

El deseo del hombre había muerto en cuanto la vio desnuda, pero no la odiaba todavía. El odio le vino cuando ella comenzó a burlarse porque él no reaccionaba a su obsceno manoseo, a mortificarle diciéndole que él no necesitaba una mujer, sino un hombre.

Ella no debió herirle. No debió gozar humillándole. Sus ojos brillaban cargados de malicia, agrandados por el maquillaje, su boca pintarrajeada se torcía de manera odiosa. Despertó en su acompañante un deseo irresistible de borrar para siempre aquellos gestos tan ofensivos. Recorrió su mirada el feo, ajado rostro femenino deteniéndose en la garganta llena de arrugas ya.

Una nube roja surgió del interior de las rugientes entrañas del hombre. Nube que creó una idea que le martilleó dolorosamente las sienes enloqueciéndolo. Dio un paso hacia la mujer.

Ella se asustó cuando las trémulas manos masculinas se cerraban en torno a su cuello. No le sirvió de nada la desesperada lucha que entabló. El grito de pánico que quiso lanzar se ahogó en su garganta. Estaba sentenciada. El reloj de su existencia se paró.

El hombre buscó la calle como un nadador cercano a la asfixia busca la vivificadora superficie. Aspiró con auténtica fruición el aire contaminado, apestoso que halló fuera del lóbrego edificio que acababa de abandonar.

La noche era una negruzca, turbia marea amenazadora. Las estrellas del cielo tenían un parpadeo que se le antojó despiadado. La luna permanecía escondida. La humedad que flotaba en el aire se le metió dentro de los huesos provocándole escalofríos.

Echó a andar sin rumbo, moviéndose como un zombi, el demacrado rostro sin expresión, los ojos fijos al frente apenas parpadeando. Quitar una vida, le había quitado la suya propia. Y su odio seguía vivo. Las aceras se alargaban, interminables.

Cruzó una calle sin mirar. Un coche lo atropelló. El deshumanizado conductor se dio a la fuga.

El atropellado, tumbado de espaldas sobre el sucio pavimento vio como se volvían borrosas las estrellas del cielo, hasta que dejó de verlas. El reloj de su existencia se había parado también.

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