PAGO ADELANTADO (RELATO NEGRO)

PAGO ADELANTADO (RELATO NEGRO)

PAGO ADELANTADO

(Copyright Andrés Fornells)

Se había citado en una hamburguesería. Él había sido contactado por el teléfono móvil que sólo usaba para los encargos de trabajo. Del hombre que esperaba sólo conocía su voz ronca y desagradable.

Antes de entrar en el local su mirada examinó con detenimiento a todas las personas que en aquel momento se hallaban allí. Algunos obreros, algunos oficinistas y dos mesas con adultos y niños que alborotaban sin hacer caso a las recomendaciones que les hacían de que mantuviesen quietos.

Cruzó por fin la puerta, se fue a la máquina de refrescos, echó una moneda e inmediatamente se escuchó el golpe de la lata al caer. La recogió y fue a sentarse a una de las mesas vacías. Sus movimientos eran pausados, propios de un hombre equilibrado, sereno y seguro de sí mismo.

Precavido, no miró a nadie a la cara y evitó el encuentro de sus ojos con otros ojos. Los rostros se recuerdan mucho menos que las miradas.

Entraron tres hombres y una mujer. Interpretó por su actitud que iban juntos. Se fueron directamente al mostrador donde dos chicas uniformadas servían a los clientes.

Transcurridos varios minutos abrió la puerta un hombre solo. Iba muy bien vestido, poseía un rostro señorial y los pocos cabellos que todavía conservaba su cabeza eran totalmente blancos.

El hombre que lo esperaba calculó que el recién llegado podría tener unos sesenta años. Apreció que estaba muy nervioso. Convencido de que se trataba de la persona que estaba esperando se quitó la gorra, tal y como habían acordado. El hombre del pelo blanco había visto su acción, vino junto y dijo:

―La lluvia negra enturbia el agua.

―Y el agua turbia no sabe bien.

Esta doble contraseña demostraba que los dos eran quienes habían acordado, telefónicamente, este encuentro.

―Me sentaré un momento ―dijo el recién llegado.

―¿Voy a buscarle algo de beber? ―ofreció el hombre joven, cuyo pelo largo le procuraba un falso aire afeminado.

―No, gracias. Tengo prisa ―el hombre mayor sacó del bolsillo de su elegante gabán una revista enrollada e informó—: Dentro tiene el dinero, las llaves y la dirección a la que debe ir. No le llevará ni media hora llegar allí. Son sólo 50 kilómetros por la autopista. Si quiere asegurarse de que acabo de entregarle la cantidad que acordamos, vaya al servicio y cuente el dinero que está metido en el sobre dentro de la revista.

―Me fío de usted, igual que usted se fía de mí.

Los dos mostraban extrema seriedad.

―Ahora es casi la una. Debe realizar su trabajo antes de las dos. La hora es de suma importancia para mi coartada, pues a esa hora estaré en un almuerzo de empresarios y contaré con una decena de personas que atestiguarán me hallaba con ellas en el momento que usted cometió el asesinato.

―Sin problemas. Tengo un buen coche y 50 kilómetros no me llevará ni veinte minutos recorrerlos.

―Bien, pues ya está todo dicho. No volveremos a vernos más.

―Así será. Adiós.

El hombre joven de largos cabellos negros siguió con la mirada al hombre maduro y pensó: <<Debí haberle pedido más, tiene pinta de ser un ricachón de mierda. En fin, tampoco puede decirse que trabajo gratis.

Sucumbió a la tentación de ir al cuarto de baño y averiguar si había recibido la cifra convenida. Ya dentro de uno de los excusados y con la puerta cerrada comprobó que había recibido la suma exacta. Guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta y, una vez en la calle tiró la revista deportiva que, por su apariencia, no había sido leída, dentro de un contenedor de basura.

Él pasaba del deporte. Le parecía estúpido el esfuerzo que realizan los atletas, y lo mismo la diversión que otros encontraban presenciando sus actuaciones.

Sacó su coche del aparcamiento y tomó el rumbo que más pronto le permitiría abandonar las calles de la ciudad y llegar a la autovía. Había encontrado un par de obstáculos dentro de la ciudad que le habían hecho perder algunos minutos. No le importó. Llegaría a su destino mucho antes de las dos.

Mientras conducía a la máxima velocidad permitida, pensó en las cosas que haría el resto del día. Lo primero una buena comilona en un restaurante de lujo. Luego una siesta. Vería un par de películas porno en un canal especial de la televisión y, por la noche visitaría un puticlub que habían abierto nuevo al pie de la carretera, y del cual le habían dicho que tenía tías muy buenas. Sonrió satisfecho. Se consideraba un tipo afortunado porque llevaba la clase de vida ociosa que a él le gustaba y una actividad que también le satisfacía.

A las dos menos cuarto localizó, dentro de una urbanización de lujo, la villa que llevaba escrito en el portal de la entrada, con bonitos azules, La alondra de Julieta. Al lado derecho de esa entrada había un aparcamiento sin techo que servía para estacionarse los vehículos que traían suministros a los dueños de aquella propiedad. <<Joder, ese tío cabrón está forrado. Tenía que haberle cobrado muchísimo más>>, el asesino a sueldo sintiéndose, en cierta medida estafado.

Sacó de la guantera unos guantes de finísima piel y se los puso. No estaba fichado y esto le daba una gran seguridad. Y no lo estaba porque en ninguna parte donde actuaba dejaba huella dactilar alguna. Sacó también de la guantera su pistola con el silenciador puesto y la ocultó dentro de la funda que llevaba debajo de su gabardina.

Con una de las dos llaves que le habían entregado su cliente abrió la puerta de la verja, entró y volvió a cerrarla solo con el pestillo. Un camino enlosado conducía a la puerta principal de la villa.

Llegado a ella, el profesional del crimen empleó la otra llave. El clic que hizo el mecanismo de la cerradura le arrancó una maldición mental. Cuando iba a cometer un delito consideraba era primordial el silencio.

Se detuvo nada más entrar, todos sus sentidos agudizados al máximo. Sus ojos, muy alerta, los mantuvo fijos en el pasillo que tenía dos puerta a cada lado y otra más al final.

Tomó la precaución de esperar dos minutos. No ocurrió nada. Considerando no había sido escuchada su maniobra, cerró la puerta con tanto cuidado que no produjo ruido ninguno.

Avanzó despacio hacía la puerta situada al fondo. Según le había informado el hombre que lo contrató, a aquella hora su mujer solía darse un baño, por lo que podría matarla fácilmente.

Al llegar delante de la puerta del dormitorio escuchó música. Música estúpida calificaba él a la música que los melómanos y otros amantes de ella llaman clásica. Entró sigilosamente en el dormitorio. Magnífica la cama con dosel de grandes flores grabadas en la madera. <<Debe ser la hostia echar un polvo en una cama como ésta>>, juzgó imaginándoselo.

Se acercó muy despacio a la artística puerta del cuarto de baño. La música provenía de allí. Se detuvo un momento para acompasar su respiración que notó algo alterada. Era lo habitual en él antes de entrar en acción. Decidió que, si podía evitarlo, no le dispararía a su víctima. Utilizaría sus manos. Sería para él una experiencia nueva: matar a alguien despacio. Le rodearía el cuello con ambas y la hundiría en el agua de la bañera para que no gritara. Le molestaban los gritos de las mujeres. Su madre gritaba a la más mínima. De no haber sido tan gritona posiblemente todavía estaría viva. En esto él era igual que su padre: no soportaba a las mujeres gritonas.

Se decidió ya. Hizo girar muy lentamente la dorada manivela. Un tenor de potente voz cantaba en italiano. <<Qué buenos helados hacen esos cabrones, recordó>>. Abrió la hoja de la puerta. Quedó admirado de lo grande y bonito que era el cuarto de baño, pero su admiración alcanzó el paroxismo cuando vio a la mujer que se hallaba dentro de la gran bañera circular toda hecha de reluciente mármol de carrara.

La mujer debía tener unos veinticinco años y era la hembra más hermosa que el criminal había visto en toda su vida. Tenía el abundante pelo, rubio y ondulado, recogido en lo alto de la cabeza. Al verlo a él no demostró haberse asustado. Le dedicó una sonrisa de bienvenida y dijo como si le alegrase mucho su llegada:

―Hola, ¿eres el electricista que mi marido llamó esta mañana para que viniese a reparar la luz del garaje que no se enciende desde ayer?

Se había puesto de pie para hablar con él, mostrándole sus magníficos pechos rosados y el dorado triángulo de su sexo. La falta de pudor de ella y lo buenísima que estaba, trastocaron por completo los planes del intruso.

―Sí, soy el electricista, pero antes de reparar nada del garaje me gustaría enchufarte a ti algo que tu hermosa visión me está alterando.

Ella soltó una alegre, cachonda carcajada y respondió:

―Pues desnúdate que yo muero de ganas de que me enchufen algo bueno, pues mi marido me tiene muy abandonada.

Su visitante olvidó por completo la misión que traía. Se desnudó en un instante, guantes incluidos y se reunió con ella. Intercambiaron media docena de besos y la seductora joven le dijo y propuso:

—Huy, qué gusto me das. Vamos a la cama que estaremos más cómodos que aquí —devorándolo con su mirada encendida.

Él la cogió en brazos y se la llevó al lecho donde la dejó caer sin demasiada delicadeza. Ella se rio como si su brusquedad la encantase. Y volvió a reírse cuando él la penetró hasta lo más hondo.

Por un momento el asesino cerró sus manos alrededor del cuello de ella, sedoso, palpitante, bello. Ella empezó entonces a rotar su cuerpo tan voluptuosamente que él se olvidó por completo de la razón por la que se encontraba allí y se dedicó totalmente a gozar de la hembra que tan extraordinaria acogida le demostraba.

* * *

Cuando el marido de esta mujer tan sensual llegó a las tres y media de la tarde, dispuesto a llamar a la policía y contar que acababa de encontrarse a su mujer asesinada, se la encontró con la compinchada compañía del que debió ser su asesino. Inmediatamente, entre los dos lo maniataron y amordazaron.

Ella conocía la combinación de la caja fuerte, la abrieron y se llevaron todo cuanto de valor contenía.

El marido que deseaba verla muerta tuvo muy mala suerte, pues la limpiadora de la villa, avisada por su joven esposa de que la despedían por tener que salir urgentemente de viaje no acudió más a la vivienda. Cuando fue descubierto el cuerpo del hombre que quería librarse de su mujer por serle infiel, se había convertido en un esqueleto.

El asesino continuó ejerciendo su lucrativa profesión y su amante disfrutando de sus ganancias y ofreciéndole su sedoso, palpitante y bello cuello, no para que la estrangulase, sino para que lo acariciase con embeleso.

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