LEER GRATIS CAPÍTULO 3, LAS AVENTURAS DE ZAIDA (DISPONIBLE EN AMAZON https://www.amazon.es/dp/B08GRNLLDD

CAPÍTULO III
La agencia de detectives Larios se hallaba en la primera planta de un inmueble situado en una zona bastante céntrica. Me había costado media hora llegar hasta allí y algunos minutos más encontrar aparcamiento para mi coche. El portal del edificio se hallaba abierto. Placas doradas a ambos lados de su entrada indicaban la existencia de varias oficinas allí.
Saqué de mi bolso el espejito y la barra de labios. Me di un leve retoque en ellos. No tengo que agrandarlos, como hacen otras con los suyos, pues los míos poseen un grosor que despierta lujuria me decía más de un compañero de universidad.
El pelo me lo ahuequé un poco. Sonreí satisfecha. No soy una gran belleza, pero tengo mi atractivo que reside principalmente en la expresividad de mi boca, el vivo brillo de mi negra mirada y mi elegante, sensual movilidad corporal.
Aspiré hondo media docena de veces, y luego golpeé la puerta de cristales opacos que impedían ver el interior. Una voz varonil me invitó a entrar. Di medio giro a la manivela de la puerta y entré.
A la izquierda del local había un hombre sentado detrás de un escritorio amplio y antiguo. Encima del mismo un ordenador, un teléfono y más cosas en las que no me fijé para dedicarle principalmente mi atención a él. Calculé debía rondar los cincuenta. Tenía el pelo gris, abundante, y pulcramente peinado hacia atrás. Sus ojos eran pequeños, achinados; el mentón cuadrado y la boca grande y carnosa. En conjunto un rostro que me resultó interesante. Lo consideré adecuado para la profesión que él ejercía, pues daba la impresión de ser un tipo duro.
De estatura, al no estar él de pie, me fui difícil calcular, pero posiblemente fuese tan alto o más que yo. No le abultaba la ropa por la parte de la panza, por lo que consideré debía estar en buena forma. Llevaba puesta una camisa de un color azul desvaído y una corbata rojiza, aflojada, presa en el interior del cuello de la camisa.
—Soy la señora Zaida Cañadas y, si usted es el investigador Alonso Larios, nos hemos citado aquí a las cuatro —expuse decidida.
—Sí, yo soy Alonso Larios.
La mirada que me dirigió fue de controlada curiosidad. Mantuvo su granítico rostro una expresión que en absoluto revelaba lo que pudiera estar pensando sobre mí. Le tendí mi mano levemente temblorosa. Su mano apretó fuerte y la mía también. Un levísimo levantamiento de cejas por su parte consideré podía significar sorpresa al descubrir mi poderío manual.
Le bajó la tapa a su ordenador portátil, lo apartó a un lado y me ofreció mostrando interés ahora:
—Tenga la amabilidad de sentarse, señora Cañadas, y dígame en qué puedo serle útil.
Continuando con mi actitud decidida, le solté con forzada naturalidad:
—He venido a pedirle me permita trabajar para usted —le dejé delante la carpeta que yo traía—. Aquí encontrará todo lo referentes a mis estudios y el titulo que acredita soy investigadora privada, así como las excelentes notas que obtuve.
Lo cogí por sorpresa. Formaron línea sus labios al apretarlos él en un gesto de contrariedad.
—Señora Cañadas, sintiéndolo mucho debo decirle que me es imposible contratarla. Mi agencia es muy pequeña, tengo poco trabajo y puedo hacerlo yo solo —amable, pero contundente.
No permití pudieran derrotarme él y el desánimo. Mi dedo índice le señaló la carpeta al tiempo que yo insistía:
—Por favor, échele usted un vistazo. Comprobará que fui el número uno en mi promoción. Que mi título y licencia son auténticos. Señor Larios, le garantizo que soy una persona extraordinariamente responsable, honesta y seria —mirándole directo a la cara, como miran las personas de conciencia limpia, sin nada que ocultar.
Durante unos segundos, él se mostró desconcertado. Suspiró. Yo le estaba haciendo pasar un mal rato. Se evidenciaba en su actitud el deseo de desembarazarse cuanto antes de mí.
—Lo siento, señora Cañadas, pero me es imposible contratarla. Además de no necesitarla, económicamente no puedo permitírmelo.
Yo nunca fui de las que se rinden fácilmente. Aquella misma mañana había hecho volar por los aires a una persona que debía pesar cuarenta kilos más que el detective situado delante de mí. No iba a permitirle derrotarme fácilmente.
—Señor Larios, por favor, atienda —en actitud suplicante—. Yo trabajaré gratis para usted. Haré más, me pagaré también la Seguridad Social. Necesito desesperadamente adquirir experiencia.
—¿Porque decidió repentinamente dedicarse a esta profesión? —curioso, desconcertado.
—No lo decidí repentinamente, señor Larios. Es un sueño que nació en mí a lo largo de muchos años consumiendo novelas policiacas. Me apasiona desentrañar misterios, afrontar peligros. Quiero desertar de las boutiques y las oficinas donde hasta ahora me he estado muriendo de tedio. Todos tenemos algún gran sueño y debemos esforzarnos en conseguir realizarlo. Téngame a prueba. Puedo ocuparme de las llamadas que reciba su teléfono cuando usted se ausenta para cumplir alguno de los encargos que le hacen.
—No puedo aceptar que trabaje para mí gratis. Nunca me he aprovechado de nadie, señora Cañadas. Soy un hombre honesto… hasta donde me es posible —con apuro.
Mi constancia, mi férrea voluntad no admitía la derrota.
—Usted no se aprovechará de mí, señor Larios. Quede tranquilo a este respecto. Seré yo, por el contrario, la que me aprovecharé de su gentileza, si finalmente usted decide concederme la oportunidad que le estoy suplicando. Por favor acépteme. No me obligue a pedírselo de rodillas —contrita, a punto de echarme a llorar—. Mire, llevó veinte y pico de años trabajando en empleos anodinos, aburridísimos, desilusionantes. Necesito desesperadamente vivir experiencias nuevas. Me estoy muriendo por dentro —trágica.
—¿Está casada? ¿Tiene hijos?
—Estoy casada y no tengo hijos.
—¿Su marido también desea que usted corra aventuras?
—No. A él le va muy bien que yo tenga trabajos sedentarios y, cuando regrese a casa, me encargue de todas las tareas domésticas, pues él nunca me ayuda a hacerlas. Es el clásico “hijo de mamá”.
Por primera vez desde mi llegada, él esbozó una mueca-sonrisa y dijo:
—¿Desea usted realmente ser investigadora, o solo busca huir de las tareas de su hogar y de una labor rutinaria?
Su nueva actitud me animó. Realicé una cómica apertura de brazos y confesé:
—Deseo ambas cosas.
Le miré a los ojos. Él me sostuvo la mirada. Descubrí un levísimo destello divertido en sus dos picotas negras. Mi sinceridad y tenacidad le habían despertado simpatía.
—¿Por qué me ha escogido a mí? —dijo juntando en un gesto de contrariedad sus espesas e hirsutas cejas—. Hay un montón de agencias de investigación en esta ciudad. Posiblemente cientos.
—Pues mire, le he escogido a usted porque se llama Alonso como mi padre, al que quise muchísimo. Oiga, para que no pueda usted rechazarme insisto en repetirle, además de trabajarle gratis, pagaré de mi bolsillo la cuota de la seguridad social y así usted no perderá nada.
—Entiendo que usted se aburre y ha pensado encontrar diversión en una actividad que el cine ha divulgado como llena de acción en la que los representantes de la ley son siempre más listos y valientes que los delincuentes, salen victoriosos y son felicitados por sus superiores y admirados por todos. Y ahora estamos viviendo una época en que las mujeres persiguen ser protagonistas en todo.
—¿Es usted misógino? —ataqué precipitadamente.
El detective encajó las mandíbulas. No le había gustado mi acusación. Me arrepentí un poco de mi atrevimiento, pues en nada podía ayudarme un enfrentamiento entre ambos.
—¿Ha venido usted aquí a insultarme, señora Cañadas? —con templanza, demostrándome no perdía fácilmente el control. 
—Nada de eso, señor Larios. Trató de encontrar una explicación a un hecho que me desconcierta. Le ofrezco mis servicios gratis. Por amabilidad debería, por lo menos considerarlo. El único gasto que le podría causar seria si alguna vez usted quisiera tener conmigo el detalle amable de invitarme a un café.
Mis argumentos y mi serenidad lo estaban debilitando. Probablemente jamás se había enfrentado a nadie tan porfiado y persistente como yo. La repentina reacción que tuvo me sorprendió favorablemente:
—Señora Cañadas, ¿le sería posible quedarse un rato aquí ocupándose de las llamadas que lleguen a mi teléfono? Debo llevar el resultado de mi investigación al director general de una empresa que está sufriendo espionaje industrial y voy a revelarle quienes han estado filtrando datos, desde el interior de la firma, para una expresa de la competencia. Esto solo significa que le estoy pidiendo un favor, no que acepto su ofrecimiento.
—Váyase tranquilo. Cuidaré con el máximo esmero de su agencia mientras esté usted ausente —con ilusión y entusiasmo—. Mi tiempo es suyo.
—Esto solo significa que la tendré a prueba un par de días. Como ya le he dicho no preciso emplear a nadie, principalmente, porque no puedo pagarlo —me advirtió.
—Ya le he dicho que le trabajaré gratis. Solo quiero adquirir experiencia —le repetí encantada con el hecho de que él se había dado por vencido momentáneamente.
De pronto algo pasó por su mente pues me soltó de sopetón:
—¿Está usted quizás pensando divorciarse?
—¿Puede influirle en algún sentido mi respuesta afirmativa o negativa?
Mi demostración de buen humor y el alegre chispeo en mis ojos hizo mella en él.
—Claro que no. Pensé si sería ese el motivo de que quisiera cambiar de profesión.
—No pienso divorciarme. Mi marido sería muy desdichado sin mí. Se sentiría perdido. Depende totalmente de mí. Ni siquiera sabe dónde tiene sus cosas. Todas las mañanas tengo que prepararle la ropa que debe vestir.
—Señora Cañadas, es usted desconcertante —sentenció—. ¿Quiere saber alguna cosa antes de que me marche?
—¿A qué hora regresará usted por si tengo que llamar a mi marido y comunicarle debe prepararse él la cena porque yo no podré hacerlo?
—Calculo estaré de vuelta dentro de una hora. No toque mi ordenador, podría buscarme problemas.
—Por favor. Nunca se me ocurriría perpetrar semejante atrevimiento. Soy una mujer muy discreta y respetuosa.
Él abrió un cajón, sacó de él un maletín, un manojo de llaves y abandonando su silla me dijo:
—Hasta dentro de una hora más o menos.
Ahora, al pasar por mi lado, aprecié su estatura era varios centímetros superior a la mía a pesar de ir yo calzada con zapatos de tacones altos.
Ciertamente perpleja por el giro que había dado la entrevista sostenida entre el señor Larios y una servidora, esbocé una sonrisa triunfal y me coloqué detrás de la mesa. El blando asiento de la silla giratoria aún mantenía el calor del trasero de quien acababa de marcharse.
Se me fue la vista al ordenador cerrado y pensé debía contener un montón de asuntos interesantes. Me acordé de lo sucedido a nuestra primera madre con la maldita manzana y ni le acerqué un dedo para quitarle algo de polvo reunido alrededor de su marca.
De pronto me sobresaltó el teléfono fijo con una musiquita monótona. Debía contestar, pues para eso me había ofrecido yo. Abrí línea y con seguridad respondí:
—Agencia de Investigación Larios al habla, ¡dígame!
La voz cascada de un anciano me preguntó si podía pasarse su nieta por la agencia al día siguiente a las once de la mañana.
—En principio le digo que sí. De todas formas, anoto el teléfono que acaba de aparecer en la pantalla del mío por si surgiera algo que nos impidiese recibirles a la hora que nos ha pedido, poder nosotros comunicárselo. Como nosotros decimos en nuestro argot: uno nunca sabe cuál será el próximo asesinato que deberá resolver con urgencia. ¿Puede ser tan amable de procurarme su nombre, caballero?
—Augusto Núñez…
—¿Y el de su nieta, por favor?
—Marita Núñez.
—Perfecto. Que tenga un buen día. Y muchas gracias por confiar en nosotros. Le aseguro no le defraudaremos.
Cortamos la comunicación. Me sentí muy satisfecha de mi actuación. Me había mostrado muy amable y profesional. Pletórica de optimismo manifesté en voz alta:
—¡Vamos, como si yo hubiese estado haciendo esto toda mi vida! Dejé al vejete, seguramente muy impresionado al decirle eso de que nunca sabemos cuál será el próximo asesinato que debamos resolver con urgencia.
Encima de la mesa había un pequeño bloc de notas. Apunté en él los detalles importantes de la breve conversación telefónica acababa de mantener. Excitada me puse de pie y le di un buen repaso visual al que podía convertirse en mi próximo lugar de trabajo.
En el rincón de la izquierda un archivador antiguo, metálico, enorme. Mostraba una abolladura. Amarilleaba el blanco de su pintura. Le propondría al detective pintarlo color madera, pues quedaría mucho mejor. Yo misma podría hacerlo. Al lado de este archivador había un paragüero de plástico con figuras femeninas romanas vestidas con túnicas. Supuse que los días de lluvia este objeto se pondría cerca de la puerta de la entrada.
Un sofá de dos plazas arrimado a la pared derecha junto a una mesita baja. Encima de ella un cenicero de piedra parecido al que había encima del escritorio. Libres de colillas ambos. Y entre este sofá y la pared una percha de pie, antigua, de madera, de la cual el detective había cogido su chaqueta, por cierto, bastante arrugada.
Al otro lado de la mesa-escritorio dos butacas para los visitantes. En una de ellas, cuando llegué me había sentado yo. En el extremo contrario del local había una puerta. Supuse lo que podría haber detrás de ella y no me equivoqué. Era el servicio. Un inodoro, lavabo y ducha. Todo ello en un metro y medio de terreno.
La tapadera levantada demostraba que el último en usarlo había sido un hombre.
No me apeteció emplearlo. Olía mal. Al día siguiente traería yo un ambientador con olor a abetos canadienses. Adornaban las paredes unos cuadritos con marinas. No eran adecuados para una agencia de detectives. Les vendrían muy bien unos posters de ciudades del mundo fotografiadas de noche, que crearan una atmosfera cosmopolita y de misterio. En el Corte Ingles podrían encontrarse por muy poco precio. Y tampoco costaría mucho encuadernar esos afiches. Yo podría encargarme de ello.
Situado enfrente de donde yo me encontraba en aquel momento, procurando claridad a la estancia, un balconcito que daba a la calle. Me acerqué a él. Me costó un poco abrir su puerta acristalada. Estaba algo atascada por la parte de abajo. En la caja de herramientas de mi marido había un pequeño cepillo con el que yo misma podía rebajar la madera de modo que no rozase en el suelo.
Salí al balconcito. Mucho tráfico en la calle, tanto de vehículos como de peatones, Era un buen barrio aquel. Mucho mejor que el barrio donde vivíamos mi marido y yo.
Cerré. Me encontraba muy a gusto allí. Y sentía como si hubiese sido muy bien acogida por todo cuanto me rodeaba. Creo que mis ancestros más antiguos debieron ser animistas. El mejor mueble de los presentes, la mesa escritorio. Era de madera de nogal y provista de cajones por ambos lados. Seis en total.
Recordé la tentación que eran para mí los cajones de cómodas y de armarios. Pues si dejaba transcurriese tiempo sin abrirlos, siempre encontraba algo que despertaba mi interés. Fotos antiguas, cartas antiguas, una cruz de Caravaca que parecía de oro, aunque era de bronce. ¿Qué misterios encerrarían los cajones de aquel hombre sobrio, que debía haber visto cosas interesantes, escandalosas, espeluznantes?
Hoy no, pero en un futuro cercano, yo conocería cada objeto encerrado en ellos, pues de lo contario no habría para mí ni paz ni sosiego.
Es habitual tener en los despachos cuadritos con fotos de personas queridas. Hijos, esposa, padres. El detective no tenía ninguno. ¿Qué podía significar esto? ¿Qué no tenía a nadie? ¿Qué lo tenía, pero él no era en absoluto un sentimental? Me había fijado en su camisa. La llevaba limpia y con aspecto de haber sido planchada. Y los zapatos negros, de piel, se les veía limpios y lustrados.
Me sobresaltó de nuevo el teléfono. Acudí junto a él y abrí línea mientras me sentaba en la silla giratoria. Una voz femenina, me preguntó por el señor Alonso Larios.
—No se encuentra aquí en este momento. Soy su ayudante. Dígame que podemos hacer por usted.
—Soy la secretaria del señor Ambrosio Barcinio. Podría el señor Larios pasarse por nuestras oficinas mañana a las once de la mañana. Al señor Ambrosio Barcino le urge muchísimo hablar con él. Pero tiene que ser a esa hora que le digo, las once de la mañana.
—No sé si podrá ir a verlos a esa hora —recordando yo la cita con el anciano llamado Augusto Muñoz y su nieta Marita Muñoz—. Deme un teléfono al que pueda llamar el señor Larios cuando yo pueda localizarle.
Me dio un número y me recalcó lo de muy urgente. Luego colgó. Tomé nota de este nuevo encargo. Estaba de lo más satisfecha con mi actuación. Quien podía convertirse en mi futuro jefe, tenía esperándole dos nuevos posibles trabajos. Esto podía significar que se viese obligado a contratarme, pues omnisciente solo lo era Dios, en el caso de existir, a pesar de la incredulidad de los ateos. Yo no me sumaba a ellos debido a la educación religiosa recibida, aunque dudas pecadoras alguna que otra yo albergaba.
Decidí, aunque la prudencia me aconsejaba esperar un poco, transmitirle mi optimismo a Carolina. Justo estaba marcando el número del móvil de mi mejor amiga cuando se abrió la puerta y entró el que se había convertido, sin él pretenderlo, en mi jefe.
—¿Alguna novedad? —yendo directo a la percha para colgar su chaqueta.
Me levanté inmediatamente de su silla y me hice a un lado para que la ocupase él. Le entregué las dos notas escritas por mí.
—No conozco a este anciano ni a su nieta —dijo enseguida—. ¿No le ha dicho qué quería?
—No, solo que vendrían mañana a las once de la mañana.
—Voy a llamar al señor Ambrosio Barcinio. Es un antiguo cliente. Descubrí a un contable suyo que metía mano en la caja —me reveló marcando a continuación un número en el teléfono fijo—. Hola Asunción. Llamaste cuando yo no estaba… Sí, entiendo. Mañana a las once es la única hora en que tendrá disponibles unos pocos minutos don Ambrosio, ahí estaré yo. Gracias igualmente, Asunción.
Se volvió hacia mí y reconoció:
—Lo ha hecho muy bien durante mi ausencia.
—Me tomo siempre muy en serio mi trabajo. ¿Va a darle al anciano y a su nieta otra hora?
—¿Quiere estar usted mañana aquí, recibirles, tomar nota de lo que quieren, llamarme a mi móvil cuyo número le daré enseguida, y comunicármelo?
—Estaré aquí mañana a la hora que usted me diga —considerándome yo poco menos que contratada—. Interrogaré amablemente a ese anciano y a su nieta, y averiguaré qué quieren de usted.
Se quedó un momento observándome con fijeza. Yo le sostuve la mirada, expectante y de pronto me sorprendió con una pregunta:
—¿Es usted valiente, señora Cañadas?
—Practico artes marciales desde hace cinco años. Soy cinturón negro en judo y esta mañana he hecho volar por los aires a mi profesor que pesa ciento veinte kilos.
El asombro le elevó las cejas. Me creyó al fijarse en mis manos abiertas acompañando mi alardeante explicación.
—¿Le gustaría acompañarme esta noche? Le advierto que puede existir algún peligro en lo que me propongo hacer —avisó.
—El peligro reconozco forma parte de la profesión que quiero ejercer. Cuanto antes lo conozca mucho mejor.
Durante un momento se mostró indeciso. Como arrepentido del repentino impulso que había tenido. Registró mis ojos. Leyó en ellos la firmeza de mi decisión.
—¿Podría marchase ahora y regresar aquí a las once de la noche?
—Aquí estaré a esa hora.
—Perfecto. Hasta luego, y muchas gracias por su trabajo.
—No hay de qué. Hasta luego.

Read more