ME HE PERDIDO... (RELATO)

Era una luminosa mañana de domingo. Estábamos pasando el ecuador de la primavera y disfrutábamos una temperatura muy agradable. Ideal para echarme a la calle y dar un largo paseo. Me gusta andar. Mezclarme con la gente. Recorrer parte de esta ciudad donde nací y que amo tanto, que no pienso ni quiero vivir en ninguna otra.
Cuando terminé de desayunar abandoné mi pequeño apartamento y eché a andar sin prisa, recreando mis ojos en todo cuanto me despertaba algún interés. Llegué a uno de mis lugares preferidos: el Parque Central.
Como era habitual, encontré allí a una multitud de personas que, al igual que yo, gozaban del extraordinario bienestar y la paz que procura esta isla de verdor alejada del intenso tráfico y a salvo, en cierta medida, de la contaminación que emiten los tubos de escape de los vehículos.
Árboles varios, de diferentes especies elevaban sus brazos hacia un cielo azul y sin nubes. Por entre esos brazos vegetales algunos pájaros revoloteando, colgaban trinos en el aire manso, tibio. En los parterres, las flores exhibían sus colores y suspiraban sus aromas. Me fui cruzando con personas mayores de andares cansinos, jóvenes llenos de energía, entusiasmo y risas. Niños corriendo, traviesos, alborotadores. Perros bien domesticados conectados a sus dueños por medio de correas.
Mi mente relajada, generaba pensamientos placenteros. Rescataba entrañables recuerdos lejanos. Hermosas, inolvidables mañanas en este lugar, con mi abuelo Mariano y yo cogidos de la mano. Muy pequeña la mía, dentro de la suya grande, algo callosa, mano de campesino, mano transmitiéndome ternura y seguridad.
A los dos nos gustaban especialmente, las mañanas de otoño en este parque. En esa época los árboles caducifolios desprendían mariposas que tras zigzaguear en el aire se posaban suavemente en el suelo.
Yo me desprendía de la mano de aquel querido anciano corría hacía el montón de hojas y me tiraba sobre ella y las removía, y tiraba algunas hacia lo alto riendo con todas mis ganas encontrando aquello divertidísimo. A mi abuelo yo le contagiaba mi gozo y él sonreía, sin preocuparle que mi madre, la más joven de sus hijas, pudiese regañarle porque yo regresaba a casa con mi ropa algo sucia.
De pronto me regresó a la realidad reparar en la presencia de un anciano sentado en uno de los bancos. Llamó mi atención su pálido, ajado rostro, su expresión de tristeza y desamparo, las lágrimas que corrían por sus enjutas mejillas.
Este hombre mayor llevaba puesto un traje pasado de moda, muy usado pero limpio y unos zapatos desgastados y también antiguos. Me dio la inmediata impresión de que era una persona de posición humilde, pero no marginal.
Soy persona discreta, prudente, algo tímida también. No acostumbro a meterme donde no me llaman. Sin embargo, me detuve. No fui capaz de hacer lo mismo que hacían otras personas, pasar por delante de él e ignorarlo. Entendí que necesitaba ayuda y acercándome paré delante de él.
Aquel hombre de aspecto contrito y desorientado, al notar que yo le quitaba la luz y el calor del sol, levantó la cabeza y clavó en mí sus ojos. Unos ojos rodeados de infinidad de pequeñas arrugas que mostraban profunda desorientación y tristeza.
—Buen hombre —le dije solícito—, ¿Puedo hacer algo por usted?
Él movió su temblorosa boca de labios resecos, desteñidos, y necesitó de varias tentativas antes no pudo musitar acompañándose de un sollozo que me sonó a rama seca rompiéndose:
—Me he perdido… Me he perdido…
Me senté a su lado. Tomé su mano en un gesto de sincera compasión y seguí hablándole con paciente respeto:
—Tranquilícese. Quizás yo pueda ayudarle. ¿Tiene algún tipo de identificación con usted?
—¿Identificación? —elevando sus blancas e hirsutas cejas, como si no comprendiera el significado de mis palabras.
Con mi intervención había yo conseguido que él cesara de derramar su llanto. La expresión de su cara continuaba siendo conmovedoramente patética.
—¿Tiene una cartera con usted? —le pregunté.
En sus ojos de un color pardo desvaído apareció una chispa de entendimiento. Se me despertó la esperanza. Él metió la mano dentro de un bolsillo interior de su gastada chaqueta, sacó una cartera de plástico, vieja, algo rota y me la entregó con absoluta confianza.
La registré. Lo primero que encontré fue una fotografía muy manoseada. En ella aparecían dos personas de pie, en aquel mismo parque, fotografiadas junto al grueso tronco del olmo centenario que teníamos a una treintena de metros del banco ocupado por nosotros. Una de las dos personas de la foto era él y, la otra, una mujer. La fotografía debió ser tomada algunos años atrás pues ambos se veían jóvenes todavía. Seguí buscando y encontré un documento de identidad. En este figuraba el rostro de él y una dirección. Le pregunté:
—¿Vive usted en la calle Marchena, 49?
Me miró angustiado y a punto de echarse a llorar de nuevo, me confesó en un hilo quebradizo de voz:
—No lo sé… No lo sé…
Tomé una determinación que no tenía la más mínima idea de hasta qué punto podía meterme en un lio.
—Agustín, acompáñeme. Yo le llevaré hasta su casa.
Me observó durante unos instantes con mirada extraviada, como si no hubiese comprendido el significado de mis palabras. Lo cogí con delicadeza del brazo y, entendiendo mi intención, él se puso de pie despacio, torpe, inseguro. Y manteniéndole tomado del brazo le conduje hasta la parada de taxis. Le ayudé a sentarse a mi lado en los asientos traseros de aquel vehículo. Le coloqué el cinturón. Él se me sometía dócilmente todo el tiempo. Con aire ausente. Como si se hubiese quedado dormido con los ojos abiertos, inexpresivos.
Le dije al taxista la dirección que rezaba en el documento de identidad de aquel anciano.
Él puso en marcha su vehículo. Intenté despertar el interés del anciano hablándole, pero él no me escuchaba. Mantenía el rostro vuelto hacia la ventanilla y, con expresión aturdida, miraba fijamente cuanto pasaba por delante de sus inalterables ojos.
Llegamos pasado un cuarto de hora delante de la puerta de una humilde casa adosada. Pagué la carrera. Ayudé al anciano a descender del coche. Entonces él me preguntó manteniendo total impasibilidad su rostro:
—¿Dónde estamos?
—Espero que sea en la casa suya —dije esperanzado, consciente de que si no era así tendría que llevarlo a la policía para que los agentes se ocupasen de averiguar su domicilio.
Pulsé el timbre situado junto a una de las dos columnas que sostenían la verja algo oxidada de aquella vivienda antigua. Apareció una mujer de unos cuarenta años, gruesa, de andar bamboleante. Su rostro expresó alivio al mirarnos.
—¿Está bien mi padre? —quiso saber, observándole con ojos preocupados y cariñosos.
—Sí, lo encontré en el parque Central. Decía que se había perdido.
—Gracias, señor, por haberle traído. El pobrecito ha perdido la memoria. Aprovechó un momento en que yo me hallaba tendiendo la ropa en la parte de atrás de la casa para escaparse. Llamaré ahora mismo por el móvil a mi marido que, tan preocupado como yo lo está buscando por todas partes. Gracias de nuevo.
—No se merecen. Lo siento. Todos nos hacemos mayores.
El viejo con pasos cortos, arrastrando los pies, se había metido ya dentro de la casa y había comenzado a hablar. Curioso le pregunté a la mujer obesa:
—¿Con quién está hablando tan cariñosamente su padre?
—Con mi madre. Él la sigue viendo viva todavía.
—Entiendo. Buenos días.
—Buenos días. Es usted muy buena persona —reconocida la mujer.
—No tiene importancia. Los seres humanos debemos ayudarnos los unos a los otros.
—Así debería ser siempre.
Me marché de allí muy satisfecho conmigo. Había sido solidario y actuado como me correspondía en mi condición de ser humano.
Decidí, en vez de regresar al parque, ir a visitar a mi madre, que vivía con mi hermana mayor, y yo llevaba ya algún tiempo si verla, sin besarla ni escucharle repetir esos recuerdos antiguos que tanto la complacían desempolvar al tiempo que se le iluminaban los ojos por la ilusión recuperada del pasado, y que a mí me resultaban fastidiosos por lo repetitivos.
Los ancianos merecen nuestro respeto, nuestra paciencia y nuestro cariño. Ya nos dieron a lo largo de su vida todo cuanto poseían de bueno y merecen los queramos ahora que ya no pueden darnos nada más y seamos nosotros los que podemos darles a ellos.
(Copyright Andrés Fornells)