NOSTALGIA INSUPERABLE (RELATO)
El matrimonio se hallaba sentado en el sofá. Ambos habían superado la barrera de los cincuenta. Una agobiante sensación de aburrimiento los envolvía. Habían agotado la atracción que mucho tiempo atrás existió entre ellos.
Enfrente de ellos el televisor, en el que estaban viendo una serie norteamericana de corte romántico. Afuera comenzó a llover violentamente. Él se levantó de pronto y caminó hasta la ventana del salón, que daba al jardincito de su casa adosada. Una vez allí se quedó observando, abstraído, como caía el agua sobre la hierba empapando y doblando sus hojas.
—¿Te ocurre algo, mi vida? —le preguntó en tono rutinario su mujer, extrañada por la súbita acción de él.
—Nada. La lluvia me pone melancólico —confesó él arrepintiéndose inmediatamente de su sinceridad.
La pregunta que le habría gustado no se produjese, le llegó enseguida por parte de su consorte:
—¿Por qué te pone melancólico la lluvia, cariño?
—Por nada. No lo sé en realidad. Es una de esas cosas inexplicables que nos suceden—mintió.
No podía decirle sin provocar un problema entre ambos, que estaba evocando un día lejano de lluvia en que sobre una tumbona del jardín de casa de sus padres había hecho el amor, por primera vez, con una muchacha que no dejaría de amar mientras viviera.
Dejó escapar un suspiro hondo. Un suspiro de los que duelen, hieren, traspasan, y no tienen cura.
Y pensó en lo cruel y despiadada que era la vida marcando a las personas para siempre, con inolvidables amores adolescentes que se dejan marchar, se pierden debido a la inexperiencia e ignorancia que se tenía en el momento decisivo en que no se supo retenerlos.
También su esposa suspiró recodando que su madre le había advertido de que la llama de la pasión, en la pareja, duraba muy poco y luego se debía convivir con la resignación y el tedio.
Tal vez debiera ella imitar a su madre y dedicar algún tiempo al macramé o a tejer jerséis para los pobres.
Un relámpago seguido de un trueno ensordecedor les dejó a oscuras. Él encendió una vela. Ella mirándolo dijo, como el mendigo que pide una limosna:
—Cariño, ni recuerdo la última vez que hicimos el amor a la luz de una vela.
Él sintió lástima de él y de ella y concedió manteniendo la palmatoria en su mano.
—Vamos a la cama. Nunca es tarde si la dicha es buena.
A ella se le pasó de golpe el aburrimiento, a él le entró la preocupación de si sería capaz de hacer lo que ella le había sugerido.
Tuvieron suerte y la compañía eléctrica tardó horas en reparar la avería causada por un rayo, y ellos hicieron el amor con poco placer pero sin fracaso.
(Copyright Andrés Fornells)