MI ENTRAÑABLE ABUELA (primer fragmento)
MI ENTRAÑABLE ABUELA
( Para mi abuela Rosa )
Primer Fragmento
Recuerdo muy especialmente aquella primavera en que cumplí los ocho años, porque en menos de una semana cayó sobre nosotros un auténtico diluvio de adversidades. Padre quedó sin trabajo, madre lo mismo, una terrible granizada arrasó cuanto había plantado el abuelo en su huerta, mi abuela se torció un pie, a mi hermano Miguel le despidieron de la empresa de mudanzas donde recién se había colocado —por negarse a subir muebles hasta el tercer piso de un edificio sin ascensor—, a mí me robaron la cartera con los libros mientras jugaba al fútbol en un solar cercano a la escuela, a nuestra vieja mula Valentina se le descompuso el vientre y a punto estuvo de morirse, y a nuestra perra Linda la dejó preñada Caníbal el perro rabioso de los Martínez, luego de cortarle de feroz dentellada medio rabo a nuestro gato Retal.
Mi abuela Rosa supo desde el primer momento que el culpable de todos aquellos infortunios sólo podía ser uno.
—¡Ay, Señor, Señor! ¡El Maligno se nos metió en casa, sin que lo invitara nadie!
Mujer extremadamente piadosa, mi abuela pidió inmediata ayuda divina. Ayuda que no llegó con la premura que ella demandaba, y esto la desesperó. Así que una tarde, al volver del colegio, me la encontré con el vestido de los domingos puesto.
Le pregunté, extrañado, por qué se había vestido de aquella manera, si estábamos a martes. Y su respuesta fue que íbamos a irnos los dos en seguida a casa de la Nati.
—¿La Nati…? ¿La echadora de cartas…?
—Sí, la echadora de cartas. Deja tu cartera y vámonos. Necesito que me acompañes.
Su decisión me clavó las banderillas del miedo. Todos los chiquillos del pueblo te- níamos a la tal Nati por bruja, y varios de mis compañeros de clase juraban, y perjuraban, haberla visto de noche volar por encima de los tejados de las casas de su barrio, montada en una escoba. Intentando escapar de un encuentro cara a cara con persona tan peligrosa, argumente:
—Pero, abuela, ¿dónde quieres ir tú con ese pie tan hinchado que parece un botijo? Porque oye, no habrás pensando que te lleve yo a cuestas, ¿verdad?
Ella levantó la vista a lo alto y, con gran dramatismo, soltó su coletilla favorita:
—¡Ay, Señor, Señor! ¡En qué habré podido yo ofenderte para que me castigues con este nieto tan contestón y desobediente! ¿Cojo la escoba, nene?
Conociendo por dolorosas experiencias anteriores, que no se refería a usarla para barrer, sino para darme a mí con ella, solté un suspiro de contrariedad y, enrabietado, tiré en dirección al baqueteado sofá mi cartera con los libros. Pero con tan mala sombra que la cartera dio en el respaldo del mueble que, desviando su trayectoria, la envió directamente al jarrón situado en mitad de la mesa, el cual perdió su verticalidad y se vino al suelo donde se rompió en mil pedazos.
A mi abuela, ver hacerse añicos aquella reliquia de su pertenencia, que contaba con más de cien años de antigüedad, le puso la cara de todos los colores del arco iris, quedándose finalmente con un color morado rabioso. Sus ojos, empequeñecidos por la ira, lanzaron sobre mi encogida persona una lluvia de furibundos relámpagos. Pero antes de que pudiera fulminarme con ellos, yo me apresuré a endosarle lo sucedido al demonio que teníamos de indeseado inquilino:
—A mí no me culpes, abuela. Esto, y todo lo demás, ha sido cosa del Maligno.
Ella soltó un bufido tan huracanado que, de haberle puesto una tarta de cumpleaños con setenta y pico velitas, las habría apagado todas de una vez.
—Cuando quieras nos vamos, abuelita de mi alma —le dije, zalamero—. Que yo muero por tenerte contenta. ¡Fijo!
Ella necesito de un par de minutos para recobrar la calma. Después se cogió de mi brazo y los dos fuimos en busca de la puerta.
Nuestra vetusta casa estaba situada en un cerrillo a las afueras del pueblo. Por cómo soplaba allí el dios Eolo, todo el mundo lo llamaba el Cerrillo del viento.
Y mi abuela Rosa y yo empezamos a bajar la cuesta.
—Anda más despacio, condenado. Que me vas hacer caer —se quejó de mi ligereza.
—Pero si voy a pasito de tortuga, abuela.
—Anda, canta algo. A ver si me distraes y me acuerdo menos del dolor del pie.
Esta petición, que recibía de su parte por primera vez en mi joven vida, me llenó de gozo. Carraspeé para aclarar mi garganta, tal como había visto hacer a más de un cantaor en la Peña Flamenca, y lancé al aire chorros de arte vocinglero:
“Dicen que el amor es ciego/, y muy ciego debe de ser. Pues tu novia es más que fea. Y tú no lo quieres ver.”
—No sigas, no sigas —me interrumpió ella exhibiendo una mueca de persona ator- mentada-. Qué pena lo tuyo, chiquillo. Además de poquita voz la tienes desagradable.
Sin desanimarme por aquel juicio adverso suyo, insistí en demostrarle mi valía.
—Espera, espera a oírme cantar el fandango del ahorcado, abuela. Verás que bien me sale. Vamos, bordado me sale.
—Déjate de fandangos. Lo que vamos a hacer ahora mismo es rezar el rosario.
—Rosarios no, abuela; que los rosarios son más largos que un día sin pan. Nos valdrá lo mismo para tener contento al Señor, un Padrenuestro que es más cortito.
Ni caso de mi protesta. Y entramos en el pueblo liquidando el último misterio de la Virgen. Allí, el pie-botijo de mi abuela causó sensación. Todas las mujeres que encon- tramos —que fueron multitud— querían saber qué le había pasado.