LEER GRATIS CAPÍTULO I MADRE LEÍA NOVELITAS DE AMOR https://www.amazon.es/Madre-le%C3%ADa-novelitas-Andr%C3%A9s-Fornells/dp/1549582801
CAPÍTULO I
Nuestra calle era estrecha y desilusionante. El pavimento de la misma se ha-llaba sembrada de baches y socavones, sus hermanos mayores. Las aceras se hallaban hundidas y son más losas rotas que enteras. Andar por ellas durante el día era peligroso, andar por ellas durante la noche, un suicidio. Contábamos en nuestra calle con un estanco que vivía de los adictos a la nicotina, una bodeguita que mantenían próspera los adictos al morapio y una ferretería que sobrevivía por la venta de productos de limpieza.
Cuando yo era niño vivíamos en esa calle, mi abuela, mi madre y un servidor. Ocupábamos, en calidad de inquilinos, una casa tan vieja, tan vieja, que se man-tenía en pie, al decir de mi entrañable abuela Vicenta, porque Dios es muy bueno y, algunas veces (no siempre), se compadece de los pobres.
Los días que llovía, nos veíamos obligados a sembrar el suelo de cacharros de cocina para que recogieran el agua que caía por las numerosas goteras que padecía nuestro maltrecho tejado. Por eso y, por el frío que padecíamos, los inviernos nos despertaban un sentimiento de animosidad. Sumábamos a lo anterior, en época invernal, dolorosos sabañones en las manos principalmente, orejas congeladas, tiritera de cuerpo entero y un desagradable hormigueo en los pies que, solo se nos calmaba cuando, al acostarnos, lo hacíamos colocándonos en los mismos una botella de agua muy caliente. Esa botella de agua caliente nos significaba algo muy parecido a la felicidad.
Con frecuencia, debido a los comics que leía, acurrucado en mi cama de manta remendada, deshilachada y mordida por malvadas polillas, lograba en mis sueños convertirme en alguno de esos guerreros que conocía a través de la lectura, y tomar parte en terribles batallas. Durante las mismas, muy frecuentemente me destapaba quedando helado y sin el calor de la botella de agua, fría ya.
Los sueños en que me convertía en héroe ganador era los buenos. Los hala-gos y los honores compensaban los ímprobos esfuerzos realizados en las luchas que a menudo sufría heridas que yo soportaba con admirable valor. Los sueños malos eran los que, convertido en héroe perdedor, tratada de escapar de mis enemigos que me perseguían con muy malas intenciones, gritos amenazados y espadas en alto y, por estar presos mis pies en la ropa de la cama no podía escapar volando, escapatoria que había conseguido otras veces y, para que no me matasen mis enemigos tenía que despertarme en mitad de la noche y tardando algunos minutos en recuperar el sentido de la realidad, sentirme a salvo y respirar aliviado.
El dueño de aquella ruinosa propiedad, alquilada por nosotros, era un viejo avaro y huraño que se negaba a reparar nada de lo mucho estropeado en ella, argumentando que, por el arrendamiento tan mísero que nos cobraba, no podía permitírselo. Si no estábamos conformes con lo que teníamos, nadie nos obligaba a seguir allí y podíamos marcharnos dándole una gran alegría pues podría rentar la vivienda por un precio mucho más alto que el acordado con nosotros.
Reconocida esta triste realidad, mi madre y mi abuela agachaban la cabeza, daban reposo a su descontenta lengua y buscaban consuelo en la resignación, el triste cobijo que, ante las injusticias, les queda a los humildes.
Todos los años, para mejorar el lastimoso aspecto de nuestro hogar, llegada la primavera, que dicen la sangre altera y embellece el campo, madre se liaba una toalla vieja alrededor de su cabeza, para no ensuciarse el pelo, se ponía el vestido más roto y harapiento que guardaba y, con una brocha que parecía, antes de mojarla, la barba del pirata Barbanegra, cubría las numerosas desconchaduras de las paredes, algunas tan hondas que mostraban, a través de sus heridas, los ladrillos cochambrosos, con una nueva capa de cal y la dejaba que, hasta nos parecía bonita.
En la cocina teníamos, aparte de los renegridos y abollados cacharros que utilizábamos para cocinar los alimentos, un reloj redondo, blanco-amarillento y plano. Este reloj guardaba un gran parecido, por su forma, con un queso que, debido a nuestra estrechez económica, habríamos deseado fuese de verdad para dar, con la ayuda de un cuchillo nuestro de hoja muy desgastada, buena cuenta de él.
A este contador del tiempo, los muchos años que sumaba, no le habían quitado el vicio de adelantarse. Nosotros dependíamos de él, pues éramos tan modestos, económicamente, que no poseíamos relojes de pulsera.
Mi abuela Vicenta explicaba, así de clarito, esta carencia del cansino emisor muñequero de tictacs:
—Si no tenemos para comer bastante, que de los siete metros de tripas que creo tenemos los humanos, ni cinco centímetros llenamos nosotros, vamos a tener para gastar en pamplinas de lujo como es ésa.
Por aquellas fechas, mi madre trabajaba en una fábrica textil. La explotaban durante un montón de horas por un sueldo de miseria, lo mismo que a todos los demás asalariados y, encima debían estar agradecidos porque quedar en paro es, para la masa obrera, la ruina total y la desesperación absoluta.
El encargado de aquella empresa, sobre todo en invierno, ponía a mi madre como ejemplo de productividad, porque haciéndole inmerecido caso a nuestro acelerado reloj, ella comenzaba a trabajar media hora antes del horario establecido. Este hombre, exageradamente amplio de frente por un cabello cobarde que no paraba de retrocederle, no sabía que madre aceptaba comenzar su jornada laboral, antes de tiempo, porque dentro de aquella apestosa nave industrial hacía bastante menos frío que en nuestra casa.
Por la misma razón que mi madre, yo prefería estar en el colegio público al que asistía, nada más lo abrían, porque allí contaban con una estufa de leña que, aunque echaba más humo que calor, y salías de allí con los pulmones más negros que los fumadores empedernidos, más favorable temperatura que en nuestro gélido hogar había.
Los niños que fuimos a ese cochambroso centro educativo, con profesores que vestían igual de pobremente que nosotros, sobre todo los que apestaban a vino matarratas, tuvimos la inmensa suerte de que, a pesar de tanto humo ingerido, aun no se había inventado el cáncer de pulmón y ninguno de nosotros lo padecimos.
Los días que madre iba a la fábrica y yo al colegio, mi abuela Vicenta se que-daba en la cama con la botella de agua caliente que madre le había dejado antes de marcharse a su actividad laboral, disfrutando ella tan ricamente de uno de sus entretenimientos religiosos: rezar rosarios para que el buen Dios nos ayudase a salir de la pobreza. Si el buen Dios hubiese estado más fino de oído, nosotros tres habríamos sido una de las familias, en todo el mundo, más favorecidas por Él.
Para que constancia de cómo era yo de niño, y la desconsiderada tacañería que la naturaleza tuvo para con mi humilde persona, lean la siguiente descripción. Era menguado de estatura, con una cara que hasta yo, observándome con favorecedora magnanimidad en el espejo roto que teníamos, reconocía que aparte de mis grandes y, con frecuencia pasmados ojos negros, no podía presumir de nin-guno otro bello rasgo facial.
Músculos, aunque visibles ninguno se advertía, ocultos debía poseer unos pocos pues de lo contrario no se explicaría que pudiese andar, jugar, rascarme la cabeza cuando la poblaban malas compañías y hacer, con los dedos, registros en el interior de mis narices, nunca en presencia de los miembros de mi familia porque, además de desaprobarlos, me regañaban encima.
Y en cuanto a inteligencia, me quedaba en esa generalizada posición de no poseer ni mucha ni poca. Cualidades destacables poseía una: mi voz era bonita y armoniosa.
Así lo reconocía el señor Damián, nuestro viejo maestro (Nariz de Pimiento Morrón le llamábamos por cómo le coloreaba este apéndice el morapio bebido), pidiéndome siempre dirigir el canto de la tabla de multiplicar y animando a toda la clase a seguirme.
Que nuestro educador reconociese en mí este mérito sonoro, me animaba a perdonarle los coscorrones que a menudo me daba por mi mala conducta. Mala conducta que consistía en hacerles la zancadilla a los meones que pasaban por mi lado, después de haberles él concedido permiso para ir al servicio a desaguar. A lo anterior debía añadirse que yo disparaba, con gran disimulo, empleando de cerbatana un fino canuto de caña, bolitas de papel mascado a las cabezas de los condiscípulos que no gozaban de mis simpatías, ni gozaba yo de las suyas.