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CAPÍTULO I
Soy una mujer de cuarenta y pico años. El pico me lo guardo porque odio todo lo que sobrepasa los números redondos. Mi memoria y yo sostenemos una batalla continua, ella manteniéndose activa y machacona con respecto a mi edad, y yo esforzándome por arrinconarla y olvidarla.
Sin duda alguna es hermoso seguir vivos, pero es odioso que sea a costa de sumar años, sobre todo en el DNI, esa maldita cartulina insobornable, inflexible y malvada. Y no sigo porque las contrariedades y los disgustos envejecen, y la misión de toda mujer que se precie de serlo es la de engañar al calendario y mantenerlo como embustero con respeto a la edad verdadera, y favorecer la edad aparente que todos nos esforzamos en repararla, disimularla y engañarla.
Algunos meses atrás, cuando comencé a escribir sobre unos hechos que han cambiaron por completo mi existencia, yo tenía un marido que me quería (a su aburrida e interesada manera), y me era fiel porque la energía de la libido suya no le daba para tirar cohetes en camas ajenas, y casi apenas para tirarlos en la cama propia.
Desde hacía ya bastante tiempo mi esposo y yo llevábamos una relación no merecedora de ser llamada antagónica, pero sí discrepante. Él deseaba para mí cosas diferentes a las que deseaba yo. Él deseaba que yo continuase trabajando de vendedora en boutiques o de oficinista, empleos desempeñados por mí durante años, y yo quería debutar como investigadora privada, mi gran sueño no realizado todavía.
En mis horas libres, persiguiendo este fin, yo había seguido un curso en la universidad, llevaba un lustro practicando judo y artes marciales, y continuas prácticas con armas en un club de tiro.
Por todo lo enumerado hasta aquí, yo estaba preparada para empezar a ejercer esta nueva profesión en cuanto consiguiera que alguna agencia de detectives me contratase.
En cuanto obtuve el título reconocido por el Ministerio del Interior comencé a repartir currículos por toda nuestra enorme y cosmopolita ciudad. Pero transcurrió una montaña de días y nadie respondió a mis demandas. Llamé por teléfono a varias de estas agencias y me respondieron que, muy agradecidos por demostrarles interés, pero no necesitaban a nadie. Y yo comencé a exasperarme viendo como mi hermoso sueño no conseguía convertirlo en realidad.
Finalmente, recordando esa expresión tan antigua de que, “si la montaña no va a Mahoma, Mahoma está obligado a ir a la montaña”, llamé a la Agencia de Investigación Larios y le dije, a quien me atendió al teléfono, mi necesidad de hablar con el director de esa empresa sobre un asunto de suma importancia. Como es lógico, la persona que respondió a mi llamada quiso saber a qué me refería yo con un asunto de suma importancia.
—¿No puede adelantarme algo? —me pidió él, empleando la astucia.
—No puedo avanzárselo por teléfono. Tiene que ser de persona a persona —dándole también a mi ladina explicación un tono marcadamente grave.
—¿Cómo se llama usted?
—Zaida Cañadas. ¿Y usted?
—Alonso Larios. Si no me surge algún imprevisto puedo verla en mi agencia mañana a las cuatro de la tarde. ¿Le va bien?
—Perfecto. A las cuatro estaré en su agencia.
Y cortamos la comunicación. Yo había escogido la Agencia Larios por una razón que encontrarán excéntrica quienes desconocen cuanto me dejo yo influir por mis frecuentes destellos de buen humor.
La ginebra Larios era, mezclada con Coca-Cola una de las bebidas favoritas de Alonso Cañadas, mi amado y admirado padre, un honorable capitán de barco que, cuando se hundió el carguero comandado por él, decidió acompañarle para siempre hasta el fondo del mar aceptando la inmerecida responsabilidad de no haber conseguido salvarlo de la devastadora tempestad que lo atrapó.
Deduje del tono de voz empleado por el detective Alonso Larios que se trataba de un hombre más serio que un plato de arroz sin sal, expresión muy empleada por Carolina, mi mejor amiga.
Mi querida Carolina cuenta con un defectillo físico diminuto que ella me descubrió la acompleja bastante. Resulta que, un mal día, Carolina, contemplándose desnuda delante del gran espejo del armario ropero de su dormitorio, apreció tenía su seno derecho una chispa más descolgado que el izquierdo. Le faltó tiempo para comunicármelo, llorando. Para animarla le dije que seguramente estaba equivocada.
Por ser día festivo y no teníamos ninguna de las dos obligaciones laborales, me pidió acudiera a su casa para mostrármelo. Acudí a su casa, ella se quitó la blusa y el sujetador y, pañuelo en mano, se expuso a mi juicio.
—Deja de llorar y baja los brazos porque en la postura que estás secándote con el pañuelo los ojos, veo tu seno derecho, al revés de lo que tú me has dicho, menos descolgado que el izquierdo.
Me obedeció y para no desanimarla le dijo que yo los veía a los dos igual de descolgados.
—¿Cómo los ve tu marido? —quise saber, curiosa, con la intención de averiguar más sobre sus intimidades matrimoniales.
—Mi marido no lo ve de ninguna manera porque no le permito me vea los pe-chos desde el día en que, cinco años atrás, él tuvo la imperdonable crueldad de de-cirme que tengo los pezones muy pequeños—. Permaneció unos segundos pensativa y luego buscó mi posible rectificación o modificación—. ¿Tú los sigues viendo a la misma altura mis dos pechos?
—Sin la menor duda —tuve el piadoso detalle de afirmar.
Por mi culpa, al día siguiente ella fue a ver a un oculista y ahora Carolina luce unas gafas que la favorecen mucho y que descubrí le hacían mucha falta el día que, mientras tomábamos un té con pastas de las que no engordan, emitió la errónea opinión de que Genaro, mi marido, es un hombre guapo.
Guapo con ganas Marcelo, el frutero que yo le compro desde hace bastante tiempo sus selectos productos. Veintiocho años. Esbelto. Tiene que agacharse para no dar con la cabeza en los dinteles de las puertas.
A mí me mira con un respeto exagerado desde cierta mañana en que, estando ambos por la parte de afuera de su puesto plantó él sus diez huellas digitales en mi voluptuoso trasero y por puro instinto de decencia ancestral, sin mala intención por mi parte, le golpeé en el mentón con mis endurecidos nudillos y tuve que recogerlo del suelo donde había caído medio inconsciente. Él, en un primer momento, venga-tivo, me preguntó:
—¿Puedo denunciarte por haber abusado tú de tu ventaja de ser cinturón negro en judo y yo un pacifico ciudadano cuya única proeza deportiva fue quedar decimoctavo en un torneo de ajedrez?
—Mejor será que hagamos las paces y no nos metamos en líos no tenga yo que inclinarme por atizarte de nuevo más veces.
Él pasó al otro lado de su frutería y, desde aquel malentendido entre ambos no volvió a hacerme rebaja en la compra y trató de engañarme en el peso hasta que le advertí:
—Marcelo, ¿te acuerdas del bofetón que te di el otro día?, pues tengo muchos más almacenados en el mismo sitio de donde salió aquél.
Por lo que llevo expuesto hasta ahora, las personas de juicio rápido y precipitado pensarán que yo he sido educada en el seno de una familia liberal y violenta. Pues sucedió todo lo contrario: Mis amadísimos padres me enviaron, al poco de dejar yo de chupar ávidamente biberón, a colegios religiosos.
Pero con el paso del tiempo y la caída de muchos calendarios, se me han ido distrayendo muchas de las creencias que me inculcaron en la niñez e inicio de la adolescencia. Lo único que no se me ha distraído de aquellos cristianos principios de antaño han sido los Diez Mandamientos, aunque con muy leves alteraciones cuando las circunstancias me lo han aconsejado. “Nada es inamovible”, justificó el arquitecto que dirigió la construcción de la Torre de Pisa cuando le advirtieron de que ésta mostraba una acusada tendencia a la inclinación.
Colgada del cuello llevo, cuando no practico artes marciales, una medalla de la virgen del Rocío. Me la regaló mi madre. Mi madre era muy buena. Tan buena era la pobrecita que, si hizo durante su pacífica vida algún pecado (cosa que dudo muchísimo) debió ser sin saberlo ella.
Mi padre, como ya he explicado anteriormente, era marino, y los marinos cargan con el sambenito de tener una novia en cada puerto. Si él fue uno de esos marinos promiscuos, nunca lo sabremos. Lo que yo sí sé es que idolatraba a mi madre, lloró desconsoladamente su muerte y quizás, por la tristeza de haberla perdido decidió él acabar con su vida junto a su otro gran amor el carguero “Surimar”.
La pérdida de ambos tuvo lugar cuando Genaro y yo habíamos comenzado nuestro noviazgo y yo le consentía practicar conmigo el método Braille únicamente de cintura para arriba. Y yo con él me tomaba únicamente la libertad de acariciarle el pescuezo consiguiendo con ello el para mí insólito resultado de que a él le gustaba mucho, suspiraba hasta lo más hondo de los rincones de su desbrozado pecho y se le desfiguraba cierta parte de sus pantalones.