LOS BOMBONES DEL AMOR (RELATO)
Amadeo Mangacorta era un chico normal en todos los sentidos. Iba al instituto, estudiaba lo mínimo para aprobar y le gustaba jugar al futbol, deporte en el que destacaba poco pues lo tenían de suplente y bastantes partidos se quedaba sin haber jugado ni un solo minuto. Esto no lo desesperaba, pues era sensato, reconocía sus escasos méritos futbolísticos y nunca protestaba por los muchos encuentros en que empezaba sentado en el banquillo y terminaba de igual modo.
En la misma clase a la que asistía Amadeo había una muchacha llamada Mila. Mila era tan guapa y simpática que les gustaba a todos los chicos, menos a un par de desorientados que, no obstante, copiaban sus gestos seductores y coquetos.
Muchos chicos estaban enamorados de Mila, y unos pocos intimidaban con ella en sueños. Entre estos estaba Amadeo. Pero como era muy tímido y no demasiado atractivo, le dirigía pocas veces la palabra, motivo por el cual ella simpatizaba con otros compañeros de clase, bastante más que con él.
Amadeo aceptaba que fuese así hasta que un día, leyendo una novelita de amor que su hermana pequeña le prestó, le impresionó profundamente una frase leída en él. Los cobardes no disfrutan del amor porque se resignan, no luchan por él y son desgraciados toda su vida. Consideró que este era su caso. Amaba a Mila, pero carecía del valor necesario para intentar conquistarla. Debía cambiar eso. Rebelarse contra su timidez. No aceptar ser desdichado, luchar para conseguir la felicidad. Dejar de ser un perdedor y transformarse en triunfador.
Tardó tres recreos en el instituto para reunir el suficiente valor para acercarse a Mila un momento en que ella se encontraba sola, por haberse ido al servicio su inseparable amiga Merche. Así que en el primer instante que durante el recreo ella no se encontraba atendiendo a alguna de sus migas o de su corte de admiradores se acercó a ella y después de media docena de intentos para que le saliera la voz consiguió emir un débil:
—Hola…—tembloroso todo él.
—Hola, ¿cómo estás? —contesto ella, a la que divertía su cortedad.
—Estoy bien, ¿y tú? —tartamudeante.
Mila no tuvo tiempo de contestarle. La estaban rodeando ya cinco personas entre amigas y admiradores. Amadeo se retiró cabizbajo y sintiendo enormes ganas de echarse a llorar. Se sentó en un lugar alejado de todos y le dio entrada a un alud de pensamientos negativos. <<Nací estúpido y moriré estúpido. Mila nunca me hará caso alguno y yo viviré desdichado y solo el resto de mi vida.
Cierta mañana de domingo la lluvia se estaba manifestando con desatada violenta. Su familia había marchado al centro de la ciudad a una sala de conferencias a escuchar la disertación de un famoso botánico estadounidense sobre plantas raras, poco conocidas y muy utilizadas en medicina.
Amadeo se había quedado solo en la casa. Pensó en estudiar un poco, pero lo descartó enseguida. No tenía ganas y el intentarlo aumentaría aún más el aburrimiento que lo atormentaba. Al lado derecho del televisor había dos estanterías con libros. Se desplazó hasta ellos. Tenía leídos todos aquellos que habían sido obligatorios en los dos últimos cursos. Le dio pereza releer alguno de ellos.
—Son un muermo —juzgó de viva voz.
Además de estos libros había otros viejos. Una veintena de ellos antiguos, por los que nunca había mostrado interés. Los dedos de una de sus manos se detuvieron en el lomo de una obra bien encuadernada, antigua. Era una recopilación de las mejores poesías del siglo XX. No le gustaba la poesía. A ninguno de su familia le gustaba.
Decidió pasar la vista por algunas de ellas, convencido de que las encontraría cursis y ridículas. El azar dispuso que abriese una página y de ella se cayera la hoja doblada en cuatro de una libreta que debía tener casi tantos años como el libro.
Despertó su inmediata curiosidad y dejando el libro, abierto, encima de la mesa baja fue desdoblando la hoja. Lo que había escrito en ella en tinta que tenía un color ocre y en una bonita caligrafía lo sorprendió inmediatamente. FILTRO SECRETO PARA ENAMORAR A UNA PERSONA.
Con la frente arrugada por la perplejidad leyó aquel enunciado dos veces. Al final murmuró convencido de ello:
—Seguro que es una broma y no funciona. Veamos.
Con la hoja entre sus manos tomó asiento. Le entraron dudas; entablaron batalla su sentido común, su fantasía y su ingenuidad. ¿Y si aquel filtro funcionaba y él, incrédulo, se perdía un maravilloso resultado? El filtro era muy fácil de preparar. En la cocina comprobó se encontraban los ingredientes para prepararlo. Y decidiéndose, con una expresión burlona, incrédula en su cara adornada con algo de acné, lo preparó todo dándole forma de bola de chocolate.
Al día siguiente compraría una pequeña caja de bombones, se comería uno, con el papelito suyo envolvería el filtro preparado, se lo regalaría a Mila y esperaría a ver si daba algún resultado deseado por él. <<Soy idiota. No funcionará. Solo se trata de una broma que mis abuelos se gastaron entre ellos, o le gastaron a alguien.
Llegó el lunes. Por la mañana salió el sol y la temperatura subió varios grados. Esto motivó que no faltase a clase ninguno de los veintinueve alumnos que la componían. Llegó la hora del recreo. Amadeo corrió hacia Mila para adelantarse al grupito que la rodeaba siempre. Nervioso perdido, trabucándose, le dijo la frase que había ensayado un montón de veces:
—Toma, Mila, un bombón de esta cajita que me regalaron ayer.
Ella miró el bombón trucado y dijo:
—No me gusta el color del papel que lo envuelve.
—Bueno —él quedó cortado un instante y luego improvisó lo que creyó era una idiotez—: El hábito no hace al monje.
—¿Están buenos? —inquirió ella.
—Riquísimos. Toma éste y este otro —ofreció él considerándose en aquel momento maquiavélicamente astuto.
Tuvo suerte. Ella era golosa y aceptó los dos bombones. Enseguida los que tenían más cerca cayeron sobre Amadeo como una jauría de lobos famélicos y en un santiamén le vaciaron la cajita. Él miró hacia donde estaban Mila y su amiga Fina. Las dos tenía un bombón en su boca. Él se quiso morir al entrar en su mente la posibilidad de que fuese Fina la que se enamorase de él. Pues esta muchacha era feísima y poco inteligente.
El resto de la media hora que duraba el recreo, Amadeo estuvo todo el tiempo pendiente de ambas muchachas. Ninguna lo buscó con la mirada, y tampoco lo hizo durante el tiempo que permanecieron en clase hasta que la profesora anunció que el encierro educativo había terminado y podían marcharse todos a su casa.
A prudente distancia para que ellas no lo descubrieran, Amadeo las siguió temeroso de que el filtro surtiera efecto y fuese Fina la que se enamorase de él, y posiblemente resultase dificilísimo librarse de ella. Quizás al final tuviese que visitar a alguna bruja (con el miedo que le daban) y pedirle si sabía anular el efecto de un filtro de amarre amoroso. No ocurrió nada, cada una de ellas entró en su casa sin haber advertido su seguimiento. De lo preocupado que estaba todo el tiempo, aquella noche apenas si pegó ojo.
Al día siguiente amaneció cansadísimo y con unas ojeras tan oscuras que su madre, preocupadísima, le preguntó si se encontraba mal.
—No, mamá, estoy bien.
Ella le tocó la frente y sentenció, protectora:
—Tienes algo de fiebre. Será mejor que esta mañana te quedes en casa. Afuera, en la calle, está nublado y hace mucho frío y podrías resfriarte, si es que no lo estás ya.
Él no podía quedarse en casa y pasarse un montón de horas atormentado sin saber si el filtro que había escrito su abuela, había tenido el efecto por él deseado o el efecto que por nada del mundo él quería.
—Estoy bien, mamá. Quiero ir a clase. Siempre os quejáis tú y papá de que mis notas no son tan buenas como deseáis y te estás empeñando en que pierda un día de clase.
—Déjale que vaya al instituto. Lo proteges demasiado—intervino el padre—. Pasar un poco de frío es sano. Creo haber leído en alguna parte que los esquimales no se resfrían nunca.
—Tú dices eso porque cuando él se resfría soy yo quien lo padece y lo cuida.
El cabeza de familia no le plantó cara, pues en los pocos enfrentamientos que habían tenido, ella los había ganado todos.
Pocos metros antes de llegar al instituto había un museo. Estaba ubicado en lo alto de una elevadísima escalera de piedra. Amadeo iba a pisar el primer escalón cuando Mila que acababa de bajar el último de ellos giró la cabeza, lo vio y gritó mostrando una alegría exultante:
—¡Amador!
Al escuchar el tono jubiloso de ella, el joven tuvo la convicción de que el filtro había funcionado. Fue tan grande su contento que mirándola embelesado pisó mal un escalón y cayó rodando por la escalera hasta llegar a sitio donde la horrorizada Mila se encontraba. Ella permaneció a su lado demostrándole un afecto y una solicitud admirables. Él la miraba arrobado, soltando sus labios gemidos de dolor.
Vino una ambulancia y se llevó al gimiente Amadeo.
Al día siguiente , cuando salió de clase Mila fue a visitarlo. Él se encontraba en el salón con su pierna escayolada. La madre, el único miembro de la familia que se encontraba en la casa se dio cuenta de lo que había entre ellos dos, le preguntó a la muchacha si quería beber algo, y ella después de agradecérselo le dijo que no.
La mujer les dejó solos.
—¿Te duele mucho la rotura? —se interesó Mila con expresión compungida al imaginarse que debía ser así.
—Antes de que vinieras tú me dolía tanto que chillaba como un ratón pillado en una trampa.
—¿Y desde que he llegado yo ha dejado de dolerte? —interesada ella.
—Ha dejado de dolerme totalmente. Tú eres mi bálsamo, mi medicina, la chica más guapa de este mundo.
—¿De veras me encuentras guapa? —coqueta ella.
—Tan guapa que estoy locamente enamorado de ti.
—¿Hablas en serio? —encantada ella.
—Jamás en toda mi vida he hablado más en serio. ¿Te gusto yo un poquito muy poquito?
Ella enrojeció.
—A lo mejor sí me gustas un poquito muy poquito —juguetona—. Me dejas que escriba algo en la escayola de tu pierna.
—Pues claro. Me rompí la pierna adrede para que tú pudieses escribir algo en la escayola que me pondrían.
—No hablas en serio, claro —riendo, divertida, ella.
—No estés tan segura de eso.
—Eres un chico encantador. Ha tenido que pasarte este accidente para yo darme cuenta de ello.
—Que tú eres una chica extraordinariamente encantadora me di cuenta en el mismo instante en que mis maravillados ojos se posaron en ti.
—Tonto. Me estás sacando los colores.
—Que guapísima estás así ruborizada --alelado él.
—No me hables con esa pasión, que me estremezco por dentro.
Ella sacó un bolígrafo de su bolso y con él dibujó unos circulitos y unas rayas. Cuando terminó se guardó el bolígrafo.
—¿Qué significa lo que has escrito?
—No te lo digo, me da vergüenza.
Él lo examinó detenidamente y luego aventuró:
—¿Es morse?
—Sí, es morse.
El cogió su teléfono móvil. Buscó en internet. Ella, con ambas manos se cubrió las mejillas encendidas. Él tradujo triunfal:
—Has escrito: Te amo.
—No, he escrito que me gustas…
—Por favor, dame tu mano y el boli —pidió él.
Ella se lo entregó, expectante.
Amadeo escribió en la palma de la mano de Mila; I love you.
Ella, emocionada, ruborosa, preguntó:
—¿Es verdad esto que has escrito?
—Que se me rompa la otra pierna, la sana, si no es verdad lo que he escrito.
Escuchando sus carcajadas felices, la madre de Amador entreabrió la puerta y los vio cogidas sus manos e hipnotizadas sus miradas, sonrió al tiempo que pensaba: <<Ella tiene cara de ser una buena chica. ¡Ah los hijos que rápido crecen. Demasiado rápido>>. (Copyright Andrés Fornells)
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