MEMORIA IMBORRABLE (Recuerdos Entrañables)

Yo idolatraba a mi abuelo Silvino. Mi abuelo Silvino era un sabio de los grandes, de los verdaderos. Sabía muchísimo y todo lo que sabía lo había aprendido de la vida y de la gente a la que sabía escuchar, comprender y respetar. A él le habría gustado haber podido aprender también cosas de los libros, pero no pudo pues de muy pequeño había acompañado a su padre a la mar donde subidos en la pequeña y vetusta barca suya salían a ganar, pescando, el sustento de la familia.
Como muchos viejos lobos de mar, mi abuelo Silvino conocías los nombres de todos los peces de la zona en la que él se movía, como apresarlos y algo primordial para llegar a viejo, sentía el aviso de las tormentas mucho antes de que llegaran donde se encontraba él, pues me decía, si por ser día festivo, yo lo acompañaba:
—Hoy no echaremos las redes. Hoy nos quedaremos cerca pescando al volantín. Dentro de un rato la mar se pondrá furiosa y destructiva bastante cerca de aquí.
Nos quedábamos a corta distancia de la costa y cuando las olas, el viento huracanado y las primeras gotas nos azotaban, nosotros regresábamos a tierra.
Estoy evocándole en este momento porque yo acabo de llegar del supermercado y mi mujer me ha señalado que, de las varias cosas que debía comprar, se me ha olvidado la docena de huevos. Me he echado a reír y ella ha querido saber de qué me reía.
—Me río de que mi memoria me falla más ya, que una escopeta de feria.
—Como decía tu abuelo Silvino.
—Sí, como decía mi abuelo Silvino.
He cerrado los ojos y viajando al pasado he podido verlo y escucharlo:
<<Niño, cuando se llega a mi edad, la memoria nos falla más que una escopeta de feria. En realidad solo te acuerdas, fijo, de dos cosas: de tu nombre y… ya se me ha olvidado la otra…>>.
—¿De qué te ríes? —quiere saber mi mujer.
—De nada. De cosas antiguas mías.
—Estás enfermo de nostalgia —me dice, divertida.
—Eso no me preocupa. Es una enfermedad saludable, benigna, simpática.
—Eso creo yo también —dándome ella un leve tirón de oreja, un mohín travieso curvando sus labios—. Cuando termines lo que estás haciendo vas y limpias el pescado fresco que has comprado, que para algo te sirvió, de niño, ser aprendiz de pescador. ¿Cuántos años dices que tiene ese cuchillo que te regalo tu abuelo y que sigues empleando?
—Calcula la edad que tengo yo y añádele cuarenta y tres años que él lo tenía cuando me lo dio.
—Es un cuchillo matusalén, vamos. Te dejo, que tengo cosas que hacer.
—¿Te vas a ir así, como una tacaña cualquiera?
Ahogando su risa se ha inclinado hacia mí y me ha dado un beso.
No sé qué les pasará a otros, pero a mí estas pequeñas cosas me hacen feliz. Quizás será porque soy fácil de contentar, o quizás porque la felicidad es eso: apreciar las pequeñas cosas.
(Copyright Andrés Fornells)