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CAPÍTULO II
Me gustó cuando lo encontré escrito en un libro, y lo memoricé. Cicerón, el notable escritor, político y orador romano, le dijo a un hijo suyo, cuando éste entró en la edad del desenfreno sexual: Hijo mío, sin las mujeres la vida de un hombre no tiene razón alguna de ser. Por lo tanto, prepárate para gozar y sufrir, pues ellas son lo más sublime, pero también lo más maligno que han creado los dioses.
Yo había entrado en la pubertad. Esa época en la que los humanos sufren la desesperada necesidad de desentrañar los innumerables misterios que les rodean, no saben lo que son ni tampoco lo que de verdad quieren ser, pues sus aspiraciones son unas el minuto presente y, otras, el siguiente.
La libido, que yo había mantenido hasta entonces medio dormida, cuando entré en el instituto se me despertó de un modo violento, casi incontrolable. En ocasiones, posiblemente sin el casi. En especial a finales de la primavera cuando mis compañeras de estudio dejaron en casa sus prendas de abrigo y vestidas con jerséis ligeros, blusas, camisetas y faldas cortas exhibieron sus excitantes, voluptuosas protuberancias y concavidades.
Las consecuencias inmediatas para mí fueron sueños y deseos de prácticas se-xuales que solo podía realizar en mi imaginación y que me causaban, a menudo, ver-gonzosas poluciones nocturnas. Para que mi madre no me mirase de soslayo, desaprobadoramente, yo me envolvía, al acostarme, la comprometedora parte de mi cuerpo que a menudo se elevaba, impúdica, en un calcetín.
Lo mismo que me ocurría a mí, ocurría a la mayoría de los adolescentes, entre ellos Agustín que era, por aquel entonces, mi mejor amigo. Agustín y su familia vivían en un piso del mismo inmueble que mis padres y yo. Este chico sumaba mis mismos años. Era un poco más corto de estatura que yo, poseía una cara pecosa, una nariz demasiado pequeñas para el resto de sus facciones, una frente abombada y abundante pelo castaño, que llevaba siempre tan largo que a menudo se le caía encima de los ojos recordándome a un perro bobtail que había tenido mi abuelita Agripina, fallecida cuando yo era todavía un crío con pantalón corto y estaba cerca de celebrar mi Primera Comunión, pues mis progenitores eran mucho más cristianos de lo que les habíamos salido nosotros, sus hijos.
A partir de ese final de primavera recién mencionado por mí, Agustín y yo comenzamos a ir, por el día, a las pistan donde entrenaban las chicas del patinaje artístico para gozar visualmente de sus piernas al descubierto y fijarnos si, en el vértice de ellas descubríamos esa línea que divide la voluptuosa vulva femenina.
Y por la noche mi amigo y yo frecuentábamos una bolera llamada Tambas. En esta bolera, las chicas con minifalda, cuando inclinaban el cuerpo hacia adelante para lanzar la pesada bola, la faldita se les subía tanto que dejaba al alcance de la vista que los quería gozar, los dos hemisferios de sus sensuales nalgas.
La hija del dueño de aquel negocio se llamaba Tina. Tenía, si recuerdo bien, dieciocho años y estaba, según el juicio de quienes emplean términos ferroviarios a la hora de apreciar encantos femeninos, como un tren.
Un día, Pablo Medina, compañero nuestro de clase, nos hizo un descubrimiento que consideramos de lo más asombroso. La tal Tina, por diez euros, te dejaba darle un beso en la boca y tocarle los pechos durante un minuto, cronometrado por ella.
Mi amigo y yo le mostramos nuestra incredulidad llamándole embustero.
—¿Qué os apostáis? —ofendido nuestro confidente.
Le dijimos que nada, pero le daríamos cinco euros cada uno para que él se fuese al servicio con ella, y lo viésemos nosotros. Pablo Medina aceptó, encantado, nuestra propuesta. Para los adolescentes con padres trabajadores que les dan todas las semanas una paguita paupérrima, diez euros es una suma considerable.
Nos presentamos los tres en la bolera a las nueve de aquella noche. No vimos a Tina por parte alguna. Pensando en lo importantes que eran para nosotros los cinco euros que cada uno le habíamos entregado a Pablo, Agustín y yo le reclamamos su devolución.
—No tan rápido —opuso él resistencia—. Vamos a esperar hasta las diez. Si a las diez no ha aparecido ella, os devolveré el dinero.
Entretuvimos la espera observando muslos y retaguardias femeninas. Siempre me he hecho una pregunta a este respecto y cuando le he preguntado a alguna fémina me ha respondido con una sonrisa indescriptible y un movimiento de cabeza indescifrable. La pregunta en cuestión ha sido: ¿Cuándo vestís minifaldas no sois conscientes de lo que enseñáis de vuestra divina anatomía y de que numerosos ojos masculinos os están mirando y teniendo pensamientos lascivos?
Tina apareció alrededor de las nueve y media. Llevaba puestos unos pantalones pirata blancos y un jersey amarillo, ambas prendas ajustadísimas que ponían en valor sus hemisféricos glúteos e impresionantes senos casi tan grandes como pelotas de balonmano.
Su forma de andar era notablemente desenvuelta. En su mano llevaba un bolso negro que balanceaba como si pretendiese coger impulso para arrojárselo a alguien. Calzaba unos zapatos con altos tacones finos como palos de chupachup.
Llevaba su abundante pelo negro recogido en cola de caballo. Los labios los tenía gruesos y pintados de morado, a juego con las uñas de sus manos que mostraban el mismo color. Dentro de su boca, un chicle que mascaba rítmicamente.
—¿Hay que besarla con el chicle en su boca? —quiso saber Agustín, adelantándoseme en la pregunta.
—No; se lo quita un momento. ¡Mierda!
El exabrupto de Pablo lo había motivado un tío, un par de años mayor que noso-tros, que se había acercado a Tina, dicho algo al oído, y los dos se dirigieron a continuación a los servicios.
Mi mejor amigo y yo comenzamos a creer no nos había mentido nuestro infor-mador. Tres minutos más tarde, Tina apareció sola.
—¿Se habrá muerto de placer su acompañante? —pregunté con cierta sorna.
—No, debe estarse haciendo lo que cualquier malpensado piensa —respondió Pablo dirigiéndose hacia ella no fuera a adelantársele algún otro.
Agustín y yo fuimos testigos de cómo Pablo se detenía delante de ella, le decía algo al oído y los dos se dirigían a los servicios.
—Jo, lo que ese cabrón va a disfrutar a nuestra salud —se lamentó Agustín.
—Cierto, pero nos ha descubierto algo muy bueno que yo pienso probar si me prestas cinco euros, que juntaré con los cinco que yo tengo.
—Lo siento amigo, pero todo el caudal que atesora mi persona es una moneda de dos euros que me estoy guardando para mi colección de monedas de la Unión Europea.
—Jo, qué mierda es ser pobre —lamenté.
Tres minutos más tarde apareció Tina. Sonreía. Motivos para ello tenía. En menos de diez minutos había ganado veinte euros sin más esfuerzo que abrir la boca y dejar le tocaran las tetas durante un minuto, como si de dos bocinas antiguas se tratase.
Pablo tardó varios minutos en reunirse con nosotros. Traía el rostro colorado y mi amigo y yo nos figuramos que esa alteración facial no se debía a que hubiese sentido vergüenza por lo que le había hecho a la chica que cobraba por dejarse besar y tocar durante un minuto.
—¿Qué le has dicho al oído? —quisimos saber, a dúo, Agustín y yo convencidos ya de que cuanto Pablo nos había contado sobre aquella interesada e interesante chica era verdad.
—Muy fácil. Me he acercado a su oído y le he dicho: Tengo diez euros para ti y, cuando hemos llegado delante de la puerta de entrada al cuarto de baño ella me ha dicho simplemente: Dámelos. Se los he dado. Mi boca se ha unido a la suya y mientras la besaba le he apretado con todas mis ganas las domingas. Desgraciadamente, un mi-nuto no dura casi nada. La tía mantiene un ojo en su reloj de pulsera y no te regala ni un segundo extra.
—Un minuto dura sesenta segundos para ser exactos —dije yo recordando su brevedad.
—El beso que ella se deja dar, ¿es con lengua o sin lengua? —quiso Agustín le aclarase.
—Yo se los doy sin lengua. Los chicles que ella suele mascar son de fresa, y yo aborrezco el sabor de las fresas.
—A mí me encanta ese sabor.
—A mí también —coincidí con Agustín.
Durante algunas semanas, Agustín se gastó sesenta euros besando sin lengua y tocando los pechos de la hermosa Tina. Yo, por ser más lujurioso que él, la favorecí con diez sesiones de besos con lengua y masaje a sus senos.
Uno de esos masajes me permitió ella durase cinco minutos, pues asesorado por mi hermano Emeterio, cuando todavía le teníamos en casa estudiando su último año de Medicina, conocí muy bien todas las zonas erógenas de las mujeres y como tratarlas para procurarles el máximo placer. En la última sesión con ella le tenté, además de los pechos los buenos sentimientos y su adicción al placer:
—Si deseas que te toque los pechos, como acabo de hacerlo y que tú tanto has disfrutado, sin pagarte nada, te vendré a ver todas las noches.
—No hay trato —respondió ella con burla—. Tengo a media docena de tíos que me dan más gusto del que me das tú, y me siguen pagando.
Agustín y yo tomamos una decisión muy sensata, no acercarnos nunca más a la bolera Tambas. Habíamos encontrado un sitio desde el que, mirando por la ventana de una escuela de baile podíamos verlos a algunas alumnas, cuando daban giros bailando rock o algún otro baile movido, no solo la totalidad de sus piernas sino también su ropa interior más íntima.
En el instituto había montones de chicas bonitas y de chicas que lo eran menos. Las más hermosas que había en nuestra clase, eran Chelo Martínez y Purificación Santos. Las dos estaban buenísimas. Para echarlas al arroz decía Alberto Toledo, cuyo padre era cocinero de un restaurante.
En materia de pudor, Purificación Santos era exageradamente pudorosa. Solía vestir ropas holgadas y largas para no provocar, llevaba media docena de medallas protectoras alrededor de su cuello y, cuando la mirabas con insistencia se ruborizaba, bajaba la vista y movía los labios seguramente murmurando alguna oración protectora de la virginidad femenina. Durante la asignatura de Salud, cuando tocaba educación sexual, disimuladamente ella se tapaba los oídos por debajo del pelo para no escuchar lo que decía la profesora.
Por el contrario, Chelo Martínez, que no se contaba entre las más inteligentes de nuestra clase, sino más bien todo lo contrario, sonreía todo el tiempo y le brillaban los ojos como si escuchando a nuestra profesora experimentase como práctica propia lo que solo era teoría.
A principio de verano comenzamos a verla sentada detrás de la potente motocicleta de un tal Carlos. El tal Carlos era un pijo que, además de aquel reluciente vehícu-lo de dos ruedas manejaba dinero para permitirse lujos. Los veíamos a ambos exhibiéndose en las terrazas de las mejores cafeterías. El tal Carlos era hijo del dueño de una empresa constructora, del que se decía ganaba el dinero a espuertas, y al que le convertían en urbanizables terrenos que, cuando no lo eran urbanizables, compraba él por casi nada.
Lógicamente, los que no pasábamos de poseer una bicicleta, o ni siquiera eso, lo envidiábamos tanto por la máquina que llevaba, como por lo que estábamos seguro de que, además de subirla en la moto, le estaría haciendo a Chelo en la intimidad.
Demostración evidente de lo que hacían en la intimidad lo supimos por Julita Pérez, la mejor amiga de Chelo Martínez (a la que envidiaba con toda su alma, por tener ella de fea todo la que la otra tenía de hermosa). Y lo que supimos por boca de Julita fue que Chelo había quedado embarazada debido a las prácticas placenteras que aque-lla pareja realizaba.
Esto alegró a los envidiosos y, cuando supimos el método anticonceptivo empleado por Chelo Martínez nos tronchamos de risa. Resultó que Chelo Martínez no tomaba la píldora. Su prevención para evitar un no deseado embarazo consistía en un método que ella había sacado de un libro antiguo y que consistía en saltar a la comba todas las mañanas, pues por lo que ella había leído, con estos saltos caía de su óvulo el esperma, y no engendraba quien lo había recibido.
Nos reímos tanto cuando lo supimos, y tan a menudo, que los mosqueados padres de Chelo la cambiaron de colegio porque ella no podía soportar más nuestras burlas.
Para sumar más cachondeo a aquel asunto, corrió lo que seguramente era un bu-lo. Se extendió el bulo de que el chulesco Cesar, para pagar el aborto al que se sometió Chelo tuvo que vender su ostentosa motocicleta y, en adelante emplear sus piernas para desplazarse a cualquier sitio y, cuando llevaba a Chelo con él, lo hacía cargándola a su espalda.
Tanto nuestros profesores, como nuestras profesoras, eran feos y anodinos. Te aburrías tanto en sus clases que, aquellos de nosotros que habían tenido pocas horas de sueño por haberse acostado tarde, viendo la tele o jugando con la consola, conseguían dormirse con suma facilidad.
El más aburrido de todos nuestros maestros y con el que nos llevamos una extraordinaria sorpresa, fue don Lucas. Don Lucas era el profesor de matemáticas. Nos explicaba tan mal la materia que se suponía debía enseñarnos, que para poder pasar de curso teníamos, casi todos, que recurrir a que nuestros padres consiguiesen para noso-tros los servicios de profesores particulares.
Don Lucas era bajito, rechoncho y paticorto. Tenía la cara redonda y siempre colorada como si se avergonzase de haber nacido o estuviese borracho. En esa cara redonda tenía una pequeña nariz picuda y unos ojos parapetados detrás de unas gafas. Ojos que mantenían siempre un brillo como de susto.
Pablo, el que nos descubrió que Tina, de la bolera Tambas, se dejabas hacer cosas eróticas por diez euros, nos estaba convenciendo a todos de que ciertamente aquel pedagogo veía fantasmas todo el tiempo. Fantasmas que eran invisibles para el resto de nosotros. Luego resultó que el fantasma que él veía era su casero, con una sábana cubriendo su cabeza, que lo asustaba con la intención de que dejara el piso de renta baja, para poder él alquilarlo por mucho más al mes.
Don Cosme, el profesor de Lengua era estupendo enseñando. Se ponía tan triste cuando cometíamos faltas de ortografía que, sintiendo lástima de él cometíamos las menos posible. Era un hombre larguirucho de cara amelonada y sonrisa perenne, que nos caía bastante bien por su trato campechano y los chistes bastante buenos que nos contaba en clase.
Fue acusado por un vecino suyo de haberle matado su gato dándole a comer una hamburguesa envenenada. Nosotros le quitábamos la sonrisa con miaus cada que vez nos daba la espalda. La pequeña bolsa con caramelos que tenía la amabilidad de rifar entre nosotros los viernes de cada semana, todo el que la ganaba la tiraba a la basura. De confiados está el cementerio lleno.
Doña Carmen, la profesora de Religión, era tan buena y nos pintaba el cielo como un lugar tan extraordinariamente bonito, que muchos de sus alumnos que en su vida habían pisado una iglesia, comenzaron a asistir a misa todas las semanas convencidos de que valía la pena ganar la posibilidad de conocer un sitio tan maravilloso. Doña Carmen coleccionaba estampitas de santos y cambiaba las repetidas con Purificación Santos, que también tenía su misma afición.
Mi amigo Agustín se destapó con una travesura que nadie esperaba de él. A Purificación Santos que, como he mencionado coleccionaba estampitas de santos, le entre-gó un san Antonio y un san Cristóbal, y en mitad de ambos la imagen de una pareja fornicando.
De no haber sido el padre de Agustín concejal del ayuntamiento y el director del instituto no querer ponerse a malas con él, lo habrían expulsado. Del horror visual recibido, Purificación Santos estuvo un mes enferma y, cuando regresó a clase todos nos dimos cuenta de que su mirada había perdido el brillo de inocencia que había tenido antes de horrorizarse.
Y llegaron las vacaciones de verano y algunos alumnos enterramos nuestros libros para no tener que verlos nunca más.
Yo saqué mejores notas que ningún otro año anterior, aunque había estudiado menos que nunca. Misterios de la enseñanza que a mí me valieron para tener supercon-tentos a mis padres, y mosqueados y desconfiados a mi hermana y a mi hermano convencidos ambos de que yo había realizado algún tipo de trampa.
—¿Qué tipo de trampa? —quiso sabes nuestro preocupado padre cuando se lo dijeron.
—Quizás sobornar a los profesores —sugirió Emeterio.
—Se habrá estado copiando de algún empollón —sospechó mi hermana Gloria.
Agustín y yo sabíamos la verdad de lo ocurrido: Los profesores de nuestro instituto, de algunas de las materias que enseñaban, sabían bastante menos que sus alumnos.