MISERIA E INJUSTICIA PARA EL GENIO (RELATO)

MISERIA E INJUSTICIA PARA EL GENIO (RELATO)

Marcelo Rocarola, un pintor cercano a los cincuenta años se quejaba amargamente, un día más a su anciana madre, de que no tenía éxito en una profesión a la que venía dedicando toda su vida:

—Yo creo que mis cuadros son buenos, mamá —le repetía una y otra vez a la buena mujer que lo había traído al mundo—. Los comparo con los cuadros creados por otros artistas que tienen enorme éxito, y los míos los considero infinitamente mejores. Cuando discuto esto con mi galerista, él me dice que quienes tienen que decidir si tengo talento o no son los demás y los demás están demostrando que consideran que no lo tengo y por eso no compran mis pinturas. Estoy desesperado, amargado, triste.

—No debes amargarte y desesperarte, hijo. Yo estoy segura de que los faltos de talentos son los que juzgan que tú no lo tienes —trataba de animarle la buena mujer que lo trajo al mundo—. Mira lo que les ocurrió a Van Gogh, Paul Gauguin, Amadeo Modigliani y a tantos otros genios. Hasta después de su muerte no se les reconoció su extraordinaria valía.

—Pero yo no quiero morir sin haber alcanzado la gloria y la riqueza, y mucho menos quiero que otros se hagan ricos con mis obras después de haber muerto yo. Quiero disfrutar yo lo que considero merezco.

Pasaron los años. A Marcelo Rocarola se le murió su madre que era quien, con su modesta pensión lo mantenía. Compadecido de él, Elisa la mujer que era dueña de una modesta casa de comidas lo protegió alimentándolo en su establecimiento y dándole un cuarto donde él podía dormir y guardar sus cientos de pinturas que nadie había querido comprarle.  Cuando no cupieron allí, esta buena señora (viuda y sin hijos) las fue almacenando en la boardilla de su casa.

Murió Marcelo Rocarola y la bondadosa señora Elisa cargó con los gastos del entierro.  Habló con un galerista sobre el ingente número de cuadros que el fallecido pintor había dejado.

—Le haré el favor de venir a verlos esta tarde alrededor de las cinco —concedió él demostrando muy poco interés.

Cuando él se presentó, Elisa lo condujo hasta la boardilla que era donde ella había reunido todas las pinturas de fallecido pintor.

El galerista mantuvo todo el tiempo una expresión desdeñosa en su cara mofletuda. Después de haber examinado todas las telas juzgó, con astucia y total carencia de escrúpulos:

—Valen muy poco estos cuadros. La persona que los pintó carecía por completo de talento. Te daré diez mil euros por todos ellos y seguramente no conseguiré recuperar esa cifra vendiéndolos de uno en uno a los turistas.

La mujer, creyendo que el marchante era tan horado como ella, aceptó su oferta. Los diez mil euros no cubrían el coste que ella había tenido alimentando y alojando durante varios años al fallecido pintor, pero lo dio por bueno.

Luego, pasado un tiempo, se enteró de que el galerista había ganado varios millones con la venta de aquellos geniales cuadros, repitiéndose la historia de que especuladores sin escrúpulos ni decencia hicieron fortunas gracias al talento no reconocido de tantos genios que murieron en la miseria y la frustración.

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