OBSESIÓN POR LAS SIRENAS (MICRORRELATO)
Me contaron sobre Melitón Pérez que había experimentado, desde muy niño, una extremada obsesión por las sirenas. Las sirenas le parecían las criaturas más extraordinarias de toda la creación debido a su especial naturaleza de ser medio mujer, medio pez. Coleccionaba todos los comics en que aparecía alguna de ellas. Las dibujaba en cuadernos y las moldeaba en barro que luego cocía en el horno de su casa. Sus conformistas y abúlicos padres nunca trataron de influir en él, pues consideraban que mientras pensase en sirenas no pensaría en cosas mucho peores como son la droga o la delincuencia, las mujeres desvergonzadas que cobraban por serlo y podían transmitirle enfermedades y ruina económica.
Llegado a la edad adulta, Melitón se enteró de que una agencia de viajes organizaba visitas a una isla lejana habitada, en su totalidad, por sirenas. Ahorró dinero y cuando tuvo el suficiente para pagarse aquel viaje fue a la agencia en cuestión y consiguió plaza para la próxima excursión a la Isla de las Sirenas.
Pero aconteció durante la singladura que el barco en el que Melitón iba embarcado junto a otras cincuenta personas, se hundió muchas millas antes de llegar a su destino.
Quiso su buena suerte que el único en salvarse de esta catástrofe marina fuera Melitón que, cuando cayó al mar fue rescatado por un grupo de sirenas que, además de serlo, eran coleccionistas de tesoros y tuvieron sumo gusto en entregárselos a Melitón en cuanto él demostró que además de amarlas visualmente, también las amaba físicamente. Como conseguía este prodigio teniendo ellas medio cuerpo de pez, él lo guardó herméticamente secreto. Lo de que las sirenas le habían entregado sus tesoros muchos lo consideraban demostrable en el hecho de que Melitón había pasado, de mal pagado ayudante de panadero a multimillonario.
Yo, enviado por la revista sensacionalista en la que trabajaba, para sonsacarle me presenté en su casa disfrazado de repartidor de pizzas y haciéndome el ingenuo curioso le pregunté si era cierto lo que se contaba sobre él, las sirenas y las riquezas que ellas le habían regalado. Él me pagó, con propina añadida, y me dijo en un tono socarrón:
—Muchacho, si fuese cierto lo que cuentan sobre mí, yo sería el único hombre moderno que ha visto y amado a esas maravillosas criaturas que viven en los mares y cantan melodías que atraen y encantan a los marineros y a quienes tienen la fortuna de ser seducidos por ellas. ¿Sabes nadar?
—Sí, y bastante bien —respondí desconcertado por esta inesperada pregunta suya.
—Pues nada en el mar y quizás tengas la suerte de conocer a una sirena y que ella se enamore de ti y te demuestre lo cariñosa y generosa que puede ser. Que tengas un buen día.
—Y usted también, caballero —haciendo yo gala de la buena educación que me han inculcado mis padres.
A partir de aquel día yo me adentro en el mar cada rato que me deja libre mi trabajo. Todavía no he encontrado ninguna sirena, pero no me quejo porque mientras anhelo que esto me ocurra trabo amistad con chicas que llevan bikini o bañador y que por la parte superior de sus cuerpos son igual que las sirenas. Mi madre que siempre ha demostrado mucho talento para la picardía acostumbra decirme cuando yo le cuento el nulo éxito que tiene mi busca:
—Hijo, cuando no puedas conseguir el producto original, tienes que saber conformarte con un sucedáneo.
--Eso es lo que yo hago, mamá.
--Eso me gusta, hijo, que me escuches y seas aplicado.
(Copyright Andrés Fornells)