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CAPÍTULO III (Accidente con globos)
Un vecino de nuestra calle, llamado Agapito Morales, lucía en la puerta de su casa, sostenido con chinchetas, un cartón que ponía: “Don Agapito Morales, médico por la gracia de Dios”. El cartel se lo había confeccionado su hijo Cirilo, con bonitas letras góticas.
Cirilo había abandonado el hogar paterno por el cuartel, porque allí le vestían y daban de comer a cambio de hacer un poco de instrucción y comprometerse a defender a la patria si alguna vez tal cosa fuese necesaria.
En el barrio todos sabíamos que el señor Agapito, no poseía título alguno, pues apenas sabía leer y escribir. Y lo de la gracia de Dios, lo decía porque en sueños (aseguraba él) el Todopoderoso le había dicho: <<Agapito, coge un pollo, descomponle todos los huesos, compónselos de nuevo y, en adelante, sabrás hacerles lo mismo a tus congéneres humanos>>. Y así fue como aquel buen hombre se convirtió en curandero, aunque él prefería lo de componedor de osamentas.
Un domingo por la mañana, yo me hallaba en el Parque del Rey paseando la curiosa mirada por todo cuando se ponía a mi alcance. Iba andando, sin rumbo fijo, las manos metidas en los bolsillos de mis pantalones cortos, la derecha jugando con las canicas allí metidas, cuyo ruidito haciéndolas chocar entre ellas me gustaba escucharlo.
El cielo estaba pintado de azul, el sol parecía una tortilla de cuatro huevos, se hallaba dormido el viento y hacía poco frío.
De pronto sonó cerquísima de mí el chirrido de unos frenos y se detuvo a mi lado Cirilo, el hijo militar del señor curandero. Iba montado en una bicicleta vieja en la que la herrumbre se había comido la mayor parte de la pintura azul con que la pintaron alguna vez.
Nosotros dos nos llevábamos muy bien. Nos saludamos risueños:
—¿Qué haces, Adanito?
—Le doy algo que hacer a mis piernas, Cirilo —respondí a su amabilidad.
—Sube, Adanito, y nos daremos un garbeo por aquí —invitó.
Me senté de lado en la barra del cuadro, tal como él me dijo, me agarré con ambas manos a las partes del manillar que no encerraban las suyas, y él dijo comenzando a pedalear:
—¡Vamos para allá!
La bicicleta, por la energía con que él hizo girar los pedales, cogió rápidamente velocidad. Fue toda una gozada ver lo rápido que desfilaba todo delante de mis ojos y sentir el aire elevarme el flequillo y acariciarme la cara. Empecé a lanzar grititos de júbilo. Cirilo celebrara con alegres carcajadas el gusto que me procuraba y compartía él.
De repente, al pasar junto a un hombre mayor, flaco y andrajoso, que sujetaba en sus manos un manojo de globos que trataba de vender a las personas acompañadas de niños, soltó el haz de globos, y éstos se nos enredaron en la cara a Cirilo y en la mía. Él perdió la visión, yo la perdí también, y finalmente nos estrellamos contra un seto.
Milagrosamente, yo había conseguido mantener cogidos por su base la totalidad de los globos de distintos colores que había soltado su vendedor.
Cirilo y yo, tras la aparatosa caída, recuperamos la verticalidad. Soltamos maldiciones y gemidos más de sorpresa que de verdadero dolor. Nos habíamos hecho varios rasguños y moratones, pero continuábamos con todos los huesos enteros y en su sitio. No íbamos a necesitar la intervención de su padre.
La peor parada había sido la bicicleta, cuya rueda delantera había quedado con la llanta hecha un ocho y con un motón de radios rotos.
—¿Estás bien, Adanito? —se interesó por mí Cirilo.
—Estoy más o menos entero. ¿Y tú, Cirilo?
—Entero también —empleando el mismo tono optimista que yo—. Devuélvele los globos al hombre que los tenía, mientras yo intento enderezar algo la rueda —me indicó.
Dirigí la vista hacia donde había visto al hombre cerca de un parterre de margaritas, y descubrí se hallaba tumbado en el suelo y con varios curiosos comenzando a rodearlo.
Cojeando un poco fui hasta allí. El hombre caído tenía los ojos cerrados y mantenía una inmovilidad total. Uno de los curiosos, que vestía un traje desgastado, lleno de arrugas y una corbata a rayas blancas y amarillas, se arrodilló junto al desvanecido alegando que él poseía muy avanzados conocimientos médicos. Ninguno de los presentes demostró duda alguna sobre sus conocimientos, ni se los discutió, y él explicó:
—Lo mejor para devolver el conocimiento a una persona que lo ha perdido, es darle bofetadas. En eso consiste la infalible eficacia de los antídotos —explicó comenzando a abofetear al inconsciente cuyo rostro cadavérico empezó a adquirir cierto color.
Una mujer gorda, con un vestido ceñido que le afeaba mucho el cuerpo cilíndrico que poseía, demostrando evidente buen corazón comenzó a llamar verdugo sádico al que presumía de tener avanzados conocimientos médicos. Cuando la señora obesa comenzó a acusarle ya de asesino, para sorpresa general el desvanecido comenzó a recuperarse, parpadeando primero, abriendo los ojerosos ojos a continuación, y preguntando finalmente sorprendido:
—¿Qué me ha ocurrido?
—Que se ha caído usted redondo.
—Ya —dijo el recién recuperado, mostrando resignación—. Suele sentarme fatal pasar más de dos días sin comer —de pronto se fijó en mí, y a saber qué se habría figurado, pues exclamó alarmado—: ¡Eh! ¡Esos globos son míos!
—Los cogí yo, para que no salieran volando por los aires y los perdiese usted —le expliqué—. Se los doy cuando me diga. Yo no los quiero para nada. Me tiemblan las piernas de la fuerza que tengo que hacer para que no se me lleven volando por el aire.
El hombre de la corbata a rayas blancas y amarillas, que le había dado de bofetadas al vendedor de globos, le ayudó a ponerse de pie y dijo mirándonos a todos como miraría un sabio a un grupo de personas que él considerara no lo son nada:
—¿Alguien tiene un bocadillo?
Se hizo un silencio sepulcral. Algunos, por lo bajo, murmuraron que si hubiesen tenido uno se lo habrían comido ya tiempo atrás. El grupo comenzó a deshacerse. No siempre se puede, ni queriéndolo, ejercer la caridad.
De pronto un anciano que llevaba un niño que daba puntapiés a las piedras, sin mostrar consideración ninguna por la integridad de sus bonitos zapatos nuevos, sacó un envoltorio de su bolsillo y entregándoselo al hombre de los globos le dijo:
—Tenga. Era para mi nieto, pero usted lo necesita más que él.
Nos resultó muy claro lo que acababa de afirmar. Su nieto debía pesar el doble que la mayoría de niños de su corta edad.
El vendedor de globos comenzó a comer con igual rapidez que si temiera le fueran a quitar el bocadillo y, cuando terminó, que fue en un santiamén, dijo:
—Dios se lo pague, buen hombre, que yo no tengo con qué.
El viejo asintió con la cabeza y tirando de la mano con que mantenía sujeto al nieto, le dijo:
—Vamos, y deja ya de romperte los zapatos, que valen un buen dinero.
—Tengo hambre —reclamó el pequeño, iniciando un caprichoso lloriqueo.
—Pues el hambre te la aguantas, como hacen otros.
El hombre que se había comido su bocadillo de jamón de york y queso, en el tiempo récord de un minuto, recuperó los globos, me dio las gracias, y yo, muy educado, le dije que de nada.
La mujer compasiva, que llamó verdugo y asesino al hombre que se alejaba después de realizada una obra humanitaria, le compró un globo al vendedor. Éste después de haberlo cobrado pretendió regalarme uno a mí por el favor de haberle recuperado aquellos objetos con los que él pretendía ganarse el pan de sus dos hijos hermosos como dos soles según su comparación.
Yo, que a mis ocho años cumplidos, aún no había tenido mi primer globo, y no por falta de ganas, lo rechacé dando muestras de sensatez y compasión:
—Yo puedo pasarme sin globos, mientras que sus hijos, hermosos como dos soles, no podrán pasarse sin pan.
Muy satisfecho con mi proceder me reuní con Cirilo. Éste había enderezado algo la rueda, que no tenía arreglo.
—Con suerte quizás salve la cubierta y la cámara —consideró.
Le ayudé yo, algunos tramos cortitos, a llevarla cargada del hombro y tambaleándome, hasta el cuartel donde él tenía un cuarto que compartía con otros siete compañeros y que apestaba siempre a calcetines sudados.
—Pero a todo se acostumbra uno. Seguro que si durmiese en una floristería también me acostumbraría a la peste de las flores. Voy a darte un buen consejo para el día de mañana, Adanito. Si ves, cuando seas mayor, que te va mal en la vida, alístate al ejército y la patria mirara por ti. Te vestirá, te dará de comer, te enseñará canciones patrióticas y tratará de convertirte en un héroe, vivo o muerto.
—Todo eso está muy bien, Cirilo, pero ¿qué te ocurrirá si un día un país extranjero nos declara la guerra?
La pregunta mía, demasiado sesuda para un crío de mi edad, no le cogió por sorpresa. Compuso una expresión fatalista y contestó:
—Lo tengo muy claro, Adanito, dejaré que me maten porque yo no tengo la mala entraña de ser capaz de matar a nadie.
Entonces no me di cuenta, pero pasado el tiempo, cuando me creció lo suficiente el entendimiento y la admiración por las cosas que realmente la merecían, comprendí que Cirilo era todo un héroe.