SED NEGRA - 4. El padre Asensio

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CUARTO CAPÍTULO

El sábado por la mañana, el padre Asensio detuvo su pequeño y casi nuevo todoterreno delante de la entrada principal de la Misión. Tal como acostumbraba, sacó la llave de contacto, echó el freno de mano y dejó colocada la marcha atrás. Realizado todo esto, se bajó del vehículo. Sus manos buscaron el trasero de sus oscuros pantalones arrugados por tantas horas de conducción y trató, dándoles varios tirones, de devolverles la forma perdida. Luego dirigió una breve mirada de disgusto a la capa de polvo que cubría por completo su coche. Limpio como una patena estaba cuando partió de la ciudad de Swali. Centró sobre su pecho el crucifijo de platino colgado de su ancho cuello. Consultó su reloj de pulsera, un magnífico Petak Philippe también del mismo precioso metal, y esbozó una sonrisa de satisfacción. Su puntualidad podía calificarse de prodigiosa teniendo en cuenta las infernales carreteras que había recorrido durante seis ininterrumpidas horas, un par de ellas siendo todavía de noche.

El padre Asensio era un hombre de treinta y pocos años, bajo, regordete y casi barbilampiño. Sus redondos y salidos pómulos parecían dos caquis maduros. Poseía una sonrisa bonachona muy acorde con sus mansos ojos claros. Tanto por su aspecto como por su meritoria conducta caía bien a todo el mundo, lo cual favorecía de manera considerable la misión evangelizadora a la que dedicaba su vida. Aunque llevaba tan sólo tres semanas viniendo a dar misa a la Misión, debido a su carácter abierto y afable se había ganado la estima y el agrado de las religiosas y asimismo la de los escasos nativos que se acercaban a la iglesia —ignoraba si por convicción o simple curiosidad—. Depositó sobre el asiento vecino al del conductor su sombrero de fieltro. Secó bien con un gran pañuelo el sudor que cubría su grasiento rostro, devolvió a su sitio un mechón de cabello castaño desprendido sobre su frente, y perdonándose de antemano por aquel acto de irrefrenable vanidad, se observó durante varios segundos en el espejo exterior de su automóvil. «Podría tener una apariencia bastante peor», juzgó, benévolo consigo mismo.

A continuación, dirigió sus pasos hacia la puerta abierta de la sencilla iglesia y entró. Se trataba de una pequeña estancia alargada. Al fondo, una mesa alargada, cubierta con un paño blanco tenía colocado en su centro un sagrario dorado, con sendos candelabros de madera a los lados. Detrás de la mesa se encontraba la pared lisa de la que pendía la rústica talla de un Cristo clavado en la cruz. A un lado y otro del Crucificado colgaban cortinas de terciopelo rojo que iban desde el techo al suelo. Junto a la pared de la derecha se alzaba un balconcito de madera que hacía las funciones de púlpito y al que se subía por una escalera con cuatro peldaños. En la pared de la izquierda había algunos cuadritos representando diferentes pasos del vía crucis. Los bancos, igualmente rústicos, estaban sin embargo provistos de las correspondientes tablas para la genuflexión, y reclinatorios. Un ventanal a cada lado de la estancia la iluminaba con una luz blancuzca, cegadora. Por una de ellas entraba en aquel momento un ancho haz de sol con miles de diminutas partículas flotando que, al llegar al centro de la capilla, procuraba a ésta cierto aspecto misterioso y recoleto.

Cuando los fieles allí reunidos descubrieron la presencia del eclesiástico, guardaron inmediato silencio y quedaron todos pendientes de su persona, concediéndole un protagonismo muy de su agrado. Las monjas, por su parte, se mantenían en el puesto que cada una de ellas tenía asignado. Se hallaban de pie, silenciosas, mirando al frente. Al contrario de los escasos nativos que no paraban de moverse y dirigir su vista a todas partes. El sacerdote, procurando dar empaque a su caminar, saludó con leves movimientos de cabeza a las hermanas, primero, y a continuación a las demás personas. Todo esto sin detenerse. Poseía una peculiar manera de andar. Lo hacía con el tronco erguido, bamboleante de caderas y con un delicado braceo.

La hermana Matilde se encargó de hacer sonar la pequeña campana situada en lo alto de la insignificante torrecilla. Llamada inútil la suya pues a aquella ceremonia cristiana no acudiría nadie más aparte de los ya presentes. Sor Teresa, que le servía de sacristán y monaguillo, se movió con pasos silenciosos hacia el altar, encendió los cirios y preparó los demás objetos necesarios para la realización de la santa misa. El padre Asensio realizó el santo sacrificio con la seriedad y solemnidad habituales en él, ayudado por sor Teresa que, con su rechoncha figura y cara colorada hubiera podido pasar por hermana mayor suya.

Terminaron la ceremonia católica entonando las misioneras el Deus in adjutorium meum intende, en un semitono y voces perfectamente uniformes. El recitado coral duró varios minutos. Era esta la parte de la misa que los indígenas disfrutaban más. Los africanos sienten, como ninguna otra raza, el embrujo de la música. Una vez hubo llegado a su fin la liturgia, los nativos se marcharon sin prisas, risueños, como espectadores que han asistido a una obra teatral de su agrado, aunque no la hayan entendido. Todos eran mujeres, menos dos ancianos. Ningún hombre joven, tampoco ningún niño. El temor supersticioso de éstos era muy superior al de las féminas.

Las hermanas regresaron a sus tareas. El cura se reunió con la madre superiora fuera del recinto sagrado y ella le dio cuenta de la llegada, iba ya para una semana, del doctor que esperaban. Esta novedad despertó al instante la curiosidad del eclesiástico.

—¿Qué tal es el doctor, reverenda? —quiso saber.

—Muy joven. Un poco más joven que usted. Competente, educado y… agnóstico.

—¿Muy agnóstico? —inquirió el sacerdote, entonación irónica en su voz algo aflautada.

—¿Hay diferentes grados de agnosticismo? —respondió con cierto sarcasmo la religiosa observándole por encima de las viejas gafas de sol, que usaba cuando tenía sus ojos irritados.

—Vamos a verlo, reverenda.

—Vaya usted solo, padre Asensio. No puedo acompañarle. Estoy muy ocupada.

Despidiéndose de ella con un gesto de su mano ancha de dedos cortos, gruesos, el sacerdote echó a andar hacia el hospital de la Misión. Se acordó de su sombrero dejado en el coche. No le apeteció regresar a buscarlo. Permitiría al sol enrojecer su delicada piel. Luego se pondría crema. A los saludos de los pacientes nativos apiñados al amparo de la sombra de los árboles, respondió con sonrisas y marcando con su mano derecha graciosas cruces en el aire. Era presumido. No podía renunciar a darse aires de importancia, convencido de que Dios, con su infinita magnanimidad, le perdonaría pecadillo tan benigno.

Nada más atravesar la deteriorada cortina de canutillos arrugó la pequeña y picuda nariz al captar el ofensivo olor reinante dentro de la nave del hospital. A las insufribles moscas se iba acostumbrando poco a poco. Que el Señor perdonase su todavía débil resignación y resistencia al tormento que le ocasionaban. Esbozó una sonrisa divertida al recordar la última conversación mantenida con su hermana pequeña, Alba, durante la cual se habían reído juntos al comentarle ella que un científico japonés había inventado unas pastillas que eliminaban el mal olor de las heces. Bastaba ingerir una cápsula para mantener un olor agradable durante dos días. «Espero que pueda perdonar el Señor a quienes malgastan la sabiduría recibida de él, creando productos de tan extremada frivolidad».

Descubrió enseguida al médico nuevo. Le sorprendió favorablemente su atractivo facial, su esbeltez y aventajada estatura. Un pensamiento muy parecido al que tuvo la madre superiora nada más ver a Celso por primera vez, le asaltó también: «¿Con ese buen aspecto y esa juventud habrán sido tan sólo motivos humanitarios los que le habrán impulsado a encerrarse en este perdido rincón del mundo? Apostaría un bocadillo de jamón de pata negra a que no es así».

El doctor se hallaba junto a la cama de un hombre de cuerpo consumido que sufría una enfermedad incurable en su sistema nervioso central. Al lado del lecho, en un pequeño taburete de madera traído por ella, se hallaba sentada la fiel y abnegada mujer del paciente, todo el tiempo pendiente de él, del menor de sus deseos. Permanecía así durante horas y horas, contemplándole con angustioso silencio. Formaban una pareja conmovedora. Entre ella y sus hijos le habían transportado hasta el hospital el día anterior en unas parihuelas, tan débil y macilento que no podía ni siquiera sostenerse de pie. Celso posó con afecto una mano sobre el hombro de la nativa. Admiraba su ejemplar conducta. A petición suya, que le había pedido la verdad, él le había anunciado moriría pronto su marido. No duraría más allá de tres o cuatro días.

De pronto, el médico notó una presencia extraña. Miró hacia la entrada de la alargada estancia y descubrió al padre Asensio. Lo veía por primera vez pues él había llegado a la Misión el domingo anterior por la tarde, y ellos dos no habían tenido ocasión de conocerse. Lo examinó mientras se le acercaba, apreciando eran de muy buena calidad su traje de clergyman, la cruz colgada del cuello, el reloj de pulsera y las sandalias que calzaban sus pies. Sabía quién era porque la madre superiora se lo había mencionado, de pasada, un par de veces y también descrito con bastante fidelidad. Al quedar frente a frente los dos hombres intercambiaron un saludo afable.

—Hola, doctor.

—Hola, padre. Puede llamarme Celso. No es pecado.

El religioso ensanchó su sonrisa.

—Y usted a mí Asensio, que tampoco lo es. He sabido por las hermanas que no han podido convertirle a la fe católica… todavía —dijo con jocosa entonación.

—La verdad es que han sido muy respetuosas conmigo y ni tan siquiera lo han intentado.

—La libertad de culto se ha ido imponiendo con el tiempo. No sé decir si para bien o para mal. ¿Qué tal van las cosas por aquí?

El médico dejó de balancear con dos dedos el estetoscopio colgado de su cuello, costumbre adquirida durante sus años de facultad. La cuestión del sacerdote ensombreció su semblante.

—Podrían ir infinitamente mejor, desde luego. Carecemos de casi todo. Estamos improvisando la mayor parte del tiempo. Yo vengo de un hospital provisto de todo tipo de aparatos modernos. Aquí, la falta de medios es horrorosa. No tenemos de nada. Vamos, para desesperarse.

Sin él pretenderlo, sus palabras destilaban amargura y desaliento. El cura, comprensivo.

—Ay, lo sé, lo sé… La madre María me lo repite una y otra vez todas las semanas. He hecho algunas llamadas a mis familiares y amigos pidiéndoles me envíen todo aquello que puedan: medicinas, material para curas y un par de incubadoras, no importa lo antiguas que sean. Es tan penoso lo que están obligados a hacer aquí para intentar salvar a las criaturas nacidas prematuramente… Pero tendremos que armarnos de paciencia. Nos separa de nuestro país una distancia muy considerable. Luego está el superar las barreras burocráticas, a menudo casi insalvables, los numerosos ladrones sin conciencia predispuestos a medrar, incluso a costa de los más pobres. ¿Le han dicho lo que han aprendido de mí los dos pobrecitos leprosos allí encamados, doctor?

Era una de las características del padre Asensio, cambiar de tema cuando la conversación seguida alcanzaba un punto que le causaba malestar.

—Pues no, padre. Apenas conozco una docena de palabras en lengua nagune.

—¿Dispone de un momento?

—Sí, he terminado mi ronda de todas las mañanas.

—Pues ahora verá.

El cura marchó decidido hacia las camas de aquellos pobres desdichados que, al verle se les animaron los ojos.

—Ave María Purísima —les dijo.

—Sin pecado concebida —respondieron rápido los dos lazarinos.

El padre Asensio soltó una divertida carcajada y, sacando algunos caramelos del bolsillo de sus pantalones oscuros los repartió entre ambos.

—¿Ha apreciado, doctor, lo genuinos que son? —Esperó que se produjera la sonrisa aquiescente de su interlocutor para añadir—: He sabido por la madre María que Cuyá, la muchacha que se quemó en un incendio, murió hace dos días. Dios se apiadó de ella. Ya no sufrirá más.

—No murió en gracia de Dios por ignorancia de la religión cristiana —reticente el médico.

—Corren otros tiempos, doctor. Ahora admitimos que los buenos, sea cual sea su religión, también van al cielo. Muy original cómo explica la muerte esta gente, ¿verdad?

—Sí, según ellos la muerte es lo que ocurre cuando los hilos de los pensamientos se rompen. Desde mi llegada esos hilos se les rompieron a dos de mis pacientes —denotaba dolida contrariedad la explicación del facultativo.

—Por desgracia, la enfermedad, la miseria, el sufrimiento y la muerte son los cuatro jinetes del Apocalipsis en los países del tercer mundo.

—Nada más cierto. ¿Es bueno el hospital de Swali, esa gran ciudad donde vive y tiene usted su iglesia, padre?

—Sí, es bastante bueno. Lástima se encuentra a seis horas en coche y le resulte a usted imposible enviar allí a los enfermos que aquí no puede atender bien.

—Si tuviéramos una ambulancia, aunque fuera vieja, podríamos salvar bastantes más vidas llevando allí a los enfermos graves que yo no puedo operar aquí con garantías de éxito debido a los escasos medios disponibles. Aunque salvaríamos todavía más vidas si pudiéramos alimentar a los que, según me dicen, se están muriendo de hambre en Ngoe, por nombrar sólo el lugar que nos cae más cerca.

—Eso sí es un auténtico, espantoso e imperdonable crimen que deben cargar sobre su conciencia todos los países ricos —la pesadumbre ensombreció el sonrosado semblante del clérigo—. En cuanto a la ambulancia, con el tiempo puede que consigamos una. Vieja, claro. Nunca se debe perder la fe. Todavía quedan muchas, muchas personas buenas en el mundo.

El sacerdote mantenía la mayor parte del tiempo sus manos gordezuelas cruzadas sobre su vientre un tanto prominente. Celso lo juzgó amante de la buena mesa, y no se equivocaba. Sabedores de su buen paladar, sus familiares le enviaban con cierta frecuencia paquetes de embutidos, su gran debilidad.

—Si la mayoría de los adultos que acuden a nosotros están mal alimentados, los niños lo están todavía más. Muestran terribles deficiencias vitamínicas y de desnutrición. Necesitan fruta, leche y un suplemento de hierro —enumeró el facultativo.

—Sí, me he fijado en algunos de los que están afuera. Parte el alma verlos tan esqueléticos y con esos vientres tan hinchados.

—Están infestados de parásitos intestinales. Ojalá para octubre vengan las lluvias que tan desesperadamente se necesitan y salgamos todos de esta espantosa sequía. Según me han contado las hermanas, cuando aquí escasea la comida son los niños quienes menos alimento reciben; es una ancestral e inhumana costumbre arraigada entre esta gente, que debemos intentar erradicar.

Los semblantes de ambos mostraban gravedad, preocupación y tristeza. Fijaron su atención en el pájaro negro que acababa de posarse en el alféizar de una de las ventanas.

—Se ausenta unos minutos y regresa de nuevo al hospital —explicó Celso señalándolo—. Debe ir a comer algo y luego vuelve. Pertenecía a la otra paciente que se nos murió el jueves. Una mujer muy mayor. Al parecer no tenía a nadie más en el mundo aparte de este fiel animalito, que no entiende su ama no va a volver más y la está esperando.

Contrajo la boca del cura un gesto de tristeza. Era un hombre muy sentimental, de lágrima fácil. Mirándole directo a los ojos preguntó al facultativo, dejándose llevar de la curiosidad:

—Es usted muy joven, doctor. Habrá tenido poderosos motivos para decidir venirse a un lugar tan remoto y pobre como éste…

Celso eludió su incisiva mirada y, para evitar darle la explicación que el otro de modo tan indiscreto buscaba, ignoró su cuestión.

—Me comentó la madre superiora usted es también casi un recién llegado a África, pues lleva poco tiempo en este continente.

Su interlocutor desistió de seguir siendo entrometido.

—En efecto. El próximo miércoles hará cuatro semanas que vine a hacerme cargo de una preciosa iglesia en la populosa Swali. Mi predecesor, como ha ocurrido con el suyo, se jubiló. Espero que me visite alguna vez. Será muy bien recibido. ¿Le gusta leer?

—Me gusta.

—Le prestaré algunos libros en mi próxima visita. Me traje un par de baúles llenos hasta arriba. La lectura es uno de mis mayores vicios veniales. Cuando estuve en el seminario, mis superiores me requisaban los libros porque me ponía a leer en lugar de a estudiar.

Rio el sacerdote confesando esta pequeña indisciplina suya. A Celso comenzaba a caerle muy bien este hombre de ademanes refinados, ostentoso y aparentemente falto de maldad.

—Se lo agradeceré muchísimo. ¿Ha oído usted hablar de la papilla Unimix?

—Claro. Está salvando muchas vidas en África. Creo que está compuesta de harina, azúcar, soja y aceite. ¿Me equivoco?

—Todo ello junto con un complemento vitamínico. Si alguien caritativo nos enviase algunas cajas Unimix les haría un bien incalculable a los nagune —insistente el médico.

—Lo comunicaré a mi gente la próxima vez que hablemos por teléfono. Voy a tener que irme, doctor. Me esperan seis horas de viaje, y no precisamente por una autopista. Bueno, ya conoce usted parte de esa espantosa carretera, por llamarla alguna cosa.

—¿Le gusta conducir?

—Sí, mucho. Tengo esa suerte. De muy joven, uno de mis mayores sueños, o podemos llamarlo locura, fue convertirme en piloto de Fórmula 1. Solía pisar a fondo el acelerador del primer coche que me compraron mis padres. Luego recibí la llamada del Señor y supe que mi destino era otro. Bien, hasta el sábado que viene, doctor. He tenido mucho gusto en conocerle.

—Lo mismo le digo, padre —contestó Celso, no menos amable, acompañándole hasta la puerta—. Tenga cuidado, en especial con ese peligrosísimo abismo que hay cerca de aquí —recomendó, recordando el miedo por él experimentado el día de su llegada.

—Del Demonio llaman a ese precipicio, y se lo merece.

—Me entran escalofríos cada vez que pienso en él. La verdad —confesó, sincero, el galeno.

—Si fuera usted un buen cristiano como yo, no le temería a nada, porque nada sucede sin la inapelable y santa voluntad de Dios —rio, despreocupado, el clérigo.

—Si yo fuera tan buen creyente como usted, añadiría a lo de inapelable y santa, también inmisericorde voluntad divina, en ocasiones.

Controló Celso su voz para evitar delatara cuanta amargura llevaba dentro.

—Doctor, sus palabras le sitúan más cerca del ateísmo que del agnosticismo —reprendió con suavidad el padre Asensio.

Fue lo último que se dijeron aquel día. Saliendo, el sacerdote se cruzó con un hombre flaco y huesudo. Llevaba en brazos a un niño de corta edad con numerosos chancros repartidos por su cuerpecito goteaba pus. Tenía sus ojos tan infectados que ya no podía abrirlos. Celso, olvidándose del cura, indicó, por señas al recién llegado depositara al niño sobre una cama vacía.

—¡Maldita sífilis! ¡Mucho me temo ha alcanzado ya el cerebro de esta pobre criaturita!

La novicia nativa que había acudido junto a ellos tradujo al afligido padre del niño el diagnóstico del médico.

—¿Morirá? —preguntó el hombre, ronca la voz, fatalista la expresión de su consumida faz.

La muchacha, una de las cuatro que ayudaban en el hospital cuando se las requería, se limitó a encoger los hombros. Celso lo estaba atendiendo, con pesimista expresión.

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