MADRE ERA VIDENTE (VIVENCIAS MÍAS)

MADRE ERA VIDENTE (VIVENCIAS MÍAS)

MADRE ERA VIDENTE

(Copyright Andrés Fornells)

Mi madre, como suele decirse, era más lista que el hambre, poseía el don de leer en los ojos de las personas y también podía predecir el futuro, echando las cartas o mirándote a lo más hondo.

Durante un largo periodo de mi vida, yo le estuve contando todo cuanto hacía, porque me gustaba e interesaba muchísimo escuchar su opinión.

Hubo una primavera, de esas que la sangre altera, en que al salir ya de noche de la academia de inglés a la que asistíamos, Martita Jiménez y yo recorrimos juntos el largo camino que teníamos desde allí a la calle en la que los dos vivíamos.

A mí me gustaba Martita Jiménez, más de lo que dicen los expertos en fauna marina, le gusta la trucha, al trucho. Yo la miraba todo el tiempo con embeleso y una noche, al llegar a su casa, consintió en complacer mi desesperada petición de que entráramos en su oscuro portal y, cuando estuvimos allí, con voz ahogada por la emoción, yo le expliqué mi tormento:

—Martita, estoy muy grave. Como no me dejes pronto darte un beso, casi seguro que me voy a morir. Conque tú verás qué decides. Si decides que continúe yo vivo, o que la palme.

A ella le hizo gracia mi desesperada situación y, caritativa, decidió:

—Vale. Salva tu vida, Adanito. Dame un beso, pero solo uno, ¿eh? Que a los chicos se os concede un dedo y queréis tomar el cuerpo entero. Sois unos ansiosos.

Aquella fue la primera unión de mis labios con los labios de una chica, y me resultó devastador. Se me aflojaron las canillas, mi corazón se lio a echar truenos, los diques de la ignorancia que habían contenido hasta entonces el placer explosivo saltaron por los aires y yo descubrí el amor.

Cuando le conté a mi madre lo sucedido en ese portal sin luz, y mi maravilloso descubrimiento, madre que había fruncido el ceño y arrejuntado los labios como los rejuntaba yo para escupir un hueso de aceituna, me preguntó:

—¿A que te supieron los labios de esa chica, hijo?

—A caramelo de menta, madre —le respondí sin albergar duda alguna.

—No te conviene esa chica —me aseguro, de inmediato, convencida.

—¿Por qué sus labios me saben a caramelo de menta no me conviene ella, madre? —quise saber nadando entre la intriga, la contrariedad y el asombro.

—No es por eso, tontorrón. Es porque me he cruzado varias veces con ella, por la calle, y he visto en sus ojos que le gustan los chicos ricos y tú no tienes ni siquiera bicicleta.

Mi madre acertó de pleno. Transcurridas dos semanas de aquel sublime cambio de besos entre Martita y yo, ella se fue todas las noches, de allí de la academia, subida en el coche descapotable que tenía el afortunado hijo del alcalde de nuestro pueblo. y me dejaba andando solo, apesadumbrado, caído de hombros, arrastrando los pies, llorando de amor por ella.

Tardé mucho tiempo en olvidar a la ingrata Martita. Lo conseguí cuando cambié un primer beso con Almudena cuya boca me supo a fresa y descubrí que la fresa me gustaba todavía más que la menta.