PRAGA: VEINTIDÓS AÑOS DESPUÉS (RELATO)

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PRAGA: VEINTIDÓS AÑOS DESPUÉS
Era mi segundo viaje a la República Checa. En mi visita anterior, este país estaba todavía unido a Eslovaquia. Cuando el botones subió la maleta a mi habitación yo me estaba ya duchando. Los viajes en avión me cansan y me desasosiegan. Aunque no quiero pensar en ello, siempre ronda mi cabeza la posibilidad de que el aparato caiga y termine con mi vida y con la vida de mis compañeros de vuelo.
Con la toalla alrededor de mi cuerpo desnudo, como si fuera un pareo, coloqué la maleta encima de la cama y saqué de ella ropa interior limpia, unos pantalones vaqueros y una camisa con dos bolsillos: en uno de ellos metí mi pasaporte y el otro mi pequeño aparato de fotos, 
Mi hotel estaba situado en el barrio Nové Mesto, cuyo significado en checo es ciudad nueva, y muy cerca del corazón de este barrio que es la impresionante Plaza Venceslao. Mi reloj de pulsera señalaba las cinco y diez de la tarde. Era una buena hora para hacerle una visita a U Fleku, la cervecería más antigua de la ciudad de Praga y también de Europa, pues no iba a encontrarme con una multitud de extranjeros ávidos por conocer este local famoso en el mundo entero y considerado, por las agencias de viajes, de visita obligatoria para los miles de turistas que visitan la capital de Chequia.
Para quienes no conozcan la cervecería U Fleku, les cuento que es un local muy especial por sus antiguas ventanas emplomadas, sus largas mesas, los bancos corridos donde los clientes se sientan a beber y a comer al lado de desconocidos, aunque también existen algunas mesas laterales y yo escogí una de éstas. Este local en el que está autorizado fumar, es un sitio inmenso con capacidad para más de mil personas repartidas en varias salas cada una de ellas con su nombre. Se halla situado muy cerca del Teatro Nacional de Praga, ese maravilloso edificio que mira desafiante al moldava con sus paredes negras y su cúpula dorada en la calle Narodni, por tanto U Fleku está en el mismísimo centro de Praga, por lo que sería imperdonable pasar por allí sin acercarse a beber su cerveza exclusiva.
Entré en la sala que tan gratos recuerdos guardaba para mí. Me pareció apreciar algunos cambios, pocos. Seguían estado allí las grandes mesas con sus bancos de color oscuro y un músico checo tocando el acordeón. Tal como yo esperaba había poca gente aún. Era día laborable y como he mencionado demasiado temprano para la llegada masiva de visitantes extranjeros. Nada más tomé asiento apareció un camarero. Le pedí una Flekovsky Lezak, cerveza negra, y él me ofreció traerme también becherovka, le dije que no, de modo tajante y poniendo expresión fiera, para que viese que no iba a permitir que me tomara el pelo por el hecho de ser extranjero, como recordaba me hicieron en el pasado. Se marchó, supuse que echando pestes de mí, pues las pocas palabras de checo que había aprendido veintidós años atrás las tenía olvidadas por completo. El empleado de la cervecería tardó poco en dejarme encima de la mesa lo pedido por mí. Bebí despacio esta cerveza negra, ligera y muy agradable de sabor.
Ya había decidido que no cenaría allí. Iría a Novomestsky, que el amigo que me lo había recomendado consideraba un lugar tranquilo donde comería bien y no tendría que aguantar los ruidosos cantos que por la noche se organizan en U Fleku. Me había sentado lejos del viejo que tocaba el acordeón para que él no pudiera preguntarme mi nacionalidad e interpretara para mi agrado piezas musicales de mi país. Yo había ido a este local para que me dejaran disfrutar tranquilo de mis recuerdos que desde mi entrada allí estaban inundando mi cabeza.
Transcurridos algunos minutos una joven muy atractiva tomó asiento en el banco opuesto al ocupado por mí. Lógicamente este hecho llamó mi atención. Miré hacia ella, nuestros ojos se encontraron y nos sostuvimos la mirada. Ella sonrió, yo le devolví la sonrisa y le pregunté, porque esa fue la inmediata impresión que tuve nada más observar su rostro:
—¿Nos conocemos de alguna parte?
—I don´t understand you —me contestó en inglés.
Le pedí perdón y le repetí en la misma lengua empleada por ella, lo que yo acababa de decirle en español. Ella respondió a mi explicación que también ella había tenido la inmediata impresión de conocerme.
—Si vive en Praga, quizás nuestros rostros nos resulten familiares por habernos visto en la calle o en algún otro lugar público.
Lo amistosa que se estaba mostrando conmigo me hizo pensar por un momento, aunque nada en ella lo evidenciaba, la posibilidad de que fuera una buscona.
—No vivo en Praga. Acabo de llegar hoy de España. Voy a pasar aquí una semana de vacaciones. Estuve en esta ciudad anteriormente hace más de veinte años.
—Que haya vuelto puede significar que le gustó mucho Praga.
—En realidad, aunque esta es una ciudad muy bella, me ha traído aquí tanto el afán de verla de nuevo como el de recuperar recuerdos de mi visita anterior —sincerándome con ella, sin necesitarlo.
—¡Ah! —observándome con curiosidad creciente.
En aquel momento llegó junto a nosotros el camarero poco simpático, y ella le pidió una cerveza poniéndose seria con él cuando, igual como hizo conmigo, intentó colocarle un chupito de bechrerovka ese licor tan famoso en Chequia, y que a mí no me gusta nada por el sabor amargo que tiene. Se marchó el empleado y cuando la mirada de la joven buscó la mía, le dije mostrándole abiertamente mi interés por ella:
—Me gustaría saber tu nombre. ¿Puedo?
Compuso su cara de facciones bien definidas una expresión que me pareció enigmática y respondió con decisión:
—Me llamo Lenka.
Al escuchar este nombre, el corazón me dio un vuelco. Había vivido, veintidós años atrás, una situación parecida con una mujer checa que se llamaba igual que ella.
—Lenka… es un nombre precioso.
—Bueno, en mi país lo llevan miles de mujeres —sorprendiéndola la repentina desazón que yo mostraba.
—Claro, claro. Pero para mí es un nombre especial.
—¿Por qué?
De nuevo nos interrumpió el inoportuno camarero que había nacido huérfano de amabilidad. Dejó, sin mirarnos a ninguno de los dos, la cerveza delante de ella.
—Salud —entrechocamos las jarras.
Llegaron en aquel momento cuatro turistas británicos. Dos hombres y dos mujeres. Eran de mediana edad y no se molestaron en saludarnos. Les ignoramos, lo mismo que ellos a nosotros.
—¿Por qué el nombre mío lo encuentras especial? —ella francamente curiosa.
—Porque se llamaba como tú una hermosa mujer (tú no lo eres menos) que conocía aquí en Praga, muchos, muchos años atrás.
—¿Viniste entonces aquí de vacaciones igual que ahora?
—No. Vine por trabajo. Fui enviado aquí por el periódico para el que trabajaba entonces para que informara sobre ese extraordinario acontecimiento que llamaron “La Revolución de Terciopelo”.
—¡Ah, sí, fue un acontecimiento realmente extraordinario. Tuvo lugar un día 17 de noviembre de 1989. 15000 estudiantes llenaron a rebosar la Avenida Nacional Národní Tída. La policía cargó contra ellos, tras bloquear la salida de la calle, de manera que los manifestantes no pudieran escapar. Y los indefensos estudiantes fueron atacados brutalmente por la policía. Hubo cerca de 600 heridos. La brutalidad de esa represión supuso para muchos checos la línea roja que el régimen nunca debió haber cruzado. Al día siguiente, los estudiantes de las universidades de Praga se declararon en huelga, a la que se sumaron los actores de los teatros capitalinos. El 19 de noviembre fue fundado el Foro Cívico, movimiento que se convirtió en portavoz de los ciudadanos descontentos durante el proceso de los diálogos con los jerarcas comunistas. El camino hacia la democracia acababa de iniciarse. Antes de esa fecha nadie se atrevía a significarse públicamente como opositor. La gente perdió el miedo y el día 27 de noviembre se reunieron en la plaza de Venceslao unas 300.000 personas.
—Muy bien —aprobé—. Te has interesado por conocer la historia de tu país. Ese día 27 de noviembre se reunió en esa plaza tanta gente que no se podía pasar. Hablé con muchas personas ese día. Hubo una universitaria que me hizo un comentario que demuestra la importancia que para mucha gente tienen las pequeñas cosas. Me dijo: señor periodista, este país está tan mal que ni siquiera tenemos papel higiénico. No se puede soportar vivir así. Sobre todo sin papel higiénico.
Lenka pasó por alto este detalle que pretendí sonara gracioso, recordándome muy seria:
—Murió un estudiante.
—Lo sé. Escribí sobre ello. La actitud de muchos estudiantes fue heroica. Llamaban a las puertas de las casas denunciando este hecho y pidiendo a la gente que se uniera a la manifestación. Los dos principales epicentros de las movilizaciones ciudadanas que se desarrollaron en los siguientes días, e hicieron caer el régimen comunista, fueron en la Universidad y en el Teatro. El movimiento de artistas y actores fue también importantísimo.
—Mi madre se peleó con muchos detractores de esa revolución. Fanáticos que defendían que eran unos estúpidos ignorantes los que realizaban aquellas protestas. Que el capitalismo era lo peor del mundo. Con el capitalismo vendría la pobreza y la desigualdad y la cultura quedaría reservada únicamente para las clases privilegiadas.
—Las protestas forzaron cambios asombrosamente rápidos. El 4 de diciembre se abrieron las fronteras de Checoslovaquia y el 7 de diciembre el Gobierno comunista dimitió. Y el proceso concluyó en junio de 1990, con las primeras elecciones democráticas desde 1948.
—Conoces bien la historia de tu país —admiré.
—Todo el mundo debería conocer la historia de su país. Es un deber ineludible —tajante.
Nos concedimos una pausa. Un profundo sentimiento de mutuo agrado se había establecido entre nosotros. Y de pronto ella exclamó escrutando con mayor atención mi rostro:
—¡Oh! Mi madre, al morir, me dejo una caja con cartas y fotografías antiguas. Entre esas fotos hay una foto de un hombre joven que se te parece. Por eso tu rostro me resultó familiar nada más verlo. Por favor, dime como te llamas.
Había conseguido contagiarme su repentina excitación. Le dije mi nombre.
—Ahora lo tengo claro. Tú eres el gran amante que mi madre tuvo de soltera.
Empecé a tomar en consideración que el azar realiza, cuando tiene ese capricho, increíbles carambolas.
—¿De que trabajaba tu madre?
—Trabajaba de profesora de francés en la Universidad. Mi madre me puso Lenka, el mismo nombre que tenía  ella.
—¿Sabes si tu madre estuvo prometida a un ingeniero de caminos?
—¡Sí! A Jiri Yaroslav —confirmando este detalle el recuerdo que yo guardaba en mi memoria—. Se casó con él.
—Conocí a tu madre —aceptando la extraordinaria casualidad que estaba viviendo.
El local se iba llenando de gente. Algunos habían comenzado a cantar ruidosamente y muchos fumaban por lo que el aire se estaba cargando de humo.
—Lenka, me gustaría invitarte a cenar. ¿Dispones de tiempo y paciencia para aguantar un rato a un hombre aburrido que te dobla la edad?
—Claro, encantada —aceptó inmediatamente, con notorio contento.
—Perfecto.
Hice señas al camarero antipático, le pagué las consumiciones y tomando a Lenka del brazo, en un gesto protector por mi parte, avancé abriendo paso entre la gente que bloqueaba la salida, y, cuando pisamos la calle, le dije a mi joven acompañante:
—Escoge tú el sitio.
Ella me llevó a un restaurante cercano. Un local peueño, tranquilo y acogedor. Una vez sentados allí le dije:
—Escoge tú por los dos. Tengo un estómago a prueba de bombas.
La muchacha me propuso de primer plato lenguado ahumado y, de segundo, knedlíky (albóndigas hechas a base de pan o patatas) y chocroute (col fermentada típica de la cocina alemana). Para beber preferimos al vino, la cerveza y pedimos dos botellines de Karlovy Vary la cerveza más consumida en Praga.
Durante algunos minutos nos dedicamos a elogiar la exquisitez de aquellos alimentos que estábamos comiendo.
Gozábamos de buen apetito y dimos pronto buena cuenta de aquellos sabrosos alimentos. Un camarero muy atento nos había servido un plato después del otro sin apenas dilación. Le dijimos que escogeríamos los postres más tarde.
—Todo buenísimo, Lenka. Ha sido una elección muy acertada la tuya.
—Me felicito por ello.
—¿Otra cerveza?
—De momento, no. Gracias. Me gustaría que habláramos de mi madre, si a ti no te molesta —ansiosa.
—No me molesta en absoluto. Una pregunta antes: ¿Dónde está tu madre ahora?
Una nube de tristeza ensombreció el azul claro de sus ojos.
—Murió hace tres años.
—Lo siento muchísimo —sincero en mi condolencia—. Había albergado esperanzas de volver a verla.
—¿Sabes? Mi madre me habló de ti en un par de ocasiones. Me dijo que habíais mantenido una relación muy corta pero intensísima. Y me confesó que había estado locamente enamorado de ti.
—Yo también estuve muy enamorado de ella. Hubo entre nosotros eso que llaman un flechazo —temiendo parecerle ridículo con esta sincera afirmación.
—¿Qué ocurrió entre vosotros? Ella tenía un novio entonces, pero lo hubiera dejado por ti, si se lo hubieras pedido. Me lo dijo.
—Yo tenía novia también. Llevaba tres años con ella. Era muy buena chica. Me acobardé. No me atreví a romperle el corazón. Luego estaba la distancia y el trabajo. Tu madre no habría dejado el suyo para seguirme, y yo tampoco el mío por venirme a vivir aquí con ella. Esto influyó de un modo decisivo para distanciarnos definitivamente.
—¿No crees que cuando un amor es lo bastante fuerte puede con todos los obstáculos que se le presenten? —ingenua, un brillo de reproche en su franca mirada.
—Hablas desde la fuerza impulsiva, irreflexiva de tu juventud. No es fácil tomar ciertas decisiones que pueden cambiar por completo tu vida. Decisiones que puedes pagar muy caras si son equivocadas. Y la duda a menudo tiene más fuerza en nosotros que otros sentimientos más bellos y nobles.
—Tal vez tengas razón —me concedió sin convicción—. Mi madre quedó embarazada de ti.
Esta inesperada noticia me causó gran impacto. Me sobresalté. Mi respiración se alteró y también los latidos de mi corazón
—Aunque nunca se lo pregunté, supongo que tu madre se acostaba con su novio —buscando un posible culpable de ese embarazo, que no fuera yo.
—Nunca se acostó con él. Mi madre nunca se acostó con su novio. Le había puesto la condición de que no harían el amor hasta que se casaran, y él respetó su imposición.
—No lo entiendo —dudando este hecho.
—Cuando mi madre iba al instituto unos chicos abusaron de ella y tomó entonces el firme propósito de que solo volvería a hacer el amor con el hombre que se convirtiera en su marido —leyendo en mi rostro desconcierto, me aclaró—: Contigo hizo una excepción. Te amaba con toda su alma.
A Lenka se le llenaron de humedad los ojos. Esta aclaración suya ignorada por mí, me conmovió hasta lo más hondo. Y durante unos minutos se me borró el presente y retrocediendo al pasado vi a aquella maravillosa mujer entregada a mí, tumbados ambos en la cama, centelleante de amor la mirada de sus preciosos ojos claros (tan parecidos a los de su hija) después de haberme pedido ella que yo le entregara mis esencias, que deseaba que nuestra unión, de este modo, fuese completa. Y de pronto una sospecha me golpeó violentamente dentro del pecho. Me volví a mirar a Lenka. Tenía ella en aquellos momentos una sonrisa muy parecida a la mía, esa sonrisa que es solo una curvatura de labios y que acompañó de un leve entornado de ojos. Y me surgió una angustiosa pregunta. Esta joven que estaba cenando conmigo, ¿existía la posibilidad de que fuera hija mía? Acababa de decirme que su madre estaba embarazada después de su relación conmigo, y que no podía haberla embarazado su novio porque ella no se acostó con él hasta que se casaron. Me pudo la cobardía y no le pedí me aclarase lo que yo temía.
—¿Vives con tu padre? —desvié la conversación.
—Mi padre nos dejó a mi madre y a mí para irse a vivir con una compañera suya de trabajo, hace ahora cinco años.
—¡Vaya! Eso debió ser un golpe muy duro para tu madre.
—No. En absoluto —convencida—. El amor o la atracción que les llevó a unir un día sus vidas, no existía más. Se habían convertido en dos absolutos extraños. Acabar con su matrimonio fue una buena decisión para ambos.
—¿De qué murió tu madre?
—Un cáncer maligno. Fue rápido. Sólo vivió dos meses después de que se lo descubrieran.
Obsesionado con la posibilidad de que ella fuera hija mía, le pregunté:
—¿Cuántos años tienes, Lenka?
—Cumplí los veinte hace tres meses.
A mí se me escapó un suspiro de alivio. Demostrándome lo muy inteligente e intuitiva que era, ella dijo observándome, interpreté que con afecto:
—Mi madre abortó al poco de irte tú. Y como puedes ver por mi edad, de ninguna manera puedo ser hija tuya.
—No sé si debo alegrarme por ello.
Nos registramos los ojos y nos dio la risa. Una risa cómplice
—Me gusta tu risa. Es alegre, contagiosa, bella.
Consiguió turbarme con la forma tierna en que lo dijo.
—Opinó lo mismo de la risa tuya.
El camarero vino a ofrecernos una de las especialidades de la casa: tortitas rellenas de chocolate. Le dijimos que no queríamos comer más, pero sí le pedimos dos cafés y otras tantas copitas de Slivovice (aguardiente de ciruela).
Entrechocamos las copas. Quedaron presas nuestras miradas y ella confesó:
—Después de conocerte comprendo que mi madre perdiera la cabeza por ti. Eres un hombre muy atractivo, con una mirada noble y sensible que me transmite el sentimiento de que tienes el corazón lleno de ternura y necesitas a alguien en quien poder descargarla. ¿Estás casado?
—Soy viudo. En lo de que tengo el corazón colmado de ternura has acertado. Pero el atractivo, si alguna vez lo tuve, el inmisericorde paso del tiempo me lo quitó.
—Eres injusto contigo. Tu rostro tiene algunas arrugas. Me gustan. Esas arrugas revelan que has vivido y aprendido a valorar aquello que de verdad vale. Tengo un pequeño apartamento cerca de aquí. Me gustaría enseñártelo, alargar esta velada, seguir disfrutando de tu agradable compañía.
Me lo pensé. La edad nos vuelve timoratos, precavidos. Nos quita la capacidad de ilusionarnos, de soñar que lo maravilloso podemos tenerlo todavía a nuestro alcance.
—No sé si debo…
—Ven conmigo —decidida, tentándome—. Por favor… Te lo pido por favor…
Me lo estaba suplicando. Deseaba con todas sus fuerzas que me fuera con ella. Yo había vivido lo suficiente para reconocer cuando una mujer mentía o decía la verdad.
Hice una seña al camarero y le aboné la cuenta. Cuando llegamos a la calle Lenka se colgó de mi brazo, apoyó en un gesto de tierna rendición su cabeza sobre mi hombro y yo, en ese momento, me sentí veintidós años más joven.