SED NEGRA - 3. El Hospital

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TERCER CAPÍTULO

El joven blanco examinó con atención este lugar donde iba a vivir y trabajar no sabía por cuánto tiempo. Experimentó más incertidumbre que excitación. ¿Había tomado la decisión adecuada o cometido, como afirmaban sus padres, hermano y algunos buenos amigos, una locura?

Kwoyo detuvo el jeep delante de la puerta principal.

—Gracias por el viaje. Eres un buen conductor, Kwoyo.

—El mejor —aceptó el cumplido afirmando sin modestia ninguna.

—Sí, el mejor.

Celso se desentendió del coche para dedicar su atención a dos muchachas indígenas que, mostrando sonrisas muy blancas le daban la bienvenida examinándole con no poca curiosidad. Les sorprendía la juventud y atractivo aspecto del recién llegado, y no lo disimulaban. Cubrían sus delgados y oscuros cuerpos raídos uniformes azules.

—¿Habláis mi idioma?

—Sí, hermanas enseñar —contestó la más decidida de las dos—. ¿Maleta?

—Pesa mucho. Yo la llevaré, y también la mochila —acababa de cargársela a la espalda—. Por favor, ¿podéis conducirme hasta la madre superiora?

Le precedieron ligeras como gacelas, entre cuchicheos, risitas y miradas furtivas. Celso entendió que él les significaba una gran novedad. Entraron dentro del edificio principal. Cruzaron una pequeña antesala cuyo único mobiliario eran una mesa y dos rústicos bancos de madera. Colgadas de sus paredes había tres fotos de religiosas. Pertenecían a las fundadoras de aquella orden humanitaria. Habían quedado poco favorecidas. «Parecen hoscas campesinas disfrazadas de misioneras», estimó Celso, poco respetuoso. Los cristales de los marcos estaban rotos. Tomaron un pasillo. Al llegar a su mitad, las indígenas se detuvieron delante de una puerta.

—Madre superiora, aquí. Adiós, señor.

Las muchachas nativas escaparon, riéndose, pasillo adelante. A Celso se le aceleró el pulso. Aspiró hondo, adoptó una expresión de serenidad, y luego sus nudillos golpearon la puerta. Una ronca voz de mujer lo invitó a entrar. Abrió la puerta encontrándose con un pequeño cuarto rectangular. Al fondo, sentada a una mesa con muchos papeles encima y una vieja máquina de escribir, se hallaba la madre María, máxima autoridad de la Misión: una mujer sexagenaria, de corta estatura, complexión fuerte y cuyas facciones sembradas de profundas arrugas expresaban dureza. Dureza que Celso consideró debía serle muy necesaria para poder cumplir la difícil y sacrificada tarea que llevaba a cabo en aquel misérrimo e inhóspito lugar. Llevaba puesto el clásico hábito largo hasta los pies y la toca. No admitía ella los modernismos de vestimenta que, debido a la calurosa climatología, se permitían otras comunidades religiosas del continente africano.

Clavó la superiora sus pequeños e inquisidores ojos grises sobre Celso. Disimuló apenas la sorpresa motivada por la juventud de él. La invadió la desconfianza: «¿Qué razones habrán impulsado a este hombre joven, de complexión atlética, bien parecido, a abandonar los goces y comodidades del mundo civilizado, renunciar al posible éxito profesional y las buenas ganancias económicas para venir a encerrarse en este rincón perdido del mundo? ¿Aguantará mucho tiempo el sufrimiento, las frustraciones, el excesivo trabajo, la falta de medios y las privaciones de toda índole que le aguardan aquí?». Arrinconando sus reflexiones para otro momento, señaló su mano abierta, algo temblorosa, la silla situada al otro lado de su mesa.

—Tenga la amabilidad de sentarse, doctor Marán.

Celso dejó primero su maleta arrimada a la pared, sacó de su mochila los papeles acreditativos y se los ofreció a la religiosa. La madre María echó un rápido vistazo, y los dejó de lado.

—Los examinaré en otro momento —entrelazó sus manos deformadas, de venas salidas, cubiertas de manchitas oscuras y, mirando a su visitante a los ojos, preguntó con forzada amabilidad—: ¿Ha tenido buen viaje, doctor?

Celso creyó conveniente para él guardarse el miedo pasado, primero volando en la cochambrosa avioneta y, después cuando pasaron con el ruinoso todoterreno junto al profundo abismo, no pudiese la religiosa considerarlo un cobarde. Había advertido su arqueamiento de cejas.

—Bastante bueno…, reverenda madre.

Su vacilación antes de darle el tratamiento adecuado se debió a no haber mantenido él, anteriormente, relación ninguna con religiosas.

—¿Puedo preguntarle qué espera encontrar aquí, doctor Marán?

Acompañó a la cuestión directa una mirada penetrante. Las manos que Celso tenía colocadas sobre los muslos los apretaron con fuerza. Los verdaderos motivos que le habían llevado hasta allí le pertenecían sólo a él y no pensaba decirlos a nadie.

—Bueno, más o menos pretendo vivir una temporada fuera del mundo materialista y deshumanizado donde he vivido hasta ahora. Creo que podrá mejorarme como persona ayudar durante una temporada a mis semejantes más necesitados, de forma altruista, sin obtener beneficio económico alguno. Estoy un poco harto de vivir en una sociedad que ha perdido el sentido de lo que es valioso de verdad. Una sociedad que ignora el nombre del descubridor del origen químico de la vida o de fármacos que salvan miles de vidas, y en cambio conocen, enriquecen y ensalzan hasta el endiosamiento a seres inútiles para el bien común, cuyo único mérito consiste en dar patadas a un balón, dar golpes de raqueta a una pelota, palos a una bola de golf o exhibir en pasarelas los vestidos que impone la última moda.

Explicación para convencer. El dolor que a él le tenía partida el alma se lo guardó.

La madre superiora conocía lo suficiente a sus semejantes para sospechar el médico estaba allí por bastantes más razones a las expuestas. Pero fueran éstas las que fueran, no le importaban mientras él fuese competente y aguantase todas las penalidades que le esperaban. No sobraban voluntarios dispuestos a acudir a aquella Misión perdida en una de las zonas más pobres de África y ejercer su profesión con escasísimos y anticuados medios.

—Bien. ¿Desea retirarse un par de horas a descansar, doctor?

—Si usted no tiene inconveniente empezaré enseguida la tarea que vengo a desempeñar —decidió Celso, superando su impaciencia al cansancio físico.

La superiora abandonó su silla. Sus agudos ojillos se fijaron entonces en las musculosas y velludas piernas que los pantalones cortos del facultativo mostraban. Su boca desteñida se frunció en clara desaprobación. «Luego le diré que no quiero vaya así por aquí. No es apropiado».

—¿Tiene usted un reloj que le sobre, doctor? —señaló el que rodeaba la muñeca de Celso cuya camisa caqui de manga corta permitía ver a la vez que sus fuertes y morenos antebrazos.

—No, reverenda madre. No se me ocurrió traer uno de repuesto —replicó él—. ¡Ah!, bueno, traje un despertador también. Lo tengo en la maleta.

—¿Podría prestármelo, por favor? Para saber la hora. Verá, doctor, la semana pasada asaltó la Misión un puñado de forajidos y se llevaron cuanto de valor teníamos, relojes incluidos, claro.

—Puedo dárselo ahora… —dijo Celso señalando su equipaje.

—Luego, luego.

La explicación recién recibida de parte de la monja llenó de preocupación al facultativo.

—No sabía que hubiera bandidos por aquí —manifestó—. Supongo que el Gobierno habrá tomado serías medidas para que la Misión no sufra más asaltos de ese tipo.

—El Gobierno tiene demasiados problemas para preocuparse de lo que pueda ocurrirnos a un puñado de religiosas extranjeras. Pero deseemos, por nuestra seguridad, que haga algo.

Celso movió la cabeza sin saber qué decir, desasosegado. Reconoció que todo estaba resultando bastante peor de lo esperado por él. Abandonaron el cuartito. La reverenda madre caminaba delante. Al final del pasillo, una puerta los llevó a una cocina provista de muy pocos utensilios.

—Sor Teresa, este joven es el nuevo doctor. Se llama Celso Marán.

La monja cocinera, cuarenta y pocos años, rechoncha, risueña, le ofreció su mano. Queriendo congraciarse con ella, el facultativo elogió lo limpio y ordenado que lo tenía todo.

—Oh, la frugalidad de nuestras comidas no permite ensuciar muchos cacharros, doctor —justificó la hermana.

Salieron acto seguido a la huerta. Siempre la bajita y vital madre superiora llevando la delantera. El intenso calor allí reinante permitía apreciar el relativo frescor que se disfrutaba en el interior del edificio. La monja que, azadón en mano e inclinada hacia delante estaba quitando hierbajos de un bancal, se incorporó al verlos. Por la parte de la frente, la toca color marfil que encerraba su cabeza aparecía cubierta de sudor. No podía ser de otra manera soportando en lugar abierto el ardiente sol que caía. Llevaba los bajos del hábito y las sandalias sucios de tierra. Poseía un cuerpo ancho, robusto. Su cara angulosa de más de cincuenta años mostraba una expresión seria, casi huraña. Un bigote ralo sombreaba su labio superior. «La coquetería femenina no reina aquí», pensó el médico mientras estrechaba la recia mano de sor Matilde. Queriendo despertar igualmente su agrado, él comentó el buen aspecto que presentaban las hortalizas de la pequeña huerta, a pesar de la pertinaz sequía que desde hacía años sufría la región.

—Si no llueve pronto todo esto que ve ahora morirá de sed —le explicó sor Matilde, sombrío su tono—. El pequeño pantano que hasta ahora nos ha venido abasteciendo de agua está casi vacío. Si la sequía continúa, pronto no tendremos agua ni para beber.

—Confiemos en la misericordia del Señor —le cortó un tanto seca su superiora—. Prosigamos, doctor.

Celso la siguió pensando en el sombrío panorama que se le ofrecía: sequía extrema y bandidos que habían respetado las vidas de las religiosas y que igual no respetaban la suya por el hecho de ser hombre y además blanco. Él no pertenecía a ese numeroso grupo de ilusos papanatas que creen el color de la piel hace mejores o peores a los hombres. Los mayores asesinos de la historia reciente de la humanidad fueron Hitler, que era blanco; Pol Pot, asiático, y Adio Amin, negro. Cerró con fuerza los puños dispuesto a luchar contra el desánimo.

Un camino de tierra conducía hacia las dos naves alargadas que servían de hospital. A escasos veinte metros de la entrada había cuatro árboles enormes, muy frondosos, debajo de los cuales se protegían de los abrasantes rayos del sol un buen número de nativos. Muchos de ellos llevaban puestos vendajes. Su aspecto era deplorable. Estaban extremadamente delgados, sus mejillas descarnadas, sus gruesos labios agrietados y sus ojos oscuros hundidos, mortecinos. Este desastroso, patético escenario superaba con creces lo peor imaginado por el facultativo. Llamaron su atención las cuatro personas con evidentes signos de sufrir principios de la enfermedad de Hansen. Evidenciaban esta enfermedad sus rostros hinchados, sus facciones deformadas y con manchas, tubérculos, ulceraciones y caquexia. Eran los primeros leprosos que veía en la realidad. Él provenía de un mundo donde había sido erradicada esta terrible enfermedad.

—¿Son todos ellos pacientes, reverenda madre? —quiso saber, impresionado por la considerable cantidad de personas allí reunidas.

—La mitad tan sólo, doctor —se apresuró a aclararle la madre María—. La otra mitad son familiares y amigos que están aquí haciéndoles compañía. Aunque el estado de algunos de estos enfermos es grave, ellos prefieren estar aquí, al aire libre, a yacer en sus camas. Esta gente es obstinada en extremo y muy apegada a lo suyo. Cuando enferman o se accidentan acuden primero al hechicero de su tribu y sólo vienen a nosotros si se convencen de que él no es capaz de curarles. Y a menudo vienen a nosotros demasiado tarde, cuando únicamente un milagro puede salvarles. El milagro no se produce y ello nos resta bastante credibilidad, como ya puede suponer.

—¡Vaya perspectiva poco halagüeña! —observó el recién llegado, muy cerca de caer en el desaliento.

Su acompañante torció la boca en una mueca de contrariedad, pero optó por el silencio. Cualquier persona, como era el caso del doctor Marán, venida de un lugar civilizado, se descorazonaría. Se acercaron a los indígenas. A medida que observaba los vendajes, los síntomas externos de algunas de las dolencias que padecían —juzgó a primera vista tres posibles enfermos de sida entre ellos y algunos más de tuberculosis—, el ánimo de Celso decayó todavía más. ¿Tendría medios a su alcance, en aquel olvidado rincón del mundo, con los que poder enfrentarse él solo a todo aquello?

—¿Están separados los pacientes que sufren enfermedades contagiosas de los que no? —pidió confirmación, viendo existían dos grupos de personas distanciados por unos tres o cuatro metros de terreno.

—Sí, lo malo son sus familiares que a menudo no se avienen a razones y quieren permanecer todo el tiempo con ellos.

—Tendremos que ser muy estrictos a este respecto… madre superiora.

—Desde luego.

La reverenda reafirmó con un leve asentimiento lo dicho. Demostró a continuación su dominio del dialecto nagune, hablado en aquella región de África. Les dijo a todos los presentes quién era su acompañante y le convirtió en el centro del interés de aquella reunión humana de seres con grandes y sufrientes ojos y cuerpos muy desnutridos. Forzó el doctor, para despertar confianza, sonrisas que pretendían ser reconfortantes. Todos los indígenas trataron con deferencia a la máxima autoridad de la Misión, exceptuando una anciana esquelética, de piel arrugadísima que, sin sacarse de la boca una rústica y humeante cachimba, le contestó con agresividad y violentas toses mientras sus ojillos le lanzaban destellos de animadversión. Visiblemente alterada, la madre superiora se apartó por fin de la vieja atrabiliaria y explicó al doctor:

—Me saca de quicio esta mujer. Tiene cáncer de pulmón, le tenemos prohibido fumar y no nos hace caso alguno. Nos esforzamos en alargarle la vida y ella se empeña en todo lo contrario.

El facultativo pensó que aquella mujer debía saber tenía el fin cerca y no le importaba acortarlo, precipitar su muerte en vez de aguardarla con resignada paciencia.

—Forman multitud las personas que no son capaces de vencer sus vicios.

—¡Pues debieran poder! —aseveró, enojada la madre María.

Celso guardó silencio. Observaba, perplejo, la impasibilidad con que los indígenas soportaban el tormento de las innumerables moscas que cubrían sus caras, mientras él intentaba, a manotazos, alejarlas del rostro suyo. Para los nativos las moscas eran un castigo tan irremediable como el intenso calor diurno, el frío nocturno y el hambre sin fin.

—¿Siempre hay tantas moscas aquí, reverenda? —preguntó disimulando apenas una mueca de asco.

—Ahora estamos en la temporada que hay más. Pero no se preocupe usted, cuando se acostumbre a ellas apenas si las notará.

El galeno consideró un pobre consuelo esta explicación. Apartando a un lado la cortina de canutillos, sucia y pringosa de la puerta, entraron en la primera de las dos alargadas naves que formaban el hospital. A pesar de hallarse abiertas las ventanas mal protegidas por los cientos de veces remendadas mosquiteras, flotaba en el aire un olor desagradable. Los ojos del joven médico recorrieron el interior de aquella construcción y el alma terminó de caérsele a los pies. Las paredes se hallaban llenas de manchas y desconchaduras. A ambos lados, arrimadas a ellas se alineaba un buen número de camas estrechas, viejas, de cabezales herrumbrosos. Sólo tres de estas camas se hallaban ocupadas. Se acercaron a la primera. Una mosquitera, también en pésimo estado, protegía de un enjambre de pegajosas moscas a la muchacha postrada que gemía lastimeramente. Estaba desnuda y el ochenta por ciento de su cuerpo presentaba quemaduras. Celso apreció se había iniciado una infección. Las quemaduras habían comenzado a pelarse y mostraban manchas de pus en varias partes.

—Aquí viene la hermana Asunción —anunció la superiora.

La religiosa que se acercaba con paso firme tenía la misma edad que la madre superiora. Era alta, desgarbada, huesuda y un puro nervio. Dos grandes ojos negros, melancólicos, destacaban en su faz blanca como el yeso. Entreabrió la finísima línea de sus labios con tendencia a curvarse hacia abajo en las comisuras, para expresar a Celso la inmensa falta que él hacía allí. Llevaba una semana agotadora haciéndose cargo de todo con la ayuda voluntariosa, pero de escasa eficacia de cuatro novicias nativas. Eran tantas las situaciones afrontadas sin medios ni conocimientos suficientes para ello, que en algunos momentos temió volverse loca. Habían muerto un par de pacientes que tal vez él habría podido salvar.

—Quien hace lo máximo que puede, queda exonerado de culpa —sentenció la madre superiora favoreciéndola con su comprensión.

—De ahora en adelante, hermana Asunción, haremos juntos lo que podamos por los enfermos —señaló Celso empezando a responsabilizarse.

A continuación, le hizo algunas preguntas sobre la muchacha junto a cuyo lecho estaban.

—Su temperatura es muy alta y los antibióticos que puedo suministrarle no mantienen la infección bajo control —informó la monja-enfermera.

—Lamentable. ¿Qué le ocurrió?

—Se quemó su choza mientras dormían ella y su familia —le explicó la superiora—. Su madre y tres hermanos más pequeños murieron carbonizados. Solo ella se salvó.

Celso guardó para él su pronóstico de que la chica moriría muy pronto. El deber de un doctor honesto es, aunque sólo exista una posibilidad entre un millón, no negársela a un paciente. Nadie debe mantener más alta la esperanza de que ocurra un milagro que un médico, aunque suceda muy de tarde en tarde el paciente que se da por desahuciado termine, de una manera científicamente inexplicable, recobrando la salud. Por eso pocos médicos son capaces de adoptar el papel de Dios y desconectar a un enfermo sin esperanza de salvación. Por eso había tantos facultativos reacios o contrarios a la práctica de la eutanasia.

—Hermana Asunción, quítele el tejido muerto y póngale un vendaje limpio —ordenó.

—¿Ha traído usted algunos medicamentos, doctor? —pidió, esperanzada, la superiora.

—Más de media maleta de analgésicos, antibióticos orales, sueros para la diarrea, antimaláricos, antiparasitarios intestinales, productos contra la disentería y algunos fármacos más.

—Gracias sean dadas al Señor. Nos hallamos tan necesitadas de ellos. Tenemos pedidos, desde hace tres meses, un buen número de fármacos y no llegan. Por desgracia existe un gran problema de suministro a nivel mundial, y es que somos bastantes más los que pedimos que los dispuestos a dar.

—Eso es terrible. Esperemos que lleguen pronto esos medicamentos. Es una vergüenza que los países ricos se permitan despilfarrar a manos llenas tantas cosas mientras países tan pobres como éste carecen de lo más elemental —se indignó a su vez Celso.

—Una vergüenza que pocos parecen sentir en esos países privilegiados.

Las otras dos camas estaban ocupadas por leprosos. La terrible enfermedad había avanzado tanto, que sus cuerpos mostraban horribles mutilaciones. Su espantoso aspecto hizo sentir al joven médico acusado malestar en su estómago. Algo que no había experimentado desde las autopsias realizadas por él durante su periodo de prácticas. Aquellas personas se hallaban muertas, mientras que éstas aún se mantenían vivas. La infinita tristeza que veía en sus ojos grandes, apagados, extrañamente sanos de sus rostros medio comidos por su terrible enfermedad, le hicieron estremecerse.

—¿Les cambian de posición con regularidad?

—Cada hora más o menos, doctor.

Celso había superado ya la sensación de náusea tenida momentos antes. Pasaron a la otra sala. Se encontraban en ella cinco nativas jovencísimas, todas sentadas en dos camas y charlando animadamente. Callaron de inmediato al ver aparecer a las hermanas acompañadas del facultativo. A éste lo miraron con una abierta mezcla de asombro y admiración. Era el primer hombre blanco, joven y guapo, que veían en su vida. El médico anterior había sido un anciano feo, renqueante, gruñón y malhumorado. Celso, tras dedicarles a modo de saludo una inclinación de cabeza, observó que todas mantenían sujetos a sus cuerpos, por medio de anchas tiras de papel de aluminio, bebés muy pequeños. Comprendiendo su finalidad, manifestó desalentado:

—¿No hay incubadoras para las criaturas nacidas prematuramente, reverenda?

—Ni una sola —contestó la madre superiora apartándose de él para enfrentarse a las ruidosas protestas que le dirigían las chicas.

—¿Qué les pasa? —buscó el doctor ratificación a sus sospechas.

—Las tiras de aluminio, les causan un calor insoportable y nos piden, todo el tiempo, se las quitemos. Y nosotras les decimos no podemos hacerlo porque sus hijitos morirían.

Celso comentó que de los nacidos prematuramente, con la tecnología de atención neonatal en la mayoría de las clínicas modernas, pueden salvar a bastante más de la mitad de los niños que al nacer pesan incluso sólo 750 gramos, aunque siguen siendo grandes sus riesgos de sufrir graves deficiencias físicas y mentales.

—Todos los que tenemos aquí pesan más de un kilo y casi seguro también morirán la mitad de ellos —calculó la madre superiora.

El médico, acercándose a cada bebé, rozó con las yemas de los dedos, a modo de caricia, sus mejillas oscuras, relucientes, admirando la belleza de sus grandes ojos negros. Sus madres interrumpieron de momento sus quejas para sonreírle.

—La afectuosidad es una medicina eficaz también —certificó el joven.

—Así es, doctor. Lástima que no lo cura todo.

Él tuvo un súbito arrebato de ira.

—¡Maldita sea! ¡Esto me revienta! ¡La enorme injusticia que hay en el mundo! Mientras los países ricos queman o dejan perder toneladas y toneladas de alimentos para conseguir con ello mantener bien altos los precios del mercado, y tiran a la basura infinidad de ropas pasadas de moda, aunque estén nuevas, y también útiles y máquinas en buen estado porque se han hecho obsoletas, en lugares como éste se carece de todo, hasta de lo más elemental.

Cansada de condenar lo mismo, la madre superiora se limitó a suspirar. Sor Asunción se quedó hablando con las jóvenes mamás. La madre María y Celso llegaron al final de la nave. Este último, al no estar acostumbrado a convivir con enjambres de molestas moscas, las alejaba de su cara, exasperado. Empleando un tono de áspera ironía la veterana misionera señaló con su mano trémula la estrecha puerta blanca con una cruz roja mal pintada en el centro y dijo:

—Aquí tenemos la enfermería y sala de operaciones.

Entraron. El doctor se había esperado algo malo, pero aquello superaba con creces la peor de sus suposiciones. Mobiliario escaso, pobrísimo. Un armario de puertas desencajadas encerraba dentro escaso y anticuado instrumental médico.

—¿Esto es todo lo que tenemos? —preguntó, incrédulo.

—No hay más, doctor Marán —fue la apenada respuesta que obtuvo.

Había asimismo en aquella estancia dos frigoríficos y un congelador herrumbrosos, una destartalada mesa con dos sillas en igual estado, un rústico biombo arrimado a la pared, sobre tres tablas colocadas en posición horizontal media docena de viejos y manoseados libros de Medicina y, por último, un banco alargado recubierto por una chapa de aluminio. En lo alto, colgada del techo, una simple bombilla de cien vatios dentro de una pantallita ancha de loza blanca. Celso no pudo evitar saliera desolada su voz al comentar:

—Esto más que un quirófano parece un matadero.

La preocupación acentuó las arrugas repartidas por la severa faz de la monja. ¿Sería este joven médico capaz de enfrentarse a la difícil y sacrificada misión que le aguardaba? ¿No escaparía de allí a la primera oportunidad que se le presentara?

—Nadie le exigirá aquí realice prodigios, doctor Marán. Sólo que haga lo que humanamente pueda —concedió.

—¿De dónde provienen todos estos pacientes que tenemos?

Con esta frase confirmaba su aceptación de la responsabilidad que él se había buscado.

—De Ngoe, un poblado situado a ocho o diez kilómetros de aquí.

—Ha hablado usted de un hechicero —se ahorró añadir también lo había mencionado el chófer que lo había traído.

—Sí. Se llama Tabuhé. Nunca ha querido hablar conmigo ni con ninguna de las otras hermanas.

—¿Nos considera sus enemigos?

—Posiblemente. Antes de nuestra llegada, era el único que ejercía aquí la medicina. Le hemos quitado protagonismo, clientela y, por lo tanto, poder.

—¿Y qué opinión tiene Kwoyo sobre el brujo de su tribu?

—Opina que es un sabio. Según nuestro chófer, ese hombre presume de entender el lenguaje de las estrellas, de conocer hierbas e insectos curativos, y esos conocimientos le ayudan a dominar a su gente. Existe entre los boruni la antigua creencia de que las estrellas poseen varios corazones y muchos de ellos piden, alzando sus bebés hacia ellas, que les cambien su corazón por uno de los suyos para conseguir así sean más valientes y sabios.

El médico sintió curiosidad por conocer al hombre con el que tenía en común —diferencia de conocimientos aparte— combatir enfermedades y tratar de devolver la salud a quienes la habían perdido. Ejercían sobre él enorme fascinación los métodos de curación antiguos. No pensaba en aquel desconocido sanador primitivo como en un competidor. Reconoció, honesto:

—La astrología es una disciplina que viene de muy antiguo y lo de curar con hierbas igual.

—También vienen de antiguo los taimados faltos de escrúpulos que se aprovechan de la ignorancia de sus semejantes. A ese endiosado hechicero le atribuyen unas palabras que nos han herido a todas nosotras. Estas palabras son: «La caridad perjudica el alma de quien la recibe». Espantoso, ¿verdad?

La voz condenatoria de la misionera dejó patente su animadversión hacia el brujo de Ngoe.

—Debe tratarse de un hombre bastante orgulloso —juzgó Celso.

Abrió un frigorífico primero, y después el otro. Añadió un disgusto más al encontrarlos prácticamente vacíos.

—¿Este poquito es todo el plasma sanguíneo del que disponemos? —preguntó, incrédulo.

—Los boruni creen que si les quitamos sangre corren peligro de morirse. Únicamente ofrecen su sangre cuando se trata de salvar con ella la vida de un familiar. Sostenemos una ardua, y a menudo inútil lucha contra su ignorancia y supersticiones ancestrales.

Celso se mordió los labios para evitar se le escapara el comentario de que todo cuanto se había encontrado hasta entonces no podía ser más desmoralizador para él.

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