ME CANSÉ DE ESPERARLA (RELATO)


Eran las diez de la noche. Llevaba más de una hora esperando a Encarnita junto a la puerta del cine Emporium. La paciencia agotada, y el enfado a tope, me dije: “Ella se lo ha perdido”. Y colocándome al lado de la primera muchacha que pasó por delante de mí inicié su conquista diciéndole que perdonase mi atrevimiento, pero que no podía resistir la necesidad de decirle que era dueña de los ojos más bonitos que yo había visto en mi vida. Ella, que se sabía bizca y debía estar muy acomplejada por esta causa, me deseó:
—¡Ojalá te quedes mudo, sinvergüenza!
Por suerte para mí su maldición no resultó efectiva y eso me permitió ejercer de vocalista, durante una breve temporada en un grupo musical que habíamos creado media docena de amigos. Nuestras más apasionadas fans nos aseguraban que lo hacíamos maravillosamente bien. Nuestras más apasionadas fans eran nuestras madres, nuestras hermanas y algún que otro prójimo que estaba bastante averiado de oído. El único dinero que ganamos tocando fue por actuar en la fiesta de un pueblo. Un montón de desalmados nos silbaron, bautizaron con un diluvio de tomates y gritaron: ¡fuera, fuera! Esto salió en los periódicos y ya nadie más quiso correr el riesgo de contratarnos.
Con el dinero ganado compramos una bicicleta cuyo uso nos repartíamos fraternalmente un día cada uno los cinco miembros del grupo. Aquel artilugio rodador estaba maldito pues sus ruedas terminaban pinchadas cada vez que hacíamos uso de él.
Al final, hartos de tanto meterles parches a las ruedas, la rifamos, me tocó a mí y la bicicleta, oxidada y criando margaritas, todavía la tengo en el cuarto de los tratos, junto a la jaula del periquito difunto por tragarse una cucaracha, el trabuco de mi tatarabuelo Anselmo (un bandolero de Sierra Morena) y de un cinturón de castidad que nadie de mi familia ha sabido (o querido) decirme a que antepasada nuestra perteneció. Parece ser que este tipo de impedimento se lo colocaban a las señoras con demostrada tendencia a la infidelidad.

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