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LA STRIPPER, EL POLICÍA Y EL ASESINO
Barrio viejo, marginal situado dentro del Harlem neoyorkino. Pobre iluminación en toda la zona. Insectos girando enloquecidos alrededor de los globos sucios de dos farolas muy distantes entre sí. Fila de vehículos pegados a las aceras de bordillos rotos y losas en igual estado. Sala de fiestas de ínfima categoría. En su oscura fachada, con humedades y desconchaduras, un letrero luminoso con el nombre del local: “La venus desnuda”. Dos de sus letras fundidas desafían a completar el nombre.
En el interior del lúgubre local un puñado de espectadores lujuriosos, habituales de este tipo de espectáculos, y mujeres que intentan excitarles con los movimientos pretendidamente voluptuosos de sus cuerpos desnudos, estropeados por el inmisericorde paso del tiempo, el maltrato de muchos hombres y los perniciosos vicios largos años practicados.
Vicky la Rizos, tras recibir algunos aplausos carentes de entusiasmo, algunos silbidos y propuestas soeces, recoge del suelo las deterioradas ropas de bombero con las que realizó un numerito de striptease y se dirige al pequeño, cochambroso camerino que comparte con Judy la Culona, una sudamericana mulata con casi ciento veinte kilos de peso.
—¿Has recogido alguna propina? —le pregunta su gorda compañera, terminando de atar dos lacitos en las trenzas con los que ha terminado su disfraz de colegiala de cincuenta y pico años.
—Nada. Son todos unos muertos de hambre, unos desgraciados —con desprecio la Rizos frunciendo sus labios exageradamente pintados, al igual que el resto de su rostro marchito, surcado de arrugas.
—A veces, cuando me abro de piernas delante de ellos, me entran unas ganas locas de mearles encima.
—¡Y a mí, y a mí!
A la carcajada con que celebran esta ocurrencia, le sobra amargura y le falta alegría.
—Hasta luego, chica. Suerte.
—¡Bah! De eso nunca tuve —descarta.
Al salir, Judy la Culona del camerino se cruza en la puerta con un hombre de corta estatura, cuarentón, vestido con desaliño. En su rostro nada agraciado, mofletes colorados por el continuado abuso del alcohol, ojos astutos con los párpados a media asta y por boca un tajo fino que denota crueldad. Frente agrandada por el imparable avance de la calvicie y pelo grisáceo sembrado de caspa.
Vicky, que ha terminado de desmaquillarse y se halla todavía desnuda, acaba de verle reflejado en el defectuoso espejo delante del que se halla. Marcando disgusto y apenas disimulado despreció manifiesta:
—¿No te ha enseñado nadie que antes de entrar en un sitio se llama a la puerta, Dany?
—No me vengas con esas mierdas de la buena educación, Rizos —el recién llegado ocupa la silla dejada vacante por la obesa mulata y coloca sus zapatos sucios de barro sobre el manchado mármol del alargado mueble—. Seguro que si registro tus ropas de calle encuentro la suficiente cantidad de “nieve” para enchironarte —acompañando su amenaza de una desagradable mueca que pretende ser sonrisa.
—¿Qué quieres de mí? —levantándose ella para coger una bata con la que cubre su figura de carnes descolgadas y de blancura enfermiza.
—Quiero que me ayudes a dar con Frank el Mellado. Tu novio se ha pasado esta vez, como ya debes saber.
Ella apretándose el pecho con ambos brazos cruzados trata de combatir el temblor que ha comenzado a recorrer su cuerpo.
—No; no lo sé. No sé lo que ha hecho esta vez ese mamón. Hace la tira de tiempo que no le veo el pelo. Rompimos hace una eternidad.
A su visitante se le ensancha la mueca.
—Mientes muy mal, zorra. Te refrescaré la memoria. Hace dos días el Mellado inten-tó robar una joyería y se cargó de dos disparos a un compañero mío del cuerpo, y si lo trinco yo, antes de que lo hagan otros, haré méritos a los ojos de mis jefes. Y eso sería muy bueno para mí. Escucha, a ese cabrón le van a caer veinte años. Veinte años de trena. ¿Te enteras? Y para que lo coja preso otro, te conviene más que lo coja yo. Saldrás ganando conmigo.
La Rizos parece repentinamente interesada.
—¿Qué ganaría yo si te ayudase a coger al Mellado?
El policía la observa con fijeza. Pretende intimidarla. Porque le conviene, disimula el asco que le produce esta mujer envejecida, marchitada por el continuado consumo de estupefacientes durante años.
—Ganarías cien gramos de coca que yo te procuraría. Una fortuna para ti. Tengo ac-ceso al pequeño almacén de la comisaría donde guardamos la droga que decomisamos. ¿Qué dices, fea?
Ella se pasa la lengua por los labios. Su frente acentúa las arrugas, transpira formando pequeñas burbujas grasientas. Queda pensativa unos instantes. La oferta es enormemente tentadora para una cocainómana como ella.
—Si lo trincáis, al mellado le caerán 20 años, ¿no es cierto? —quiere que le confirme.
El agente Dany, convencido de haber despertado su codicia, apunta:
—Posiblemente le caigan más por haber matado a un policía, por lo tanto aunque él sospechase que lo has traicionado y quisiera vengarse de ti no podría porque ése va a morir en el trullo.
La Rizos se decide.
—¿Qué debo hacer? —mirando a los ojos de su visitante para que lea su decisión.
—Decirle que venga a verte a ese cuchitril que tienes en el Pulguero, y luego me avisas a este móvil mío —escribiéndole el número del mismo en la hoja de una libretita que se ha sacado del bolsillo superior de su arrugada chaqueta marrón.
* * *
Cuando sonó en la puerta de su cochambroso apartamento la señal que tenían acordada: tres golpes seguidos, uno espaciado y otros dos seguidos, la Rizos fue a abrir después de haber escondidos dos papelinas de cocaína dentro de un cilíndrico envase de cartón que había contenido, mucho tiempo atrás, bombones regalados por un admirador octogenario.
—Te has arreglado para mí, ¿eh, putilla? —cariñoso el recién llegado abrazándola, descendiendo sus grandes manos por la espalda hasta agarrarle con fuerza las descolgadas nalgas y comenzar a comerle la boca.
—Vamos a la cama, adonis —ella en un tono de cariñosa burla cuando él le permitió un respiro.
Entraron ambos en el dormitorio. Él comenzó a desvestirla. Le estaba levantando la blusa con ambas manos cuando el policía Dany salió del armario donde la Rizos lo había escondido minutos antes de que llegara Frank el Mellado. En su mano derecha el agente empuñaba, con mano firme una pistola.
—¡Te cacé, cabrón! —anunció al delincuente—. ¡Tírate al suelo boca abajo, o te dejo como un puto colador! ¡Rápido! Haber asesinado a mi compañero te va a costar pudrirte 20 años en una cárcel y a mí una condecoración por haberte trincado —mostrando gran satisfacción el madero.
El criminal, sin perder la sonrisa burlona mostrada desde el primer instante que le vio aparecer, soltó algunas maldiciones en un tono desconcertantemente jocoso y obedeció. Mientras colocandole de bruces en el suelo, el policía había sacado las esposas para ponérselas, la Rizos, que había quedado a sus espladas, metió su mano debajo de la almohada de la cama y sacando el rodillo previamente allí escondido le dio al representante de la ley un fortísimo golpe en la nuca causándole una importante brecha por la que comenzó a brotar sangre, al tiempo que se derrumbaba como si le hubiese fulminado un rayo, reventándose la cara al chocar ésta contra el duro suelo.
El agente Dany, con toda su larga experiencia vivencial acumulada, no había aprendido todo lo que una mujer, furcia o decente, es capaz de hacer por el hombre que ama.
Frank el Mellado, que había esquivado el cuerpo que se le venía encima, a continuación se arrodilló junto al yaciente, acercó un dedo a su carótida, lo sostuvo allí unos pocos segundos y después anunció con perverso contento:
—Rizos, te lo cargaste. Te cargaste al hijo de puta que tuvo la culpa de que yo me pasará cinco años en el puto trullo.
La stripper, presa del pánico, soltó el rodillo como si de repente le abrasara la mano. Éste cayó al suelo produciendo un golpe seco que ella sintió en el interior de su cabeza como si fuese un trueno. La responsabilidad y el castigo que su mortífero acto podía significarle, lo expresó el quejido de espanto que escapó de su pintarrajeada boca.
—Estamos perdidos, Mellado —logró balbucir.
El todavía recio cuerpo del ex recluso recuperó la verticalidad. Mostró a la aterrada Vicky una sonrisa tranquilizadora dejando expuesta la falta de los dos dientes frontales superiores y procuró calmarla:
—No te preocupes, gorda. Yo me encargo de hacer desaparecer para siempre a este maldito madero. Seguro que, para apuntarse todo el mérito de mi captura, no le ha dicho a nadie que venía aquí. Podemos estar tranquilos.
Acto seguido, el delincuente acercó al cadaver del agente la vieja y sucia alfombra que cubría parte del salón, la enrolló en torno a él, y terminada esta acción lo ató con unas cuerdas. El esfuerzo realizado le dejó jadeante y sudoroso. Se pasó la manga de su chaqueta por la frente empapada, esbozó una mueca cruel y le dijo a la stripper que lo había estado observando todo el tiempo, temblorosa y asustada:
—Rizos, voy a deshacerme rápido de esta basura. Tú espérame metida en la cama, desnuda, que a mi vuelta te voy a dar tanto placer que te chorrearán ríos patas abajo —prometió el asesino con absoluta ataraxia, limpiándose en el trasero de sus puercos y rotos pantalones vaqueros la transpiración y el polvo de sus manos.
Vicky la Rizos soltó una carcajada nerviosa. Su pánico había remitido. El asesinato que acababa de cometer, tanto su infiel y desalmado amante como ella, sabían de sobra que estaban en manos de la suerte o de la fatalidad el que tuvieran que pagarlo muy caro o que escaparan sin castigo.